Beckenbauer, el genio que inventó una forma de defender

Si la defensa es un arte, quien mejor personificó esa idea fue Franz Beckenbauer. Instaló un nuevo paradigma para los zagueros centrales. Desde su consagración como líbero, transformó el puesto y lo reversionó de tal manera que los últimos custodios de la retaguardia se convirtieron en los primeros atacantes de su equipo. Esa revolución solo la podía iniciar un genio del fútbol, alguien capaz de inventar una forma defender.

“Observé cómo (Giacinto) Facchetti, del Inter, subía regularmente para marcar goles, y pensé que yo podía hacer lo mismo desde mi posición más centrada. Como líbero tenía todo el terreno por delante y podía internarme en el centro del campo cuando lo creía conveniente. Sí, nos podían desplumar al contraataque, pero ese riesgo se superaba con el hombre de más que teníamos en el centro del campo. El concepto de líbero ofensivo me iba como anillo al dedo. De pequeño yo era un goleador, tenía sangre de delantero…”. Beckenbauer contó alguna vez cómo se le ocurrió cambiar para siempre el rol de los líberos.

Facchetti era un extraordinario lateral izquierdo del Inter. Con pasado de decatlonista y una excelente visión de juego, comprendió que podía aprovechar sus virtudes físicas para aparecer por sorpresa en la ofensiva y abandonar el monolítico bloque defensivo del equipo de Helenio Herrera. Así les causaba un problema sin solución a los rivales y aportaba goles. Muchos goles para un elenco milanés que se caracterizaba por atacar lo justo y necesario en tiempos de cerrado catenaccio.

Pelota al pie, ojos al frente y la camiseta del Bayern Múnich.

Beckenbauer había nacido delantero. Le gustaba pisar el área contraria. Sin embargo, poseía una inteligencia táctica que hacía que sus técnicos consideraran que convenía llevarlo a posiciones más centrales en la cancha para aprovechar ese don. Muy pronto se transformó en mediocampista. En la mitad del campo encontró el terreno propicio para exhibir su notable dominio de balón, vitalidad, visión de juego y liderazgo. Porque, incluso en su juventud, mostraba rasgos de una personalidad digna de un veterano de mil batallas.

UNA CONSAGRACIÓN INSTANTÁNEA

Sus primeros pasos en el fútbol los dio en el 1906 Múnich. Él era hincha del 1860 Múnich. A los 13 años jugó un partido contra los colores que tanto amaba y Gerhard König, del 1860, lo abofeteó. Ese acto le provocó una profunda desilusión y decidió hacer a un lado los dictados de su corazón y fichó para el Bayern, el otro conjunto de la ciudad bávara que en ese momento estaba lejos de ser la potencia futbolística mundial de la actualidad.

El niño Beckenbauer había crecido en los años de posguerra. Su país intentaba renacer. Tenía apenas nueve años (nació el 11 de septiembre de 1945) cuando Alemania Federal ganó la Copa del Mundo de 1954. El tozudo seleccionado construido por El Mago Sepp Herberger le había arrebatado el título a la maravillosa Hungría en la que brillaban Ferenc Puskas, Sandor Kocsis, Nandor Hidegkuti y Joszef Boszik, entre otros. Ese triunfo le demostró al futuro gran futbolista que nunca había que bajar los brazos si se aspira a alcanzar el éxito.

A los 18 años irrumpió en el equipo principal del Bayern. Ocupaba la mitad de la cancha. En 1965, apenas doce meses después de su debut como profesional, fue citado a la selección nacional. Helmut Schön, quien había heredado en 1963 el puesto dejado por su maestro Herberger, estaba formando el equipo con el que Alemania iba a afrontar el Mundial de 1966. En la mente del otrora centrodelantero, Beckenbauer tenía un lugar asegurado. Era joven, pero su clase se antojaba extraordinaria.

Los primeros días en la selección junto a una figura emblemática como Uwe Seeler.

Viajó a Inglaterra como integrante de un plantel en el que un veterano glorioso como El Tanque Uwe Seeler convivía con una camada de promesas con mucho futuro como él mismo, el arquero Josef (Sepp) Maier y el talentoso mediocampista Wolfgang Overath. Beckenbauer había impresionado de tal forma a Schön que el DT no dudó en confiarle un lugar en la mitad del terreno, junto con el zurdo Overath. Todavía no se avizoraba su retroceso a la defensa. El líbero era Willi Schulz, siete años mayor que él.

El 12 de julio de 1966 debutó en la Copa del Mundo. Le tomó apenas 39 minutos ponerle la firma a su primer gol. Y menos de un cuarto de hora después, marcó el segundo. En ambos casos, se desprendió por sorpresa desde la mitad de la cancha e ingresó en el área para definir. Ese día, el mundo del fútbol descubrió a un magnífico volante que desde su presentación mostró lo mejor de su repertorio. Ese día Alemania se impuso 5-0 a Suiza.

Más tarde, en el 0-0 contra Argentina, Schön le confirió al joven Franz, de apenas 19 años, la custodia de Ermindo Onega. El Ronco había sido la gran figura albiceleste en la victoria por 2-1 sobre España y el entrenador consideró que solo un talentoso como Beckenbauer podía contener al delantero de River.

El volante del Bayern fue inamovible en la alineación titular. Se despachó con un gol en el aplastante 4-0 sobre Uruguay -un partido de cuartos de final condicionado por el arbitraje parcial del inglés James Finney- y con otro en la victoria por 2-1 sobre la Unión Soviética en las semifinales. Con un puñado de presentaciones en la selección, llegó a la final del Mundial.

El duelo con el gran Bobby Charlton en la final del Mundial ´66.

Schön recordó su buena tarea para controlar a Onega y le ordenó no perderle pisada a Robert Bobby Charlton, el conductor de Inglaterra. El duelo resultó memorable. Se anularon mutuamente y casi podría decirse que los dos pasaron inadvertidos, pero como el título quedó en poder de los británicos, la gloria fue para Bobby, quien falleció el 21 de octubre pasado.

EMBLEMA DEL BAYERN

Más allá de la derrota, Beckenbauer había cautivado al mundo. Y bajo su influencia, Bayern Múnich dejó de ser un equipo menor en Alemania y se erigió en una gran potencia. El conjunto bávaro solo había obtenido un campeonato de liga en 1932. Con la llegada del impetuoso Franz, trepó a la cima del fútbol de su país. La primera manifestación fue la obtención del certamen regional del sur (Regionalliga Süd) en 1965 y las Copas de Alemania de 1966 y 1967.

El Bayern ya contaba en sus filas con tres pilares soberbios: Beckenbauer, Sepp Maier y Gerd Müller, un despiadado goleador de físico pequeño y enorme poder de definición. Los tres condujeron al equipo a la victoria en la Liga (en 1969, 1973 y 1974) y en la Copa en 1969 y 1971. Los éxitos se trasladaron al ámbito internacional, pues a la colección de títulos se agregó la Recopa de Europa de 1967, las Copas de Europa (antigua denominación de la Champions League) de 1974, 1975 y 1976 y la Intercontinental de 1976.

El festejo tras ganar la Copa de Campeones de Europa en 1975.

El elenco bávaro aprendió a festejar de la mano de Beckenbauer y él jamás lo abandonó, pues fue presidente honorario hasta su muerte. Bueno… en realidad lo dejó un tiempo. En 1977 se mudó a Estados Unidos para ser compañero del brasileño Pelé en el Cosmos de Nueva York. Allí fue campeón en su primera temporada y en 1978 y 1980. Su último éxito se dio en 1982, con la camiseta del Hamburgo, otra vez en su tierra.

EL KÁISER

Nombrar a Franz Anton Beckenbauer sin el apodo Káiser constituye una herejía. Si bien se les atribuyó ese seudónimo a muchos otros futbolistas -Daniel Passarella, por ejemplo-, al alemán le sentaba a la perfección. Como sucede en muchas ocasiones, el apelativo nació por obra y gracia de la casualidad. Una gira llevó al Bayern Múnich a Austria en 1968. Se tomó una foto junto a una estatua del emperador Franz Joseph I y alguien unió esa imagen al perfil de líder del jugador de 22 años y desde ese momento no hubo un Káiser (emperador) como Beckenbauer.

Pieza insustituible de la selección, no se perdió un partido en la recta previa a México 1970. Schön hacía todo lo posible para frenar al tenaz Beckenbauer, quien ya reclamaba un cambio de posición. Sentía que podía aportarle mucho al equipo nacional si lo trasladaban de la mitad del terreno a la defensa. Ya avizoraba la gran revolución del puesto de líbero. El técnico aún confiaba en Schulz, a quien consideraba más maduro para una función clave en la estructura del seleccionado.

El Káiser aceptó esperar su turno y continuó como pieza clave del mediocampo. Seguía jugando al lado de Overath y del veterano Helmut Haller. Ya estaban afirmados Maier, Gerd Müller y el defensor Hans Hubert (Berti) Vogts. Alemania Federal tenía un equipazo. El juego giraba alrededor del hombre del Bayern, quien aportó un gol en el triunfo por 3-2 sobre Inglaterra en los cuartos de final. Se trataba de una suerte de desquite de la dolorosa caída de cuatro años antes en Wembley.

Herido, el Káiser se mantuvo en la cancha contra Italia en 1970.

La imagen de Beckenbauer alcanzó proporciones épicas en las semifinales contra Italia. En ese inolvidable duelo que los azzurri ganaron 4-3 tras extenuantes 120 minutos, el alemán dio una prueba de su valentía al negarse a abandonar el campo a pesar de tener una luxación en el hombro. Cayó herido por una infracción de Pierluigi Cera y, más allá del dolor, sabía que su equipo lo necesitaba y permaneció en la cancha con el brazo en cabestrillo. El Káiser jamás abandonaba.

CAMPEÓN DEL MUNDO

Luego del retiro de Seeler, el histórico capitán del seleccionado desde 1962, el brazalete abrigó el brazo izquierdo de Beckenbauer. Se trataba de la confirmación del peso que el ya entonces defensor del Bayern Múnich tenía sobre sus compañeros. Nadie negaba su voz de mando. Y, por supuesto, todos se rendían a su juego pleno de calidad y elegancia.

En 1972 lideró a Alemania a la obtención de la Eurocopa. Ya sin Seeler, Haller, Schulz y Karl-Heinz Schnellinger -un férreo defensor-, fue el tiempo de las nuevas figuras. Beckenbauer estaba acompañado por Maier, Müller y un grupo de jóvenes como Paul Breitner, Ulrich Hoeness, Günter Netzer y Rainer Bonhof, entre otros.

Dos grandes frente a frente: Franz Beckenbauer y Johan Cryuff.

Dos años más tarde, en el Mundial, Beckenbauer hizo realidad el sueño que acunó desde niño, cuando vio a su selección ganar en Suiza 1954. En el certamen albergado por su país, Schön le concedió libertad para desarrollar a pleno su visión de la función del líbero. Con galera y bastón, inició los ataques de su equipo desde la última línea. Ya no solo se ganaba aplausos por su velocidad para llegar a los cierres a los costados y para anticiparse a los movimientos de los delanteros rivales, sino que tenía una incidencia decisiva en los movimientos ofensivos.

Dicen que el técnico mantuvo en el equipo titular a Overath por imposición del capitán. Schön estaba seducido por Netzer, quien brillaba en el Real Madrid español, pero el Káiser respaldaba al zurdo del Colonia, quien conservó su puesto pese a las críticas que recibía. Más allá de esa cuestión, Alemania se alzó con el título al postergar al revolucionario Fútbol total de Holanda. La espectacular Naranja Mecánica de Johan Cruyff brindó lecciones que hoy en día tienen plena vigencia, pero sucumbió ante la efectividad de las huestes comandadas por Beckenbauer.

Estuvo muy cerca de levantar su tercer trofeo consecutivo en 1976, pero Alemania cayó a manos de Checoslovaquia en la final de la Eurocopa. El 20 de junio de ese año, Antonin Panenka, un talentoso volante creativo de gruesos bigotones, inventó una forma de patear penales que varias décadas después sigue causando asombro.

Con la Copa del Mundo en sus manos junto a su amigo Sepp Maier.

Beckenbauer dejó la selección un año más tarde. Estuvo a punto de volver para jugar en España ´82 cuando el técnico Jupp Derwall no encontraba un zaguero que pudiera hacer disimular la ausencia del antiguo capitán. El regreso no se hizo realidad y el viejo símbolo del Bayern se retiró en 1983 con la camiseta del Hamburgo. Cuando colgó los botines se llevó consigo el privilegio de haber sido el único defensor que ganó dos veces el Balón de Oro. Lo hizo en 1972 y 1976, en una demostración de que había pocos jugadores como él.

El Káiser terminó retornando al equipo nacional en 1984. Como técnico, lo condujo al título del mundo en Italia 1990 para quedar en la historia como el único campeón dentro y fuera de la cancha junto con el brasileño Mario Zagallo -fallecido el viernes pasado- hasta que el francés Didier Deschamps se unió a ese selecto grupo en 2018.

En 1990 aplaude al capitán Lothar Matthäus.

En 1986 había perdido la final a manos de una Argentina en la que Diego Armando Maradona hacía posible lo imposible en el equipo del Narigón Carlos Salvador Bilardo. Después de ese traspié, su inteligencia lo llevó a hacer una modificación táctica que terminó siendo decisiva para que Alemania fuera mejor en 1990 de lo que había sido en México. Convirtió a Lothar Matthäus, un mediocampista utilitario, en un jugador formidable que terminó siendo líbero tiempo después. Fue una forma de repetir la historia que él mismo había protagonizado dos décadas antes.

Es cierto, Matthäus fue un fenómeno y jugó muy bien como líbero. Pero no hizo más que repetir -o al menos tratar de imitar- lo que había hecho Beckenbauer, el genio que inventó una nueva forma de defender.

Como jugador, técnico o dirigente, será recordado para siempre con un emblema del Bayern.