El Torito de Mataderos

El baúl de los recuerdos. Justo Suárez fue el primer gran ídolo del boxeo argentino. Su vida fue breve, intensa y trágica. Murió hace 85 años, cuando apenas tenía 29.

En un barrio bravo de esos en los que la vida se gana a la fuerza nació Justo Antonio Suárez. Fue el 15° de los 25 hijos que tuvo su padre en sus dos matrimonios. Era de Mataderos. Mejor dicho: de la zona que se denominó así por el traslado del Matadero Municipal de Parque de los Patricios a un paraje inhóspito que se conocía como altos de Liniers. Allí se hizo boxeador, ídolo popular y leyenda. Fue nada más y nada menos que El Torito de Mataderos.

El 5 de enero de 1909 llegó al mundo. Era hijo de Martín Norberto Suárez y de Luisa María Catalina Sbarbaro. No abundaba el dinero en la casa familiar, ubicada en Guaminí 2740, a cuatro cuadras de la actual avenida General Paz. Apenas tenía 9 años Justo Suárez cuando dejó la escuela y empezó a trabajar. Fue canillita, lustrabotas y mucanguero, el oficio con el que se conocía a los pibes que recolectaban la grasa de los animales faenados en el Matadero Municipal. Se la vendían a los fabricantes de jabones a 10 centavos por balde.

Cuando la adolescencia golpeó a su puerta, entró en el frigorífico Barreta y Mazzoni, donde cargaba medias reses. Esa dura labor fue esculpiendo un cuerpo fuerte y fibroso. Es verdad, se trataba de un morocho de risa amplia y físico pequeño. Pero los músculos brotaban como consecuencia de los 200 kilos de los animales que transportaba sobre sus hombros. En Mataderos se faenaba ganado vacuno y se dirimían a golpes -y también a cuchillo- los asuntos de la vida cotidiana. De las trenzadas a fuerza de puños crispados al boxeo hubo un solo paso.

De muy joven, empezó a practicar boxeo en el fondo de su casa.

El noble deportes de los puños todavía no era tal. Tanto es así que estaba prohibido en la antigua ciudad de Buenos Aires. El joven Suárez comenzó a practicarlo en los fondos de su casa, bajo la supervisión de sus hermanos Arturo, Gregorio, Obdulio y Edmundo, todos ellos entregados en algún momento de sus vidas al pugilismo. A Gregorio le decían El Molino de Mataderos y se dice que llegó a combatir con su hermano en una pelea organizada como parte de una función de circo. Obdulio fue campeón porteño de peso gallo.

TRAS LOS PASOS DE FIRPO

Justo apenas tenía 15 años cuando subió por primera vez a un ring. Corría 1924 cuando debutó como amateur empatando con Damián Dobal en un combate a cinco rounds de dos minutos en el Club Social Argentino, de Flores. Ya en esa época, ese deporte había dejado de estar prohibido como resultado de la inusitada repercusión que provocó la actuación de Luis Ángel Firpo contra el estadounidense Jack Dempsey, campeón mundial de los pesados, en 1923 en Nueva York. La derrota del Toro Salvaje de las Pampas a manos del Matador de Manassa sacó del oscurantismo al boxeo.

Suárez, como todos los aspirantes a púgiles profesionales, admiraba a Firpo. Compartía con el juninense un estilo agresivo, caracterizado por una bravura inquebrantable y dos puños fortísimos que demolían a los rivales con asombrosa naturalidad. No le costó demasiado hacerse famoso por sus victorias y su nombre llegó a oídos de José Lectoure, en ese entonces mánager de peleadores y en el futuro creador junto a Ismael Pace del Luna Park, el templo del boxeo argentino. A Pepe le llamó la atención el coraje y la fuerza del muchacho a quien ya todos conocían en Mataderos.

Junto a Luis Ángel Firpo.

Sus inicios fueron en peso mosca y se consagró campeón de novicios de Buenos Aires en 1924. Un año más tarde ganó el título argentino de los gallos, en 1926 subió a la categoría pluma, en la que se llevó los cetros argentino y sudamericano. En el 27 combatía entre los livianos y ya era rey sudamericano de esa divisional. Construyó hasta 1928 una implacable carrera en el campo amateur, forjada con un invicto que se extendió a 48 presentaciones, con 43 triunfos (15 de ellos por nocaut), 3 empates y 2 combates sin decisión.

Al mismo tiempo que se hacía famoso en los cuadriláteros, Suárez trabajó en el desaparecido diario La República. Allí se hizo amigo de Félix Daniel Frascara -una de los legendarios cronistas de El Gráfico- y de Carlos Alberto Rúa, a quienes solía comprarles las milanesas con papas fritas que los periodistas degustaban en el almuerzo. Fue justamente la imaginación de Rúa la que alumbró el apodo que inmortalizó al boxeador en la memoria popular: El Torito de Mataderos. El barrio ya tenía a un ídolo con nombre propio.

EL PRIMER ÍDOLO POPULAR

El Parque Romano, en Retiro, cobijó la primera vez de Justo Suárez en el boxeo profesional. El 19 de abril de 1928 le ganó a Ramón Moya por nocaut en el segundo round. Tres meses más tarde se impuso por nocaut técnico al italiano Pietro Bianchi, a quien le hizo besar la lona 11 veces hasta que el árbitro se apiadó del europeo. En septiembre noqueó a Julián Mallona y cerró su primer año en el terreno rentado venciendo por nocaut técnico a otro italiano, Fernando Marfurt.

En un hecho bastante curioso, arrancó 1930 midiéndose con el hermano de su último adversario. Otra vez en Retiro, un escenario que empezaba a quedarle chico por la gran cantidad de espectadores -especialmente provenientes de Mataderos- que lo seguía, El Torito se encontró con Luigi Marfurt, quien viajó a la Argentina en un intento por mantener a salvo el honor de la familia. El 5 de enero, un mes después del éxito sobre Fernando, dio cuenta de Luigi por puntos. Treinta días más tarde se encontró con otro italiano, Enrico Venturi y el 9 de marzo le ganó por puntos al uruguayo Julio César Fernández.

La primera vez en River.

La popularidad del Torito de Mataderos era inmensa. Nadie quería perderse sus peleas. Los vecinos de su barrio iban en masa a verlo en acción. Hacía falta un escenario adecuado para albergar tanta pasión. Por eso, el 23 de marzo de 1929 Suárez se enfrentó con el español Luis Rayo en la cancha de River. En ese entonces, no existía el estadio Monumental y desde 1923 el equipo de la banda roja era local en un predio ubicado en la esquina de avenida Alvear (la actual Del Libertador) y Tagle, justo enfrente de donde hoy está la Televisión Pública.

Más de 40 mil personas presenciaron la victoria por puntos del gran liviano argentino en un hecho histórico para el boxeo nacional. Ese deporte había encontrado una casa lo suficientemente amplia como para que las peleas de un ídolo como Suárez tuvieran el marco que merecían. Claro, esos combates a cielo abierto corrían un serio riesgo ante las inclemencias del tiempo. Por esa razón tuvo que suspenderse en el cuarto asalto el duelo con el italiano Vittorio Venturi, hermano de Enrico. La pelea se reprogramó y seis días después, el 26 de mayo, venció por puntos al púgil italiano.

El año 29 concluyó con dos triunfos por nocaut contra el estadounidense Lou Poluso y el británico Fred Webster. La contundencia de Suárez era abrumadora: a uno lo doblegó en el segundo round y al otro en el primero. Encadenó triunfos en 1930 sobre el español Hilario Martínez y el estadounidense Babe Herman, a quien sacó de carrera en el asalto inicial. Ya estaba llegando la hora de que ese guapo de los cuadriláteros peleara por un título argentino profesional.

UN COMBATE HISTÓRICO

Hacía tiempo que los aficionados al boxeo aguardaban ver el enfrentamiento entre los dos mejores livianos del país. De un lado, Justo Suárez, El Torito de Mataderos, invicto en 13 peleas, con 5 triunfos por nocaut; del otro, Julio Mocoroa, El Bulldog platense, quien también llevaba 13 victorias, 4 de ellas por la vía rápida. Era el duelo entre el guapo y agresivo púgil porteño y el técnico experto de la defensa proveniente de la capital de la provincia de Buenos Aires. Estaba en juego el título argentino liviano, vacante desde 1928.

La histórica pelea con Julio Mocoroa.

El 27 de marzo de 1930 una multitud jamás reunida en el boxeo asistió a la cancha de River. Más de 55 mil espectadores se apiñaron en ese escenario de tribunas de madera. Solo el fútbol había sido capaz de convocar a tanta gente. Claro, no había un peleador tan adentrado en el corazón de los porteños como Justo Suárez. Y los platenses también profesaban una admiración muy especial por Justo Mocoroa. Más allá de las cuestiones vinculadas con el arraigo popular de los protagonistas, el combate tenía todos los condimentos para ser un excelente espectáculo.

El Torito de Mataderos y El Bulldog platense no defraudaron las expectativas. El ataque permanente y visceral de Suárez, contra la inteligencia y la técnica depurada de Mocoroa, quien estudiaba odontología en su ciudad. La victoria fue para el porteño por puntos al cabo de una docena de rounds inolvidables. Ese éxito le abrió de par en par las puertas de los Estados Unidos, el epicentro mundial del boxeo, al ganador. Ese era el plan de Pepe Lectoure.

LA GIRA Y EL OCASO

Poco después de haberle ganado a Mocoroa se hizo público el casamiento de Suárez con Adelina Pilar Bravo. Ese momento de felicidad, de un modo insólito, incidió negativamente en la carrera del boxeador. Sus enfermizos celos fueron deteriorando en forma paulatina una relación que poco a poco se fue haciendo tormentosa. No era el mejor augurio para el futuro de un púgil en pleno ascenso. Sin embargo, antes de partir a América del Norte, El Torito de Mataderos, que ya se había mudado a Lanús, derrotó por puntos al chileno Luis Vicentini.

El Yanquee Stadium, en Nueva York, fue el lugar en el que Suárez sometió por puntos al estadounidense Joe Glick, un experimentado boxeador. Eso sucedió el 17 de julio de 1930. Su gira por tierra norteamericana continuó con los triunfos sobre Herman Perlick, Bruce Flowers (ambos en Long Island), Ray Miller y Louis Kid Kaplan, los dos en el Madison Square Garden de Nueva York, donde Firpo había tenido por el piso -por el aire, en realidad- a Dempsey en 1923. El balance había sido muy positivo y comenzaba a especularse con la posibilidad de que el argentino buscara el título mundial de los livianos.

Justo Suárez fue un noqueador furioso.

De regreso a Buenos Aires, se sacó de encima al italiano Bruno Petrarca, al chileno Estanislao Loayza (en ambos casos en River) y al uruguayo Juan Carlos Casala (en el Parque Central de Montevideo). Si bien había noqueado a los tres, la pasó mal contra el oriental, quien lo derribó en el primer asalto. No era un buen augurio, pero el arriesgado estilo de Suárez lo exponía a ese tipo de contratiempos.

Para 1931 estaba pautada la revancha con Mocoroa. El destino impidió su realización de un modo trágico: el boxeador platense falleció el 3 de abril en un accidente automovilístico cuando viajaba de su ciudad a Buenos Aires para firmar el contrato. El Bulldog tenía apenas 25 años. El deceso del notable boxeador obligó a hacer un cambio de planes y adelantar otra gira por Estados Unidos que debería servir para catapultar definitivamente a Suárez a una oportunidad por el título del mundo.

Ya sin Diego Franco, el entrenador de sus comienzos, y a las órdenes de Enrique Sobral (más tarde se alejó del boxeo, fue técnico de Boca y ganó el título de 1940), partió junto a su esposa, su suegra y Lectoure. El 25 de junio lo esperaba en el Madison Square Garden un veterano peleador llamado Billy Petrolle, a quien se consideraba un buen probador de aspirantes a campeones del mundo. El estadounidense hizo añicos el futuro de Suárez: redujo a la nada su invicto con un triunfo por nocaut en el noveno round.

Siempre presente en las tapas de El Gráfico.

La derrota marcó a fuego el porvenir del Torito de Mataderos. Atrás había quedado su invicto de 23 peleas y sus posibilidades de perseguir la corona de los livianos. A pesar de que dos meses más tarde venció al estadounidense Emil Rossi en suelo norteamericano, Suárez ya no era el mismo. En ese entonces se reveló que la tuberculosis, una enfermedad incurable en esa época, se había apoderado de él. Así y todo, el 30 de enero de 1932 le ganó al italiano Carlo Orlandi por nocaut técnico en el primer round en la cancha de River.

Nadie lo intuía, pero el final estaba cerca, demasiado cerca. Lectoure y Pace habían levantado el Luna Park, el estadio que con el paso del tiempo iba a ser el templo del boxeo argentino. Se inauguró para los carnavales de 1932 y el 12 de marzo tuvo lugar la primera de las grandes peleas que ese escenario cobijó desde entonces. Como no podía ser de otra manera, Justo Suárez fue uno de los contendientes de la velada. Se topó con Víctor Peralta, quien había obtenido la medalla plateada en la categoría pluma en los Juegos Olímpicos de 1928.

Suárez estaba lejos de su mejor nivel. La enfermedad avanzaba con una impiadosa rapidez y, para colmo, el boxeador atravesaba un complicado momento con su esposa. Se avizoraba un divorcio inminente. El Torito de Mataderos estaba muy mal desde el punto de vista físico y peor aún en el aspecto emocional. Peralta lo noqueó en el décimo round y durante mucho tiempo fue señalado por el público como el causante de los pesares del gran ídolo.

Una multitud despidió sus restos.

El nacimiento de su hijo Enrique en 1933 pudo haber sido un motivo de alegría, pero no. Su esposa lo dejó y se fue a vivir a París con el niño. Solo, empobrecido económicamente por la disputa de su fortuna durante el divorcio y enfermo, Suárez se convirtió en un alma en pena. Se trasladó a Córdoba, esperanzado en que el clima serrano aliviara su afección. Pasó tres años alejado de los rings. Necesitaba dinero y el 5 de octubre de 1935 decidió volver.

Juan Bautista Pathenay, su oponente, hizo todo lo posible para no pegarle. Suárez se encontraba en un estado calamitoso. Era una mala caricatura del gran boxeador del pasado reciente. El árbitro Eduardo Ramos Oromi detuvo la pelea, que terminó sin decisión. Se cerraba así la carrera del Torito de Mataderos, con 24 triunfos (14 por nocaut), dos derrotas, un empate y dos peleas sin decisión.

Poco después, Suárez se radicó definitivamente en Cosquín, en la casa de sus hermanas. Su condición se agravó y lo internaron en un hospital, pero se escapó. Lo encontraron agonizando el 10 de agosto de 1938. Murió horas después a los 29 años. Demasiado joven y con una carrera muy corta, con solo un par de años de esplendor. El primer gran ídolo del boxeo argentino había caído noqueado por la tuberculosis, las penas de amores y la miseria.

Félix Daniel Frascara, el histórico periodista de El Gráfico y viejo amigo de Suárez en los tiempos de la redacción de La República, definió en 1958 su corta vida y su breve paso por el boxeo con poética precisión: “Fue como la luz de un fósforo”.