¿Quiénes o qué son hoy los norteamericanos? ¿Dónde han ido a parar aquellos yankees que veíamos en las películas y con los que uno tropezaba habitualmente en las calles de las principales ciudades de los EEUU hasta casi finales del siglo XX? Aquellos que, bien o mal, tenían algo que decir al resto del mundo a través de la música, o de la guerra…
Eso casi ha desaparecido en lo que va de este siglo. Por lo menos, tanto en la costa Este como en la Oeste, de blancos, anglosajones, protestantes se ve poco y nada. Los han reemplazado los asiáticos, los musulmanes y la “gente de color”, de la cual la más pálida es hispanoamericana subida. Toda gente que, para bien o para mal, no se ha convertido al american way of life sino en cierta proporción meramente económica.
Para quienes lo miramos desde afuera, Kamala Harris parece querer representar a estos nuevos. Pero habrá que aceptar que semejante representación ha roto por completo con aquel Partido Demócrata en el que se apoyaban muchos inmigrantes europeos y sus primeros descendientes, en especial católicos -irlandeses e italianos- que veían ahí cierta posible continuidad con lo que traían del viejo continente.
Con su permanente risa estentórea y sus gritos, Kamala no muestra afecto por nada sino por el progresismo -que sólo conduce a más progresismo sin amores permanentes- y por el aborto, al que abraza con fe de fanática. Eso sí, promete seguir fiel a los compromisos bélicos de los que ha devenido principal sostén el actual Partido Demócrata. Imagínese entonces el futuro cercano.
Lo cierto es que, de uno y otro lado, la campaña política estadounidense se ha transformado en circo mediático. Nada de ideas: imágenes, cuanto más superficiales mejor.
Este año les ha venido bien la coincidencia de la elección con el festejo del tradicional Halloween, que permite incluso el jolgorio arteriosclerótico de la saliente Casa Blanca. “Tradicional”, como hasta nuestros medios llaman a este summum comercial que el predominio USA expande como símbolo de la dimensión cultural a la que ha ido llegando. Una fiesta imbécil, cada vez más peligrosa por los abusos a menores que trae enancados, pero que ha logrado borrar la de Todos los Santos que sostenía para nosotros el ejemplo de la España fundadora, y el de la Europa que nos civilizó a continuación.
Estados Unidos cae así en el vacío mercantilista del protestantismo triunfador que, habiéndolo mostrado como mejor ejemplo de la democracia amañada de la Revolución Francesa, lo empuja a la nada de la propaganda. No obstante: ¿es eso el verdadero pueblo norteamericano? ¿El tenazmente trabajador, el que ha encabezado la ciencia y la tecnología más duras enseñándolas con generosidad durante por lo menos todo el siglo XX? No obstante, a pesar del actual triunfo del negocio, resta un caudal de valores que, aunque opacado, sería miserable negar en nombre de ninguna ideología.
¿Será esa la tarea de Trump? ¿Tendrá este hombre de aspecto poco presentable la capacidad de resucitar aquellos parámetros sumergidos? ¿Podrá conducir a sus compatriotas hoy ocultos a ser sí mismos?
La respuesta es más que difícil para quienes hemos sido educados de modo completamente distinto. Sin embargo, comprobar que todo lo peor dentro y fuera de su país confluye para enfrentarlo con espontaneidad asombrosa, lo deja a uno pensando.
Y, en particular, me recuerda las palabras de un gran amigo, que fuera excelente profesional y singular docente, arraigado estadounidense de viejo pero vivo origen italiano, que decía algo como: “Es una pena que Trump hable como habla; porque lo que hace, lo hace bien”.