UNA MIRADA DIFERENTE

Volantazo

Todo en Javier Milei es veloz En una nota escrita tras la inauguración de su mandato saludé la celeridad con la que había armado un partido de alcance nacional, había hecho conocer su figura, había ganado las elecciones, había planteado un programa de gobierno, y había armado su elenco de colaboradores. Ahora tengo que agregar otros récords, menos auspiciosos: cuando aún no ha cumplido dos meses, su gobierno es el que a más breve plazo ha debido enfrentar un paro general de trabajadores, soportar marchas de repudio multitudinarias, disponer la primera baja en su gabinete y resignar sus pretensiones más ambiciosas.

Hay algo poco comprensible en la manera como Milei encaró su gestión: desdén por los usos institucionales, incapacidad para el diálogo y la negociación, y preferencia por el secreto, el autoritarismo, la manipulación, la amenaza y la coacción. El estilo del presidente contradice los principios más elementales del liderazgo, cosa inconcebible en alguien que proviene del mundo corporativo donde abunda una rica literatura al respecto. Pero también contradice sus proclamadas convicciones respecto de la libertad, la transparencia y el respeto por el otro.

Además de estos señalamientos, digamos teóricos o principistas, sobre las opciones de Milei, hay razones prácticas que permiten dudar de su acierto. El presidente llegó a la Casa Rosada con el proyecto más amplio de reformas políticas, económicas y sociales planteado jamás por un candidato desde el restablecimiento de la democracia, pero también con la base política más débil de toda esa historia: carece de respaldos legislativos suficientes, tanto de diputados como de senadores; carece de respaldos territoriales significativos, tanto de gobernadores como de intendentes; carece de un partido consolidado y con vida propia.

El único capital político con el que contaba Milei al hacerse cargo de la presidencia era el respaldo popular que lo acompañó durante la campaña y le permitió ganar la elección, esa relación personal e intransferible que supo trabar con sus seguidores en un diálogo directo en sus presentaciones públicas, tan similares en estética y contenido a las que entablan las estrellas del rock con sus aficionados. Era un vínculo sencillo, con un fuerte componente emocional, basado en la confianza, alimentado por la esperanza y con la libertad como norte. Allí residía su fuerza, su fuente de energía.

Pero tan pronto ganó la elección optó por recluirse junto a su círculo íntimo, y no volvió a tomar contacto con sus votantes, no volvió a hablarles, ni mucho menos a escucharlos. No explicó el sentido de sus medidas, ni el alcance de los sacrificios que suponen, ni los beneficios que pueden esperarse de ellas ni en qué plazos, mínima señal de respeto hacia quienes deben soportar en carne propia -y esto no es una figura del lenguaje- las consecuencias de un largo desmanejo de los asuntos públicos del que no son responsables. O lo son de una manera muy indirecta. El presidente no retribuyó la confianza que depositaron en él sus votantes.

Del presidente sólo se escucharon (una manera de decir, porque sólo habla por las redes o con periodistas amigos) amenazas, bravuconadas, intransigencias. La confusión entre autoridad y autoritarismo es mala señal, porque revela en el confundido una personalidad débil o insegura. El miércoles la gente respondió en la calle a esa prepotencia con mucha calma y serenidad, acatando todas las restricciones que se le impusieron; el jueves sus colaboradores informaron a Milei de que su ambiciosa ley ómnibus iba a estrellarse contra el Congreso.

MALO DE POR SI

Si la capacidad de Milei para la comunicación, la negociación y la atracción de voluntades —habilidades inherentes a la gestión política— demostró ser en estas primeras semanas de escasa a nula, el mecanismo elegido para poner en marcha sus prometidas reformas fue malo de por sí y peor todavía a la luz de esas carencias. El Decreto de Necesidad y Urgencia y la llamada Ley Omnibus incluyen entrambos casi un millar de novedades o reformas legislativas y fueron arrojados a consideración del Congreso para que decidiera sobre ellos en poco más de un par de semanas.

Los dos instrumentos incluyen las diez o veinte medidas que Milei prometió y necesita para encarrilar la economía, entremezcladas con centenares de iniciativas recopiladas por el outsider Federico Sturzenegger para otros fines y que representan otras tantas demandas o aspiraciones de diversos sectores corporativos, algunas razonables, otras francamente prebendarias, muchas contrarias a las políticas o principios defendidos por Milei y otras opuestas a los intereses estratégicos o de seguridad de la Nación. Pocas de ellas necesarias, y ninguna urgente.

Es evidente que el Gobierno esperaba una aprobación automática de parte de un Congreso acobardado por el resultado electoral, abrumado por sentirse el blanco concreto del repudio abstracto contra la “casta política”, y apremiado por la amenaza constante desde el Ejecutivo en el sentido de que una crisis espantosa se cierne en el horizonte, que sólo la aprobación sin atenuantes de los dos instrumentos legales es capaz de conjurarla, y que cualquier cuestionamiento, demora o rechazo por parte los legisladores los convertiría en culpables del apocalipsis inminente.

No se entiende bien por qué Milei tomó ese camino. ¿Fue ésta su intención desde el primer momento? ¿Está pagando favores de campaña? ¿Carecía de plan alguno y compró llave en mano lo que le ofrecieron Sturzenegger y Luis Caputo? Hay que reconocer que estuvo a punto de tener éxito… hasta que la CGT le estropeó los planes con su paro “de necesidad y urgencia”, como bromeó el gordo Héctor Daer. Las movilizaciones populares modificaron el temperamento de legisladores y gobernadores peronistas, y alentaron la rebeldía. Sólo el tucumano Osvaldo Jaldo pareció tener la sintonía en el canal de noticias equivocado.

En la madrugada del jueves el gobierno aseguró haber sellado el dictamen de comisión necesario para el tratamiento de la ley ómnibus en la Cámara de Diputados, una rara victoria en la que más de la mitad de los votos recibidos fueron en disidencia y que incluía por lo menos 170 objeciones a su variopinto articulado. La comedia de enredos se completó esa misma mañana cuando se supo que el dictamen ya aprobado estaba siendo revisado por varios legisladores en un departamento del barrio de Recoleta, bajo la tutela de Sturzenegger.

Cuando todo esto se hizo público Milei estalló de ira, prometió castigos bíblicos contra las provincias cuyos legisladores se opusieran a sus designios, y echó a uno de sus ministros al que acusó de haber transmitido sus exabruptos a la prensa. Las amenazas presidenciales sólo lograron sumar gobernadores aliados al repudio opositor contra los designios del ejecutivo nacional. Una abogada, invocando presunta adulteración de documento público, pidió a la justicia que investigara lo ocurrido en el departamento de Recoleta. El escándalo iba en aumento, y también la desorientación gubernamental.

Para confundir a sus opositores, el gobierno los había puesto frente a un bosque legislativo y terminó extraviado en él. Buscando una salida, decidió renunciar al capítulo financiero de su ambiciosa ley, justamente el que contiene las reformas que el presidente considera imprescindibles para llevar adelante el reordenamiento de la economía que viene prometiendo, y por lo mismo las más resistidas por la casta. Milei encargó al ministro Caputo la desagradable tarea de anunciarlo al país, mientras él mismo le aseguraba a una periodista de su simpatía que no estaba dispuesto a cambiar nada de su programa.

Aparte de los sospechosos agregados de Sturzenegger, el proyecto que esta semana probablemente llegue al recinto incluye en uno de sus artículos la legalización del decreto de necesidad y urgencia y en otro la cesión al presidente de poderes extraordinarios: el primero presenta un surtido de arbitrariedades similar al de la Ley Omnibus —incluida la derogación de la ley de tierras—, y el segundo permite a Milei imponer por su sola voluntad las previsiones de ambos conjuntos normativos y cualquier otra que se le ocurra sin restricciones de ninguna especie. Las dos cosas son peligrosas.