Umbrales del tiempo

Victoria Ocampo

 

Victoria Ocampo (Ramona Victoria Epifanía Rufina Ocampo) fue una escritora, ensayista, traductora, editora y mecenas de escritores argentina, que nació en 1890 en Capital Federal y falleció en 1979 en Béccar, provincia de Buenos Aires, a los 88 años.
Fundó en 1931 la revista Sur, que promovió las obras literarias de autores nacionales e internacionales como Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Adolfo Bioy Casares, Ernesto Sábato, Silvina Ocampo, Alejandra Pizarnik, José Bianco, Manuel Mujica Láinez, Eduardo Mallea, Waldo Frank, Virginia Woolf, Carl Jung, André Malraux, T. E. Lawrence, Martín Heiddegger, Jean Genet, Yukio Mishima, Walter Benjamín, Henry Miller, Lanza del Vasto y Vladimir Nabokov, entre muchos más.
En su residencia Villa Ocampo, de Beccar, recibió a figuras de la cultura como Rabindranath Tagore, Albert Camus, Graham Greene, Igor Stravinsky, Saint-John Perse, Denis de Rougemont, Pierre Drieu La Rochelle, Roger Caillois, Ernest Ansermet, Indira Ghandi, etc. Ya en sus primeros viajes al exterior como escritora conoció a personalidades como Jacques Lacan, Ramón Gómez de la Serna, Sergéi Eisenstein y Le Corbusier.
Además de innumerables libros que escribió entre los que se encuentran ‘De Francesca a Beatrice’, ‘Lawrence de Arabia y otros ensayos’, ‘Virginia Woolf en su diario’, ‘Habla el algarrobo’, ‘Diálogo con Borges’, ‘Diálogo con Mallea’, etc. Se suman la serie de ejemplares de ‘Testimonios’ y ‘Autobiografías’.
Fue presidenta del Fondo Nacional de las Artes y en 1977 se convirtió en la primera mujer escritora en ingresar a la Academia Argentina de Letras.

ALGO PERSONAL
En octubre de 1972 yo tenía diecinueve años y padecía de eso que los franceses llaman delectación morose (deleite por la nostalgia). Ya había publicado mi primer libro y me aceptaban colaboraciones en distintos medios, pero la tristeza me embargaba. Una tarde, aquel sector de nuestra mente que se empeña en salvarnos me impulsó a enviar por correo unos cuentos inéditos a la revista Sur. A las 48 horas recibí la visita en mi vieja casona de una señorita que me dejó un sobre de carta donde estaba manuscrito el destinatario: “Para Luis Buero”. Con ese sobre sin sellos postales yo había recibido la mano cálida de Victoria Ocampo.
Desde ese día, mi corazón fue despojándose durante años de sus cargamentos oscuros con las cartas de Victoria, con quien iniciamos -según sus propias palabras- una relación de abuela postiza y nieto aspirante a escritor, alguna de las cuales me las envió a través de artículos en el diario La Nación. Otras por correo.
Victoria Ocampo pasaba sus veranos argentinos en Buenos Aires y los inviernos en Europa. Compartimos largas caminatas por los jardines de Villa Ocampo, donde comprobé que uno aprende mucho más charlando con una persona sabia que en años de sistemático estudio. Recorrí con su guía los rincones de las casas de Beccar y Mar del Plata, y disfruté de los ricos tés de su pintoresco, mágico samovar, y de sus galletitas Express que solía servírselas templadas. Y fui copiloto en su auto Peugeot 504 celeste que a sus solo ochenta manejaba con carácter. Conocí los secretos de la Quinta de Pueyrredón, la historia de cada tramo de las barrancas de San Isidro, y me senté en sillas altas de jardín donde habían hecho lo mismo hombres como Tagore, Juan José Castro o Graham Greene. Me mostró las cartas de Gabriela Mistral.

ADELANTADA

A Victoria le gustaban mis cuentos (los hizo publicar en La Nación y en La Voz del Interior, en aquella época) y por eso, siendo yo un perfecto Don Nadie, me abrió las puertas de su casa, me contó sus frustraciones, esperanzas y sueños, aconsejó a mis ojos que trabajaran para la luz, y enriqueció mi vida con sus consejos humanos.
Cronista en ‘Testimonios’, astronauta literaria con Sur, Victoria Ocampo se adelantó muchas décadas a su tiempo y es probable, como ella misma me dijo una tarde, que deban ocurrir otros cincuenta años para que su obra sea reconocida popularmente.
Como iba a verla todos los domingos, asistí como testigo al momento en que gente de la Unesco la visitó para concretar su deseo -en el futuro con mal final- de donar sus propiedades a la institución para que vivieran en ella escritores que visitaban el país.
Y los años pasaron. Una mañana estando yo en Córdoba me acerqué casualmente a un kiosco de revistas y descubrí su semblante augusto en la tapa de un diario pero en enero, esta vez de 1979. Miré su rostro intacto en el retrato, su tanta vida en esos ojos pensativos y distantes. En otra publicación había una foto donde sus anteojos negros de armazón blanco descansaban vacíos sobre una carpeta. Comprendí que ya era tarde para decirle “Gracias”. Victoria, a esa hora, reclinada sobre una estrella y con las manos en los bolsillos, estaría pensando cómo ser, en otro plano más sutil, una feliz Robinsona.