MARIO CALABRESI RECONSTRUYE EN ‘SALIR DE LA NOCHE’ LAS SECUELAS DE LA VIOLENCIA DE IZQUIERDA EN ITALIA

Víctimas olvidadas del terrorismo

Partiendo del asesinato de su padre, cometido en 1972, el autor recupera la historia de las familias de los muertos por los “combatientes revolucionarios”. Pone especial atención en el papel cómplice del periodismo.

Puede decirse que desde su publicación original en Italia en 2007, Salir de la noche, de Mario Calabresi, es un clásico en su género, una de las obras más elocuentes que se han escrito para retratar el dolor de las víctimas del terrorismo de izquierda.

El libro fue un fenómeno editorial en su país y contribuyó a profundizar el debate en torno al olvido que sepultaba al tendal de muertos y heridos dejado por los combatientes “revolucionarios” en las décadas del ‘70 y ‘80 del siglo pasado.

Cuando más adelante se publicó en España, la obra generó una repercusión similar y fue saludada por la crítica y por la plana mayor de la literatura peninsular de este tiempo.

Javier Cercas, Fernando Aramburu, Sergio del Molino, Ignacio Martínez de Pisón, Lorenzo Silva y Elvira Lindo, entre otros, se derramaron en elogios. Un poco antes que ellos, nada menos que Mario Vargas Llosa lo leyó en italiano y lo reseñó en una de sus habituales columnas de opinión del diario El País de Madrid.

RECONSTRUCCION

Calabresi (Milán, 1970) es uno de los periodistas más destacados de Italia. Ha trabajado en diferentes medios y llegó a ser director de los diarios La Repubblica y La Stampa.

La historia que abordó en Salir de la noche (Libros del Asteroide, 165 páginas) es el crimen de su padre, el comisario Luigi Calabresi, quien fue asesinado en Milán a los 34 años el 17 de mayo de 1972. Los verdugos pertenecían a Lotta Continua, uno de los tantos grupúsculos armados de izquierda que tenían en vilo a los italianos. Lo sorprendieron cuando salía de su casa para ir a trabajar: dos balazos, uno en la espalda y otro en la nuca. No se animaron a atacarlo de frente, tal como había anticipado la víctima, que por eso no llevaba armas.

Sin limitarse a la mera crónica, el libro es una reconstrucción intimista de las secuelas devastadoras que aquel asesinato político provocó en la familia Calabresi, empezando por el pequeño Mario, que apenas tenía dos años cuando perdió al padre.

A partir de la adolescencia el autor empezó a indagar en los detalles del hecho, al tiempo que sondeaba la memoria herida de sus familiares sobrevivientes, primero la de los abuelos y luego, con obligado tacto, la de su madre, que es la otra gran protagonista del libro. Con ella, pese al tiempo transcurrido, las conversaciones debían ser cortas y rápidas porque “el sufrimiento se reaviva a toda prisa” y “se corre el riesgo de hacerle daño”.

CALUMNIAS

Avanzada la investigación el joven Calabresi se topó con uno de los peores rasgos de aquella época de extremos: la venenosa campaña de prensa que había preparado el terreno para la eliminación de su padre.

Hacia 1972 el comisario, un policía “dialoguista” y conciliador que descartaba las soluciones “represivas”, llevaba años cargando con la acusación de que en diciembre de 1969 había provocado la muerte de un militante anarquista que cayó al vacío desde su despacho en sede policial, donde debía ser interrogado en relación con un atentado cometido días antes.

La Justicia revisó el caso y con el tiempo exoneró de culpas al policía, pero eso no disipó las calumnias, que se difundían a toda hora en la prensa militante de izquierda pero también en otros medios no partidarios, así como en ambientes culturales y académicos de la península.

Detrás de esa campaña, escribe el hijo, “no había un publicista, sino muchas cabezas, entre las más ilustres del periodismo, del teatro, de la cultura y de los movimientos sociales, aunadas por una furia vengativa que los llevó a construir un monstruo, a pesar de las pruebas, del sentido común y de los datos de la realidad”.

La campaña resultó tan efectiva que iniciado el siglo XXI el autor seguía topándose con la misma consigna (“Calabresi asesino”) que pretendía justificar el crimen del comisario en venganza por la muerte del anarquista detenido. “Las calumnias, repetidas con insistencia, son capaces de construir una biografía”, comprobó para su pesar.

Esa anomalía era una más entre las varias que atormentaban a las víctimas del terrorismo en Italia, tan similares a las que, por caso, siguen hostigando a las víctimas del terrorismo setentista en la Argentina.

DOBLE RASERO

Pese a que en su gran mayoría fueron identificados, apresados y juzgados con total respeto de los procedimientos legales vigentes, los terroristas italianos de izquierda, sostenía Calabresi, “no han sido repudiados como asesinos, sino que, con demasiada frecuencia, se los describe como perdedores, personas que han luchado en una batalla por unos ideales que no han podido ganar”. Sus víctimas, en cambio, fueron cayendo en el olvido, atrapadas en interminables trámites burocráticos y marginadas de la atención de la prensa, la “memoria histórica” y, hasta 2004, de los reconocimientos oficiales.

Ese es el otro gran tema de Salir de la noche. Sus páginas no se limitan a la familia Calabresi. Evocan también, con estremecedores testimonios directos, la suerte corrida por otras viudas, hijos o parientes de policías, médicos, periodistas y demás “blancos” de las bandas asesinas de izquierda.

Su lectura demuestra una vez más, por si hiciera falta, la persistencia de un dolor inicial que al correr de los decenios se vio agravado por el desprecio, el desinterés y la reescritura interesada de la historia. Un doble rasero que lastima casi tanto como las balas de los asesinos.

Así, en 2007, Mario Calabresi podía escribir esta frase que describía la situación de su país pero también la de la Argentina de entonces y de algún modo la de hoy en día: “En las librerías más grandes hay siempre un estante dedicado a los años de plomo, amplio, incluso, en algunas. Se trata casi siempre de libros escritos por los terroristas, con miles de matices, pero que cuentan la historia vista desde un lado. Luego están los volúmenes que reconstruyen las vicisitudes del terrorismo, pero casi nada que hable de las víctimas, de las personas que murieron, de su trabajo”.

SIN ODIOS

Salir de la noche fue uno de los libros que contribuyó a llenar ese vacío. Lo hizo con una prosa medida, precisa, centrada en el recuerdo de detalles cotidianos, siempre conmovedores, y sin el menor ánimo revanchista.

En ello Calabresi siguió el ejemplo de su madre, Gemma, que a pesar de haber quedado destruida por la tragedia, no quiso criar a sus tres hijos (el tercero venía en camino cuando ocurrió el asesinato) en el odio o el rencor. “He apostado por la vida”, sería una de sus frases de cabecera.

Vale citar por lo tanto el homenaje que el hijo le dedicó en el libro: “Alquiló una casa, encontró trabajo como profesora de religión en la escuela primaria y se esforzó con toda la energía que puede tener una mujer de veintiocho años…Lo consiguió, con nuestra complicidad y con una fe inquebrantable en la vida y en Dios”.

La madre volvió a casarse en 1982 y para sorpresa de casi todos lo hizo con un artista medio bohemio y con ideas de izquierda; en 1984 tuvo a su cuarto hijo. Mario Calabresi la imitó hasta cierto punto. Se casó con Caterina Ginzburg, nieta de la escritora Natalia Ginzburg y sobrina del historiador Carlo Ginzburg. La mención no es gratuita: en su tiempo la novelista había firmado una solicitada en repudio del comisario y el historiador escribió un recordado panfleto en defensa de uno de los condenados por el crimen.

¿Unión del agua y el aceite? El autor no lo creía así, al menos al momento de publicar el libro (su matrimonio se disolvió en 2020). Prefería ver en su caso y en el de su madre dos ejemplos de esa convivencia posible entre opuestos que el terrorismo había pretendido desterrar, el paradigma de “como podría ser nuestro país, si cayeran vallas y barreras”.

Otra vez la actitud de la madre se yergue como un ejemplo. ¿Cómo lo has conseguido?, le pregunta el hijo hacia el final del libro. He aquí su respuesta:

“He trabajado todos los días, el único antídoto contra la depresión, y he tratado de vacunarlos contra la pereza, contra el odio, contra la maldición de convertirnos en víctimas rabiosas. Esto no significa ser sumisos o enterrar la cabeza en la arena. Significa luchar para alcanzar la verdad y la justicia y seguir viviendo, a la vez que se renueva la memoria cada día. Hacer lo contrario sería plegarse totalmente al gesto de los terroristas, dejarse ganar por su cultura de la muerte”.