SE CUMPLIERON CUARENTA AÑOS DE LA MUERTE DE JULIO CORTAZAR

Vestigios de un antiguo fulgor

Entre homenajes y evocaciones, la obra del autor de ‘Rayuela’ provoca nuevas aproximaciones y miradas más o menos críticas. Un legado vigente pero discutido.

Cumplidos cuarenta años de su muerte llega la hora de los homenajes, las evocaciones, los balances. Julio Cortázar, uno de los jinetes del irrepetible boom latinoamericano, pero también el creador de un momento central en la vida de tres o cuatro generaciones de lectores que a través de sus libros se internaron en la literatura con mayúsculas.

¿Cuánto queda de aquel fulgor? La moda Cortázar, si alguna vez lo fue, pasó hace tiempo. El gusto general, arbitrario y cambiante, parece esquivo con el “grandisimo cronopio”. De Rayuela, el buque insignia de su apuesta por renovar las formas anquilosadas de la literatura, se afirma que envejeció mal y pronto. La poesía encuentra críticos y valedores en pequeñas cofradías de especialistas. Sus libros “almanaque” (La vuelta al día en ochenta mundos, Ultimo round) quedaron un poco perdidos en el pasado. Pero los cuentos siguen en pie, sobre todo si corresponden a las primeras cuatro recopilaciones, de Bestiario (1951) a Todos los fuegos el fuego (1966).

El Cortázar que trastornó el paisaje del cuento en idioma español, en la senda de Borges pero sin imitarlo, es el que encontró los temas, el tono y una singular forma narrativa entre las décadas de 1940 y 1960. Lo que vino después fueron variaciones o repeticiones con mayor o menor fortuna que pocas veces consiguieron igualar la calidad de sus relatos mejores.

Esta parte inicial de su obra es la que, tal vez, sigue invitando a los nuevos lectores del siglo XXI a ese territorio extraño, a medias realista y a medias fantástico, que es el entorno de su prosa engañosamente oral y ligera.

Una tierra hostil e incierta, habitada por solitarios, enfermos, maniáticos o alienados, y que deja a todo el que se interna en ella una perturbadora sensación de inhumanidad.

NUEVOS ECOS

Buena parte de ese universo encuentra eco en las obras de los numerosos escritores argentinos, con Luciano Lamberti, Mariana Enríquez o Samanta Schweblin entre los más notables, que en los últimos años se inclinaron a ensayar la variante del terror (tan de moda) o se demoran en una estación intermedia poblada por la irrealidad o el extrañamiento.

Schweblin siempre reconoció esa deuda y, días atrás, Lamberti la expresó de manera concreta en diálogo con la agencia Télam.

"Cortázar fue uno de los primeros escritores que me asustó de verdad -comentó-. 'Cartas de mamá', 'La puerta condenada', 'Casa tomada' son cuentos de terror, prácticamente. Pero además son cuentos esféricos, perfectos, que todavía me llevan a preguntarme cómo están hechos".

En el caso de Santiago Craig, otro epígono del nuevo milenio, la lectura del autor de Final del juego lo llevó "a no diferenciar el realismo de la fantasía o de lo fantástico".

"Yo leía a Cortázar siempre desde la literalidad, no desde el simbolismo o la metáfora -confesó a Télam-. Lo que pasaba en esos cuentos, en ese mundo que Cortázar me ofrecía era una de las formas posibles de la verdad y de lo cierto. Cortázar formó mi modo de ver la realidad y de escribir también. Lo que escribo, lo que leo, lo que vivo siempre pasa. Por más extraño y fantástico que sea. Cortázar me puso alerta, por suerte, me dejó saber: el mundo es raro".

Lamberti ha recordado un elemento que, según como se lo mire, puede ser la gran virtud cortazariana o su gran defecto. Cortázar, dijo, “es un escritor que todos leemos en el paso de la infancia a la adolescencia, un escritor de pasaje, y en ese sentido es crucial, porque tiene que ver más con el poder de la literatura y la imaginación”.

Del otro lado está la visión de César Aira, nada menos. El incontenible novelista de Pringles comentó en una entrevista concedida en el exterior que, medio siglo atrás, fue un entusiasta joven cortazariano pero que hoy, tras releer cuentos clásicos como “El perseguidor” o “Reunión”, no podría sentirse más lejos de aquella fascinación.

“Cuando los leí (originalmente) me parecieron la cumbre de la literatura, algo sublime, insuperable, casi como para desalentar la vocación de un joven porque ya estaba todo escrito -recordó-. Los volví a leer 30 años después y los encontré tan increíblemente malos, tan ridículos, son para reírse de lo malos que son. Y me pregunté: ¿tan estúpido era yo cuando era chico? Creo que no. Cortázar es el autor de iniciación. Yo consideraba tan buenos esos cuentos porque era lo que yo estaba en condiciones de escribir”.

EL OTRO, EL MISMO

Al igual que en la literatura, en la vida real existieron al menos dos Cortázar, el juvenil, apolítico, refinado y cultísimo, que vivía para y por la literatura, y el otro, ya mayor, emigrado a Europa, que se abrazó a las contiendas políticas y a la agitación pública como una aparente forma de compensación por la soledad de sus años formativos.

El primero escribió los relatos inolvidables que (a pesar del exigente Aira) difícilmente dejen de leerse. El segundo, menos creativo, se desperdigó en manifiestos, marchas, campañas de propaganda y los deberes del “compañero de ruta” del socialismo latinoamericano, tal como se irradiaban desde las usinas ideológicas de la Cuba revolucionaria.

Antiguos aliados convertidos en suaves contradictores, como Octavio Paz o Mario Vargas Llosa, han insistido en que la transformación cortazariana, difícil de entender por lo extrema, no respondió a intereses ocultos ni a motivos rastreros.

La mudanza habría sido genuina, escribió el peruano en un emocionado prólogo a los Cuentos completos del argentino, “más dictada por la ética que por la ideología (a la que siguió siendo alérgico) y de una coherencia total”. Según Paz, Cortázar “descubrió la política y abrazó con fervor e ingenuidad causas que a mí también, años antes, me habían encendido, pero que ya entonces juzgaba reprobables. Dejé de verlo, no de quererlo. Creo que él tampoco dejó de ser mi amigo”.

Mucho habría influido en ese trastorno el fin del matrimonio de Cortázar con la extraordinaria Aurora Bernárdez, la compañera ideal del tímido gigantón de aspecto aniñado que partió a Europa en 1951 cansado del peronismo y sus ruidosas molestias.

A Bernárdez la reemplazó la lituana Ugné Karvelis, una fogosa periodista y editora de Gallimard que habría extraído a Cortázar de su cuidadoso reducto privado y lo sumergió en el mundo, nuevo para él, del erotismo, las drogas y la militancia política izquierdista.

Por influencia de la imponente báltica el lampiño hizo un tratamiento hormonal para que le creciera la barba y se asomó, tardíamente, según le confesó a Vargas Llosa, a los tentadores encantos de la carne. “Lástima, Mario, que esto me pille ya tan viejo”, le dijo al peruano, según puede leerse en el indiscreto y fascinante Aquellos años del boom, de Xavi Ayén.

Sus amigos literarios de entonces, casi sin excepción, lamentaron el cambio y apuntaron todos sus dardos contra Karvelis, un personaje muy influyente, típico de la “guerra fría”, pero del que poco se ha indagado.

Para el español Juan Goytisolo se trataba de “una mujer terrible, la mayor intrigante que he conocido”, apuntó Ayén. Miriam Gómez, la esposa del genial cubano Guillermo Cabrera Infante, la acusaba de haber metido a Cortázar en una “fantasía conspirativa” y de manejarlo “completamente”.

El idilio tempestuoso, que había arrancado en Cuba en 1967, duró hasta 1978. La tercera mujer en la vida de Cortázar fue la estadounidense Carol Dunlop, en la que algunos, escribió Ayén, “han visto como la síntesis entre Bernárdez y Karvelis”.

El Cortázar del final, el que volvió por una semana al país en 1983, sufría una enfermedad misteriosa y arrolladora que podría haber sido leucemia, y que acaso fue la misma que, en noviembre de 1982, había llevado a la tumba a Dunlop a la corta edad de 36 años.

Pero también en ese punto persisten las dudas y las versiones discordantes, y fuentes tan íntimas como la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi creen hasta el día de hoy en que el mal era el sida, entonces desconocido, que el escritor habría contraído en 1981 en Francia al recibir una transfusión de sangre contaminada.

Aquel retorno fugaz de Cortázar durante la transición alfonsinista fue una despedida no pronunciada pero intuida por muchos. Murió el 12 de febrero de 1984, de regreso en su patria adoptiva. Allí, junto a los de su última mujer, reposan sus restos desde entonces.