Con perdón de la palabra

Una luz en la caldenada

Ricardo Zuberbühler era primo de mamá, ya que sus madres eran hermanas (respectivamente Celina Pirovano de Zuberbühler, Chileca, y Catalina Pirovano de Pirovano, Cata). Huinca Hué, nuestro campo, era vecino de La Celina, propiedad de Zuberbühler. Así que Ricardo venía a visitarnos de vez en cuando. Pero no era La Celina el único establecimiento de los Zuberbühler. Tenían y tienen unos cuantos más, distribuidos en distintos puntos del país. Ricardo administraba, entre otras, una de esas estancias: El Puma, en la localidad de Epupel, provincia de La Pampa.

La característica más destacada de El Puma es que buena parte de su extensión la constituían grandes caldenadas. El otro detalle a tener en cuenta es que contaba con un puesto, el cual se hallaba a buena distancia del casco, rodeado de caldenes y habitado por un puestero que lo ocupaba desde hacía bastantes años.

Una tarde -la tengo bien presente-, probablemente a fines de los 40, Ricardo Zuberbühler vino a tomar el té a Huinca Hué (la hora del té era la preferida para sostener la vida social mediante visitas entre quienes, sea en forma permanente, sea en calidad de veraneantes, poblábamos las estancias de la zona). Y fue en esa oportunidad que narró la espléndida historia que reproduzco a continuación, cuyos detalles recuerdo nítidamente y que constituye un modelo perfecto en su género.

­

EL PUESTERO­

El puesto de El Puma al que acabo de hacer referencia estaba, como dije, bastante retirado del casco. Y, repito, un puestero lo ocupaba desde tiempo atrás. Cosa que explica la sorpresa del mayordomo -Chávez de apellido- cuando se le apersonó un día para pedirle le arreglara las cuentas, pues había decidido renunciar a su trabajo.

Inútil fue la insistencia de Chávez para que le hiciera conocer las razones de su decisión. Tímido y reservado dio mil vueltas pero no soltó prenda. Por fin, vista la inutilidad de sus inquisiciones, el mayordomo se dio por vencido y le hizo pagar al puestero la plata que le correspondía.

Pero ocurrió que, días o semanas después, supo Chávez que el hombre se había colocado no lejos de allí, teniendo que trabajar más y ganando menos en sus nuevas funciones. Cosa que le llamó la atención hasta el punto de ir a verlo para volver a preguntarle el motivo de su renuncia.

Mantuvo el requerido sus evasivas hasta que, por fin, acosado por Chávez respondió diciendo:

-Vea, señor, si le digo por qué me fui usted se va a reír de mí. -Faltaba más -lo tranquilizó el mayordomo-, cuénteme qué le pasó. Y así, asediado, como quien accede a que le arranquen una muela, relató el interrogado que había dejado su trabajo porque, a partir de un momento dado, una luz -luz mala, se entiende- le había empezado a hacer la vida imposible. Noche a noche aparecía, ocasionando un barullo de perros que aullaban aterrados, enloqueciendo al caballo nochero, que se había disparado en más de una ocasión.

Según temía el hombre, Chávez no tomó en serio su historia. Pero, advirtiendo no obstante que la decisión de abandonar definitivamente el puesto era firme por parte de su interlocutor, terminó por admitirla. De modo que resolvió proveer la plaza vacante.

Y empezó el desfile de candidatos a puestero. Que mantenían su candidatura pocos días. O pocas noches, para ser preciso. Pues, en efecto, no aguantaban mucho más de una o dos. Transcurridas las cuales abandonaban el puesto, en los dos sentido del término. Contando siempre la misma historia.

Historia que consistía en lo siguiente: cerrada la noche, en un momento dado empezaban a ladrar los perros desesperadamente, se asustaban los caballos y aquel que se animara a investigar qué pasaba observaría una gran bola de fuego que, navegando a distintas alturas, sea a flor de tierra, sea rebotando en las copas de los caldenes, causaba esos efectos en los animales.

­

HOMBRE DE AGALLAS­

Entre los postulantes hubo un correntino, hombre de agallas que manifestó no temer a luces ni aparecidos. Y que se dispuso a pasar allí la noche, proveyéndose de una estampita y un revólver de grueso calibre. ­

Luego contaría que, terminada la cena y cuando se aprestaba para dormir, comenzó el consabido revuelo de los perros y la inquietud de los caballos. De modo que abrió la puerta para corroborar su causa. Dando así de manos a boca con aquella bola de fuego que flotaba frente a ella, como aguardándolo. ­

Trancó el correntino la puerta, prendió una vela a la estampita y, al día siguiente, comunicó su firme decisión de no volver al puesto.

Como el problema se prolongaba, Chávez no tuvo más remedio que informar a Ricardo sobre la situación planteada. Que éste tomó un poco a la chacota, atribuyéndola a sugestiones de gente crédula y con poca instrucción. Sin embargo, a fin de contar con más elementos de juicio, le encargó a un pocero alemán -hombre instruido- que averiguara lo que estaba sucediendo.

En su siguiente viaje a El Puma, preguntó Ricardo al alemán qué había averiguado, respondiéndole éste que la situación era real y no le encontraba explicación. Que la luz aparecía en cualquier momento de la noche, con cualquier estado del tiempo, con viento y sin viento, con neblina y sin neblina, con seca o humedad, con cielo limpio o encapotado, a distintas alturas y moviéndose en un área bastante extensa. Agregó que había pensado que podía tratarse de unos grandes murciélagos luminosos que existían en algún lugar de Alemania. Pero que esa luz -a la cual había visto- nada tenía que ver con tal clase de murciélagos ni con nada que se les pareciera.

­

A LA FUERZA­

Así las cosas viajaban una noche Ricardo y Chávez, en automóvil, desde El Puma a La Celina. Y venían hablando de la luz y de los inconvenientes que suponía su presunta aparición, ya que nadie duraba en el puesto. Preguntó Ricardo:

-Vos no creerás esas historias ¿no?

-Y... a la fuerza tengo que creerlas porque también vi la luz.

-No puede ser, con tu educación y creyendo cuentos de paisanos.

-Vea, señor. Sáquese las dudas. Allí, a la derecha, está la luz.

Contaba Ricardo que se trataba de un camino transversal que cortaba aquel por el que iban. Y que, a cierta distancia, brillaba intensamente una luz. No vaciló y giró a la derecha, resuelto a establecer de qué se trataba aquello. Tomó la precaución de mirar el cuentakilómetros, pudiendo establecer así que anduvieron una legua, es decir cinco kilómetros. Hasta tener la sensación de que pisarían la luz. ­

Se destacaba, brillante bajo el resplandor de los faros. O sea que era más intensa que éste. Y aparecía, efectivamente, como una bola de fuego, rojiza, de aproximadamente un metro de diámetro, flotando a cierta altura del suelo, algo a la derecha del camino. ­

Frenó Ricardo el coche y se quedó inmóvil, mirando lo que tenía ante sí, cuya existencia ya no podía negar. Fue entonces cuando la luz, muy lentamente, empezó a moverse de derecha a izquierda, suspendida en el aire, cruzando el camino. Alcanzado el otro borde del mismo se detuvo y, después, se comenzó a elevar hasta disolverse ante los ojos de Ricardo y Chávez.

Tardaron éstos un buen rato en recobrarse. Por fin Ricardo le dijo a Chávez: -Qué cara que tenés.

A lo cual respondió el encargado, entre irónico y respetuoso: -Y usted no se vé la suya. ­

Bajaron del coche, recorrieron el lugar y nada encontraron. Resolviendo, eso sí, demorar el viaje y volver a El Puma para pasar la noche. Al día siguiente regresaron al sitio de su encuentro con la luz. Para hallar allí solamente sus propias huellas. ­

Hasta aquí la historia que Ricardo Zuberbühler relatara aquella tarde en Huinca Hué, mientras tomaba el té. A la cual le haré sólo un agregado para completarla. ­

Pues a mi padre le impresionó el relato. Respecto al cual nos dijo:

-En esos campos de La Pampa hubo muchas muertes. Indios y milicos que cayeron en los encuentros sostenidos durante la conquista del desierto. Discusiones de boliche que terminaban en peleas a cuchillo. Asaltos de bandoleros como Bairoleto. Y, a veces, las almas del purgatorio piden sufragios de maneras sorprendentes. Cuando vaya a Lihué Calel, al pasar por General Acha le encargaré a los salesianos que celebren algunas misas por esa alma que puede estar pidiendo oraciones mediante las apariciones de la luz en Epupel. Papá cumplió su propósito. Y la luz dejó de aparecer.­