Tras la inscripción de las precandidaturas para las PASO se puso en marcha una campaña presidencial signada por las extravagancias. La más notoria es que con 130% de inflación, salarios deprimidos y una pobreza desoladora el oficialismo proponga como presidente al ministro de Economía.
Pero como con eso pareció no alcanzarle bendijo también la precandidatura de un personaje como Juan Grabois, vinculado al Papa, paladín del pobrismo y fustigador del FMI, organismo con el que el ministro negocia desesperadamente un apoyo financiero imprescindible para que una amenazante crisis cambiaria no le provoque un desastre electoral al peronismo.
Nadie, de todas maneras, se toma en serio a Grabois. Lo consideran una oferta marginal para el “progresismo” o los votantes peronistas de izquierda, que además de ser una minoría, constituyen una verdadera anomalía ideológica. Se supone que sin esa contención los votos K emigrarían a la izquierda trotskista, un riesgo más ficticio que real, dado el escaso nivel de adhesión de esos grupos marginales.
¿Cómo hace campaña un candidato poco creíble por sus antecedentes de travestimo político y que no puede prometer seriamente una solución para el problema inflacionario? Muy simple, sin hablar de inflación ni de un programa económico que el gobierno al que pertenece no formuló en sus cuatro años de mandato. Lo logra sin sobresaltos gracias al silencio de los medios y la nula interpelación de los candidatos opositores. También mediante una prudente decisión: rehúye los actos de militantes K y privilegia las “caminatas” en ambientes controlados. Evita así sofocones y maneja mejor la prensa que se nutre de sus comunicados.
Otra excepcionalidad de la campaña es que Massa juega el papel de populista “moderado” que en 2019 jugó Alberto Fernández con el resultado a la vista. El peronismo en el poder apela a la misma receta que le permitió ganar hace cuatro años, pero que también lo llevó a la actual situación de vulnerabilidad. No parece desbordado por nuevas ideas.
La oposición, sin embargo, no está en condiciones de aprovechar esa vulnerabilidad. Presenta dos precandidatos disímiles. Uno, Patricia Bullrich, que propugna un cambio de la matriz populista y corporativa. Otro, Horacio Rodríguez Larreta, que quiere aparecer como “moderado”, al igual que Fernández antes y Massa ahora. Es indistinguible de los peronistas, por eso salió ayer a decir que ya no era amigo del ministro. Le faltó poco para decir que ese había sido un pecado de juventud.
Bullrich no arrastra ese lastre y encaró una campaña basada en los sentimientos. No explica cómo va a restaurar el orden económico, ni en las calles. No se expone a la polémica; muestra como garantía su determinación, un rasgo de carácter del que Rodríguez Larreta carece y ahora trata de impostar. Con esa estrategia a Bullrich le ha ido bien y le ha evitado que el marketing que muchas veces aplica exageradamente el jefe de gobierno la exponga al ridículo. No se sabe, en cambio, si le alcanzará para ganar las PASO y la general, porque los factores de poder tienen otros candidatos.