Hace exactamente un lustro, el 18 de octubre de 2019, y con motivo aparente en la suba de las tarifas del transporte público y el alza paralela del costo de la energía eléctrica, se desencadenaron en Chile un conjunto extenso, violento y variado de protestas que prácticamente cubrieron el país a partir de un estallido inicial en Santiago. Estas se prolongaron por cinco meses cabales, hasta marzo del 2020, cuando la pandemia comenzó a copar la escena.
Durante ese semestre se registraron, como consecuencia de los disturbios al menos 34 muertos y 3.400 hospitalizados, sumados a unos 8.800 detenidos, buen número de tiroteos e incendios, en un marco de estado de emergencia y toque de queda en diversas regiones del país. Se exigió la renuncia del presidente Piñera (centro-derecha) pero éste resistió la embestida. No ocurrió lo mismo con la moneda chilena, que experimentó una fuerte devaluación, ni el conjunto de la economía, boyante desde los ’80, que no pudo evitar el sacudón.
Ahora bien: ¿Cuáles fueron las consecuencias políticas inmediatas de semejante tsunami, mas allá de que Piñera pudiese finalmente cumplir su mandato? En el orden institucional, la realización de un plebiscito nacional en que el 80% de los votantes dijeron sí a la puesta en marcha de un proceso constituyente destinado a reformar la Carta heredada del general Pinochet. Mientras tanto, en el plano de la configuración de la oferta partidaria, el efecto notorio fue la declinación de las formaciones tradicionales, como RN y la UDI a la derecha y la DC y el PS en el centro-izquierda, superados por diversas formaciones progresistas, el crecimiento del Comunismo y el ascenso del Partido Republicano, expresivo, quizás, de un populismo derechista. Esta reconfiguración es el antecedente próximo de la elección presidencial de Gabriel Boric en diciembre de 2021 y de la peculiar conformación de la Asamblea Constituyente reunida a partir de julio de ese año. Esta sancionó una nueva Constitución que sería contundentemente rechazada por el electorado, el cual –meses después- volvió a rechazar un nuevo proyecto, éste de matriz conservadora. En lo que hace al Ejecutivo, junto a Boric -un progre light-, la estratégica Secretaría General fue ocupada por Camila Vallejo, exlíder de las Juventudes Comunistas, alcanzando así el PC chileno una situación de poder que no había logrado desde los tiempos de Allende. Es decir medio siglo atrás.
Si, más allá de la crónica y de los enfoques meramente jurídico-institucionales, pretendemos asomarnos a las relaciones de fuerzas y a las dinámicas profundas que van emergiendo del proceso político, observamos que, a lo largo de un trienio, en Chile se rompió el consenso pospinochetista, radicado en la apertura económica y la continuidad de un Estado central fuerte, consenso que se había fundado –a lo largo de casi treinta años- en un arco de partidos representativos de más del 80% de los votantes y que fueron las víctimas notorias de La Insurrección.
Esta ruptura llevó a diseñar un nuevo escenario caracterizado por:
* La creciente fragmentación y fluidez del espectro partidario.
* El avance de propuestas económicas socializantes casi inaudibles en las décadas precedentes.
* El ascenso de las reivindicaciones indigenistas que llegaron a plantearse en términos de “plurinacionalidad”.
En general, un aflojamiento de la aptitud del Estado para mantener el monopolio de la coacción que se manifiesta en un notorio avance del Crimen Organizado Trasnacional.
Estamos, pues, lejos de la disciplina autoritaria del pinochetismo, pero también de la “transición razonable” llevada adelante por la mayoría de los partidos luego de 1990. Como si se mirase en el espejo de la Madre Patria, escenario de otro proceso democratizador a partir de 1978, Chile se vi de pronto ante una crisis de representatividad política acompañada de tendencias territoriales centrífugas y de una declinación en la aptitud del Estado para desempeñar con acatamiento general sus funciones específicas.
En este cuadro, puede estimarse que si las marcas macroeconómicas del país trasandino siguen siendo positivas en el marco de la región, ello se debe en buena medida a las cuatro décadas previas cuyos actores han desaparecido ya o están desapareciendo de la escena.
En suma, el saldo histórico de La Insurrección quizás consista, para los observadores del futuro, en una fragmentación acusada del sistema de partidos sumada a un relajamiento del que durante mucho tiempo pasó por ser “el Estado más serio de América Latina”.
Si tenemos en cuenta el crecimiento de la influencia de potencias extrarregionales en toda Sudamérica, un efecto que no deja de ser preocupante.