El debate entre los candidatos a presidente confirmó una vez más su ineficacia en relación con lo que se cree que es su objetivo principal: que los votantes reciban información a partir de la cual decidir racionalmente en el cuarto oscuro.<
Lo emitido por TV el domingo ante la expectativa general fue una representación, un “acting” de dos políticos entrenados por sus asesores en el que ni Sergio Massa dio explicaciones sobre cómo resolverá la crisis que ha agravado peligrosamente, ni Javier Milei aclaró lo fundamental de su propuesta: las consecuencias sociales de la dolarización y de la reducción del gasto público.
El espectáculo fue decepcionante por varias razones. La primera, que un debate legalmente obligatorio es un despropósito. Nadie razona o argumenta bajo amenaza legal y, si lo hace, se producen engendros de sinsentido.
En un sistema fundado sobre la libertad de conciencia y el Estado de Derecho, el diálogo no puede ser sino voluntario. Lo contrario es reducir las prácticas democráticas a espectáculos circenses de los que los votantes no extraen ninguna conclusión. Una parodia del tipo titanes en el ring.
Alegar en su defensa que es una costumbre en países civilizados con una larga tradición de respeto a la democracia, como los Estados Unidos, constituye una falacia. La calidad institucional no depende de formalismos; el respeto a la Constitución y las leyes deriva del “ethos”, la forma de vida, el comportamiento o la mentalidad de una comunidad política antes que de normas regulatorias.
Los niveles de corrupción, por ejemplo, dependen menos de la existencia de leyes anticorrupción que de la tolerancia social a esa lacra expresada a través del voto.
En cuanto al Debate 2023, lo central resultó un forcejeo en el que Massa intentó desequilibrar a Milei pidiéndole explicaciones. El reino del revés: el que tiene el poder en lugar de justificar cómo lo usa, planteó al opositor la exigencia de que diga cómo lo usaría en caso de obtenerlo. Un ejemplo más de un país surrealista en que los aplazados toman examen y ejercen de profesores.
Ese ardid trasladó la batalla argumental al terreno psicológico. Massa intentó que su adversario perdiera el control para exponerlo como un enajenado, lo que no ocurrió, aunque sirvió para mostrarlo lento y falto de recursos dialécticos. Un simple amateur.
Por su parte, Milei no supo conducir la discusión hacia el terreno que más lo favorecía. Dejó la imagen de un tigre de papel. Nunca incomodó a su rival, parapetado detrás de una máscara granítica que la realidad no penetra.
Massa, según la opinión general, ganó el debate, pero eso no representa una señal de que será mejor gobernando después del 10 de diciembre de lo que lo ha sido hasta ahora.
En ese plano el “debate” fue una prueba más del divorcio entre la habilidad para acceder al poder y la capacidad para gobernar eficazmente. El kirchnerismo es el ejemplo perfecto de ese lamentable divorcio.