Un clásico llevado al límite
'La verdadera historia de Ricardo III' en versión de Calixto Bieito, en el Teatro San Martín.
‘La verdadera historia de Ricardo III’, de William Shakespeare. Dirección: Calixto Bieito. Traducción: Lautaro Vilo. Dramaturgia: Adrià Reixach. Escenografía: Barbora Horáková Joly. Vestuario: Paula Klein. Iluminación: C. Bieito, Omar San Cristóbal. Música y sonido: Janiv Oron. Video: A. Reixach. Actores: Joaquín Furriel, Luis Ziembrowski, Ingrid Pelicori, Belén Blanco, María Figueras, Marcos Montes, Luciano Suardi y otros. Duración: 110 minutos. En la Sala Martín Coronado del Teatro San Martín.
Hay cuerpos que se ofrecen al espectáculo como materia orgánica de un rito sin piedad. El de Joaquín Furriel, animalizado hasta el umbral de lo humano, introduce la escena cargando, al mismo tiempo, el peso del espanto y del ridículo. Su ingreso interrumpe un festejo que celebra la victoria de los York y la instauración de una paz precaria tras el exterminio de los Lancaster. Ricardo entra con serpentinas en el cuello, una corneta en la mano y una sonrisa descolocada. Esa entrada se superpone con el lamento fúnebre sobre el cuerpo del antiguo rey, arrastrado por una figura femenina vestida de luto. La escena, estructurada como un contrapunto entre júbilo grotesco y duelo sin consuelo, convierte la celebración en parodia. Aquello que se presenta como reconciliación opera como mascarada: una escenificación hueca, sostenida por un cotillón decadente y una atmósfera artificial de concordia, que encubre la aniquilación. En ese plano, el poder se manifiesta como artificio visual y técnico, capaz de imponerse sin necesidad de justificación. La fiesta organiza el cuadro inicial como ritual donde el horror, estetizado hasta el límite, se impone como forma dominante de la representación.
CRUCE VERBAL
En sintonía con esa lógica, el cuerpo de Ana Neville, viuda del príncipe Eduardo de Westminster, único hijo del rey Enrique VI y heredero del trono por la Casa de Lancaster, aparece absorbido por la maquinaria escénica. Su esposo también fue asesinado por Ricardo, tras la batalla de Tewkesbury. La tragedia de Shakespeare ubica a Ana en el centro de una escena crucial: un enfrentamiento verbal con Ricardo, que culmina en un giro perturbador. La joven viuda, aún vestida de luto por su esposo y su suegro, accede a casarse con el asesino de ambos, seducida por el cinismo y los ardides retóricos de quien pronto se convertirá en Ricardo III. Ana desfila en silencio, arrastrando un cuerpo sin nombre ni palabras, convertida en figura subordinada, sin posibilidad de intervenir. Privada del pathos de la viudez y del conflicto verbal que en Shakespeare articula duelo, odio y manipulación, queda reducida a imagen residual, integrada al dispositivo visual que sostiene el espectáculo.
Desde ese primer cuadro, el cuerpo del protagonista asume una forma de abyección política: un cerdo humano, o un humano reducido a cerdo, dispuesto para una celebración carente de sentido.
Esta imagen, fundacional y obscena, instala el régimen escópico que estructura la puesta ‘La verdadera historia de Ricardo III’, dirigida por Calixto Bieito, director catalán reconocido por sus lecturas radicales del repertorio clásico, en la Sala Martín Coronado del San Martín. El cerdo, animal impuro en la tradición evangélica, funciona como zona de tránsito entre el cuerpo y el demonio. Figura de lo expulsado, porta en su carne la marca de lo satánico, tal como sugiere el Evangelio de Lucas, donde los demonios, al salir del cuerpo humano, buscan hospedaje en una manada porcina. Bieito retoma esa inscripción simbólica y la reubica en clave política al presentar lo monstruoso como principio estructurante del poder soberano. A partir de esa escena inaugural, Ricardo comienza a tramar su conspiración.
VILLANO ABSOLUTO
Este Ricardo que retorna desde la escena de los siglos se proyecta como figura residual y persistente de una forma del poder que sobrevive a su tiempo. No responde al personaje histórico que gobernó Inglaterra entre 1483 y 1485, ni a la imagen deformada que los Tudor promovieron con Shakepeare para justificar su derecho al trono. En el marco del teatro isabelino, su figura encarna una alegoría de la alteridad que legitima el nuevo orden. El dramaturgo inglés lo construye como villano absoluto en una pieza que, según las convenciones del drama histórico de fines del siglo XVI, no solo narra un episodio del pasado, sino que organiza un sistema de analogías destinado a fundar el presente. La escena teatral de ese período, todavía impregnada por la lógica del ciclo medieval y por la herencia alegórica del teatro religioso, articula espectáculo, instrucción y consolidación política.
Así, Ricardo III deviene en la personificación de una anomalía necesaria: su monstruosidad permite dramatizar el tránsito hacia una soberanía ordenada, asegurada por la providencia y sancionada por la historia. La deformidad, el engaño, la seducción discursiva y la violencia programada no solo configuran un personaje, sino que estructuran un dispositivo teatral que, en nombre de la moral, autoriza la manipulación del pasado como forma de control del porvenir.
Calixto Bieito, más de cuatro siglos después, evita toda forma de reactualización y opta por diseccionar esa figura como resto activo, aún capaz de operar en los pliegues de nuestra cultura política. Su puesta parte de una imagen que condensa esa lógica espectral: el cuerpo de Ricardo, exhumado en 2012 bajo un estacionamiento de Leicester, ya no pertenece a la historia sino al archivo forense. Desde allí, Bieito construye una versión que articula, en clave trágica y grotesca, un linaje que va de Edipo a Macbeth y de Calígula al presente. Si el teatro clásico organizaba sus infiernos alrededor de la hybris, esta puesta desplaza ese eje hacia un campo profano, donde los signos se disuelven en una materia degradada. La tragedia encuentra una nueva superficie: menos sagrada, más viscosa.
DUPLICIDAD
El uso de la maquinaria escénica desarticula la progresión narrativa y fragmenta el ritmo dramático. Las sillas dispuestas como mobiliario asambleario se desplazan con una coreografía seca. Todo se mueve, pero nada progresa. El tiempo no fluye, se estanca.
La transición entre los dos tiempos históricos (el de la intriga palaciega isabelina y el de la temporalidad forense contemporánea) no se produce mediante sustituciones de elementos ni por mutaciones escenográficas, sino por el trabajo de los cuerpos. En ese desplazamiento, el Ricardo que retorna emerge menos como emblema del pasado glorioso de la historia nacional inglesa o como pieza consagrada del repertorio shakespeariano, que como residuo: un cadáver hallado en un predio urbano, un resto que persiste desde su materialidad exhumada.
Cada actor duplica su papel con otro rol menor, como si la identidad fuera un efecto de la función y no de la máscara. Menos Furriel, que concentra la energía actoral en una sola figura, todos los demás componen con economía milimétrica una galería de funcionarios, cortesanos y fantasmas que circulan por el espacio con la misma lógica de una maquinaria implacable.
En ese cruce de temporalidades, el cuerpo se vuelve el centro operativo de la escena. Articula el paso entre épocas y permite observar la transformación del dispositivo trágico. Sin representar una interioridad ni una conciencia individual, el cuerpo se presenta como superficie expuesta, intervenida por una mirada que registra gestos, marcas y residuos. La puesta instala una lógica forense: lo visible se examina como prueba y los personajes quedan reducidos a indicios corporales.
Esta operación se explicita desde las primeras acciones. Ana, al enfrentar a Ricardo por el asesinato de su esposo, le escupe encima con violencia y luego se arranca mechones de cabello. El cuerpo queda alterado, tenso, quebrado en su forma. Cada signo que podría remitir a un orden ceremonial, como el vestido, el peinado o la postura, se contamina o se disgrega. Lo que aparece en primer plano ya no remite a la representación de un carácter sino a la materia de un cuerpo atravesado por la exposición: saliva, pelo, tensión muscular, residuos.
Dentro de esa lógica, la caída pierde relación con toda estructura basada en la expiación. Las acciones avanzan sin una finalidad restitutiva y desembocan en una deriva grotesca. Las consecuencias se acumulan sin producir resolución. El castigo, despojado de función ejemplar, apenas alcanza a clausurar el espanto.
Esa vitrina se construye visualmente mediante una estructura móvil de hierro, semejante a un loft, que delimita el espacio escénico a partir de tubos de luz fría, superficies negras y un fondo opaco. En la parte trasera, una mesa blanca de apariencia quirúrgica funciona como centro técnico y foco de atracción visual. Esta estructura sostiene, durante buena parte de la obra, un plano superior donde se desarrollan las escenas de intriga y manipulación verbal. En ese nivel, Eduardo pronuncia su parlamento final sobre un pequeño escenario elevado, dispuesto como un trono, en una composición que combina solemnidad y fragilidad. Cuando ocurre su asesinato, el dispositivo desciende y habilita otro registro escénico vinculado con la dimensión forense.
Ese mismo andamiaje, hasta entonces suspendido como plataforma cortesana, también desciende abruptamente durante la ejecución de Hastings. La escena ocurre dentro de un automóvil anaranjado cuya irrupción intensifica el realismo y establece una filiación visual con los crímenes políticos de los años setenta. Aunque el efecto interrumpe la continuidad escénica, produce una condensación visual de la violencia. Puede leerse allí una correspondencia con la película ‘Rojo’, de Benjamín Naishtat, donde el automóvil funciona como emblema del pasaje entre legalidad institucional y represión parapolicial.
En ‘Ricardo III’, esta reconfiguración del espacio escénico habilita una transición entre dos regímenes de acción. Por un lado, el de la política ceremonial; por otro, el de la maquinaria de eliminación. La incorporación de pantallas que reproducen fragmentos de lo que ocurre en escena, junto con imágenes documentales y primeros planos de los rostros, configura un sistema visual que duplica la acción, la disloca y reorganiza su percepción. Estas proyecciones ya no amplifican la escena sino que construyen otra capa de sentido. Las pantallas funcionan como operadores visuales activos: encuadran, manipulan y transforman lo representado.
IMAGENES
Dentro de ese sistema se despliegan tres operaciones visuales que inciden sobre la construcción de sentido. La metonimia se produce cuando los fragmentos corporales amplificados en primer plano reemplazan al cuerpo completo y lo traducen en signos parciales. La analogía emerge cuando la proyección de imágenes documentales, como retratos de pinturas de la época isabelina, establece una relación visual entre el universo ficticio de la puesta y escenas reconocibles del pasado. Por último, la disonancia temporal aparece cuando estos materiales se superponen con el desarrollo dramático sin responder a una sincronía lineal. Esa fricción genera cortocircuitos entre el tiempo narrativo y los tiempos sociales evocados.
Durante el asesinato de Eduardo, el cuerpo queda expuesto, mientras se proyecta un electrocardiograma en tiempo real. En el instante final, la línea se detiene sobre la imagen ampliada de un corazón inmóvil. Esta operación desplaza el pathos hacia una lectura clínica, donde el cuerpo ya no remite al dolor como expresión del alma, sino que se convierte en dato medible, captado por un sistema técnico. De forma simultánea, la aparición de imágenes del pasado actúa como contrapunto anacrónico. El cruce entre esos materiales reactiva la dimensión política del gesto escénico. Para el espectador contemporáneo, ese montaje superpuesto de restos y ficciones funciona como una advertencia: toda verdad histórica, incluso la que parece surgir del cuerpo exhumado, es inseparable de los regímenes que la producen. La obra revela que mirar el pasado, incluso con las herramientas más objetivas, no es un acto neutro sino una intervención que dice algo sobre quién mira, para qué lo hace y qué desea encontrar. En ese cruce entre evidencia forense y tragedia clásica, el espectáculo interpela al presente: nos confronta con los dispositivos científicos, escénicos e ideológicos con los que administramos la memoria, gestionamos los restos y ordenamos lo que llamamos historia. Como ocurre cuando reaparecen cuerpos del pasado reciente, el hallazgo desestabiliza las versiones aceptadas y obliga a revisar lo que el presente hace con lo que pasó. Cada cuerpo exhumado, ya sea desde una fosa común o en un estacionamiento, altera la trama establecida, introduce preguntas nuevas y deja expuesta la fragilidad de los relatos con los que intentamos explicar lo que pasó.
A partir de esa articulación, la escena se configura como una vitrina de poder. Allí, la exposición de los cuerpos y la manipulación de las imágenes funcionan como formas de control que intervienen sobre la percepción y transforman el estatuto de lo visible. El pathos trágico cede lugar a un tipo de evidencia que se organiza como registro médico, mientras la monstruosidad se presenta como un cuerpo disponible para la administración técnica del poder. La imagen detenida del electrocardiograma sobre el corazón inmóvil intensifica esa conversión, al inscribir la muerte en un sistema instrumental que registra, captura y archiva.
Así, el dispositivo escénico se organiza a partir de un principio constructivo basado en la alternancia entre dos tiempos históricos y dos espacios diferenciados. Por un lado, la época de Shakespeare, con su teatro de corte y su retórica de la intriga palaciega. Por otro, el tiempo del hallazgo del cuerpo de Ricardo en 2012, que resignifica la tragedia desde una mirada forense, política y mediática. Estas temporalidades, como se ha dicho, no se representan de forma lineal sino que se entrelazan en una estructura visual que activa relaciones de tensión, superposición y rebote entre escenas.
DOS PLANOS
El plano elevado de la estructura metálica sostiene las secuencias institucionales: los pactos, las alianzas, la manipulación retórica. El plano inferior condensa, en cambio, la dimensión parapolicial, el secreto operativo, la zona de aniquilamiento. Entre ambos regímenes escénicos se despliega una oscilación que trasciende los cambios de lugar o altura, y remite a una alternancia de lógicas: lo dicho y lo callado, lo visible y lo encubierto, lo legal y lo clandestino. El montaje expone esa tensión como un conflicto irresuelto, allí donde la imagen, la palabra y el cuerpo se enfrentan a la pregunta por la forma del poder.
Desde aquí se vuelve posible interrogar el estatuto del cuerpo de Ricardo, cuya visibilidad se carga de significación política. Su anomalía deja de funcionar como índice de interioridad o marca de desvío subjetivo, y se presenta como condensación simbólica de una racionalidad que organiza el poder a partir de la violencia. Como se recordará, la presunción histórica de su joroba fue confirmada en 2012, cuando el hallazgo del esqueleto bajo el estacionamiento de Leicester permitió constatar la existencia de una escoliosis severa.
Ese dato forense, incorporado escénicamente por Bieito, desplaza la monstruosidad del plano psicológico al terreno de lo visible y lo material, y vuelve operativo el cuerpo como superficie de inscripción política.
Esa misma lógica atraviesa la construcción visual de la puesta, donde los cuerpos dejan de ser soporte de identidad para convertirse en signos dentro de un sistema que los organiza, los diferencia y los jerarquiza. En ese plano, el vestuario femenino parecería abandonar toda función mimética para asumir, en cambio, una carga simbólica vinculada a posiciones diferenciales dentro del entramado de fuerzas que estructura la escena. Cada color podría señalar no tanto un rasgo subjetivo cuanto una inscripción política del cuerpo en el dispositivo escénico. Dentro de una escena marcada por la homogeneidad visual de los varones, vestidos con trajes negros, los cuerpos femeninos interrumpen ese patrón y configuran otra forma de presencia. El vestuario introduce diferencias que delimitan posiciones heterogéneas en el espacio sin constituir un bloque uniforme. Ana comparte el negro riguroso de los varones, aunque desplazado hacia un registro de exposición corporal más directa. Margarita, en amarillo mostaza; Isabel, en rojo carmín, y la duquesa de York, en verde oscuro opaco, se sitúan en zonas laterales que no participan del eje activo de la escena. Sus intervenciones, cargadas de tensión trágica, se emiten desde posiciones que permanecen subordinadas al centro de gravedad masculina. A través de esta disposición, la puesta organiza un régimen de visibilidad que fragmenta el acceso a la palabra y distribuye el poder según distancias, interrupciones o desplazamientos.
Ricardo aparece con el torso desnudo, requisado como un resto entre el presente y el pasado. Ese gesto expone un cuerpo y, al mismo tiempo, desactiva una estrategia. Desnudarse, en este punto, significa abrir el artificio teatral y mostrar su mecanismo. En la ‘Poética’, Aristóteles entiende la téchne como un principio constructivo que organiza los elementos de la acción para producir un efecto, y no como un adorno añadido a lo ya hecho. La distinción es relevante porque la escena no se apoya en un recurso externo sino en una decisión estructural que revela lo que sostiene el drama. El cuerpo, así dispuesto, aparece marcado por signos de una violencia acumulada. La joroba, visible recién al final, confirma lo insinuado desde el comienzo: se trata de una anomalía impuesta desde la mirada ajena y, según la tradición, situada en el origen de su crueldad.
PERFILES
Ese régimen de visibilidad encuentra su contracara en los dispositivos verbales que la puesta en escena despliega. En el diálogo con Isabel, el duelo se transforma en una operación discursiva que avanza sobre la voluntad de la reina. Belén Blanco sostiene con precisión la tensión entre tres registros simultáneos: el dolor por los hijos asesinados, el odio contenido hacia el interlocutor y una templanza que no cede. La actuación convoca cuerpo y palabra en una operación sostenida de contención, desplazamiento y repliegue, intensamente seductora. En esa estrategia, compite con Ricardo sin perder control. A medida que avanza la escena, el lenguaje mismo comienza a alterar su función; deja de organizar un duelo simbólico y se convierte en herramienta de sometimiento.
Más adelante, el intercambio con la madre modifica por completo el régimen afectivo. Ingrid Pellicori compone una figura austera, retirada de toda posibilidad conciliadora. Su decir retira consuelo y enuncia sentencia. El linaje, en lugar de encontrar continuidad en el heredero, se inscribe como herida. La voz, sin forzar el gesto ni alterar el tono, impone una verdad que corta la genealogía y clausura toda legitimación. La música del habla, sostenida en una cadencia firme, transforma la maldición en acto. A través de esa eficacia rítmica, lo terrible se vuelve audible y opera sin intermediación.
Lady Ana irrumpe enfrentando a Ricardo con una violencia que estalla desde el cuerpo. La escena avanza a golpes de réplica y desplazamiento físico. Ella lo patea, lo escupe, lo enfrenta con palabras cargadas de furia y repulsión. María Figueras encarna esa tensión sin distanciarse del espanto: sostiene el rechazo, el temblor, el odio como si cada línea del texto exigiera una respuesta desde el cuerpo.
En el monólogo posterior, el padecimiento se expande y arrasa con toda forma. Se tira al suelo, se cubre de tierra, se arranca el pelo. El dolor se vuelve acto, impone un desorden, satura el espacio. La palabra queda arrastrada por la escena. El cuerpo habla con violencia, con restos, con fragmentos. Figueras sostiene ese desgarramiento sin diluir su intensidad, y convierte ese momento en una escena donde ya nada puede volver a organizarse.
Desde otro borde, la Reina Margarita sostiene una enunciación que desconecta el presente de la acción inmediata. Silvina Savater construye un perfil cargado de sugestión, donde la inestabilidad se convierte en matriz expresiva. La voz, arrastrada, no sigue el ritmo del drama sino que lo interrumpe. Cada palabra emite una advertencia cuyo efecto no depende de ser escuchado: se impone. El espesor trágico del personaje no se funda en la autoridad sino en la manera singular en que encarna una memoria futura. La profecía actúa, aunque nadie la atienda. En esa fisura temporal, la escena incorpora una dimensión que excede lo político y produce una sombra que perdura.
A lo largo de toda la obra, el vínculo de Ricardo con el público reproduce la misma lógica de manipulación que sostiene sus acciones internas. La interacción se organiza como una estrategia de seducción: solicita atención, ofrece participación, construye una falsa intimidad. En un momento, convida torta a los espectadores, en otro los invita a elegir el idioma en el que Buckingham deberá traducir su discurso. Esas acciones, presentadas como gestos lúdicos o concesiones menores, funcionan como operaciones de control: el público queda capturado en una escena que aparenta apertura, pero está regida por un orden unilateral.
En esa maquinaria de poder, el Tyrrel de Luis Ziembrowski funciona como ejecutor sin fisuras. Compuesto como una figura silenciosa, eficaz y radicalmente obediente, su presencia anula la pregunta, cancela el conflicto y suprime toda conciencia. La acción no se debate: simplemente se cumple. En el entramado de la puesta, cada aparición secundaria sostiene con rigor la arquitectura del conjunto. Marcos Montes configura a Buckingham como un operador eficaz del lenguaje, cuya atracción escénica no proviene del énfasis sino del dominio verbal con que hilvana sus intervenciones, como si oficiara una ceremonia cuya liturgia se cumple en el decir. Luciano Suardi, en el rol de Clarence, hace de la fragilidad un gesto físico persistente, de modo que el cuerpo dolido anticipa, desde su presencia misma, la condena que se inscribe en la escena.
Por su parte, Iván Moschner logra que la complejidad del texto isabelino se vuelva inteligible sin perder espesor, ya que su forma de respirar, de construir la frase convierte cada parlamento en un momento de comprensión sensible. En conjunto, estos trabajos no ornamentan sino que consolidan el espesor dramático que la puesta alcanza desde su centro.
MONOLOGO
La escena del monólogo final (célebre ejercicio en la formación de actores), situada en la habitación de la infancia de Ricardo, constituye el núcleo emocional y discursivo de la puesta. Joaquín Furriel aparece ya transformado en jabalí. Rebuzna, gruñe, respira con violencia. El cuerpo, atravesado por una animalidad grotesca, inaugura un clima enrarecido. El sueño no se proyecta como visión espectral sino como castigo físico. Los compañeros de escuela lo rodean, lo empujan, lo reducen al piso. De este modo, la conciencia se construye como escena social de escarnio y humillación.
Desde el comienzo del monólogo, a partir del grito "Dadme otro caballo: vendadme las heridas. ¡Ten piedad, Jesús", el personaje articula un lenguaje dislocado por el espanto. Sin corte alguno entre palabra y acción, las réplicas se encarnan en un cuerpo que patalea, traga polvo, suplica desde el suelo. El pasado se actualiza como acoso infantil. El sueño reúne en clave escolar la venganza de los vencidos. Cada línea del texto emerge como parte de una caída. La palabra ya no organiza el pensamiento sino que se despliega como residuo de un cuerpo en colapso.
El elenco en su totalidad sostiene una partitura escénica que se percibe tanto en la precisión de cada composición individual como en la coordinación general del conjunto. El modo como se distribuyen las energías sobre el escenario, sin desequilibrios ni protagonismos innecesarios, construye una imagen simétrica que el espectador recibe como un entramado visual y sonoro de notable belleza. Esa maquinaria escénica, donde cada gesto encuentra su contrapunto y cada réplica su tensión justa, produce sentidos sin necesidad de enfatizarlos. Así se configura un mundo autónomo, regido por sus propias reglas internas, que no representa la historia sino que la ejecuta.
A medida que avanza el monólogo se vuelve visible la fractura del yo. "¿A qué temo? ¿A mí?", se pregunta Ricardo, sin lograr sostenerse en pie. La tautología desesperada "yo soy yo" queda reducida a una fórmula sin sustento. La escena entera desmiente cualquier unidad posible. Cuando dice "Ricardo ama a Ricardo", el cuerpo aparece cercado. La frase, entonces, resuena como parodia de aquel narcisismo inaugural que lo había impulsado. En consecuencia, la autodefinición ya no configura una instancia de afirmación sino una confesión fallida que se agita en medio del delirio corporal.
Al pronunciar "Mi conciencia tiene mil lenguas diversas", Ricardo ya ha sido absorbido por la polifonía que lo rodea. Esa multiplicidad no se representa como teatro de interioridad sino como presión exterior que lo somete. Las víctimas, aunque sin palabra, se hallan presentes. Los cuerpos infantiles que lo acosan actualizan esas "mil lenguas" que lo condenan. La línea más descarnada del pasaje, "no existe criatura alguna que me ame...ni yo mismo me tengo lástima", se dice desde el piso. La ropa sucia, la respiración agitada y la imposibilidad de incorporarse configuran una imagen de descomposición física. La desnudez emocional se vuelve materia. La puesta, en consecuencia, desmantela toda majestad trágica. Ricardo ya no encarna el poder desbordado, sino su forma más degradada. La escena ejecuta la condena.
El cierre, con la frase "me ha parecido que las almas de todas mis víctimas acudían a mi tienda", no introduce ningún regreso al presente. El sueño ha colonizado la escena completa. La infancia, convertida en espacio punitivo, anula toda posibilidad de desplazamiento. Ricardo queda allí, revolcado en su historia, atrapado en la repetición de sus crímenes, sin refugio posible ni en el lenguaje ni en la soberanía.
Esta secuencia funciona como punto de condensación, pero también como catalizador del exceso final. La actuación de Joaquín Furriel, entregada con precisión a lo largo de toda la obra, alcanza aquí su punto más alto. Las zonas más extremas de la puesta, especialmente aquellas que podrían rozar el kitsch, como los asesinatos cometidos en escena o los gestos ampulosos de un poder sin freno, trabajan una clave de parodia que interrumpe el automatismo trágico. Esa torsión no atenúa el espanto. Por el contrario, lo agudiza. El horror aparece redoblado porque emerge junto con su máscara. Furriel lleva ese gesto hasta el final. Ricardo se convierte en un ser despreciable, manipulador, sanguinario, completamente desbordado en su afán de eliminarlo todo. El grito final, "un caballo, un caballo, mi reino por un caballo", se pronuncia con el cuerpo ya arrasado. No queda realeza que salvar, solo el impulso ciego por continuar destruyendo.
La puesta elige un camino sin atajos y asume el riesgo de llevar el clásico hasta su límite, con el fin de activar su núcleo más brutal en el presente. A través de esa exposición extrema, sin suavizar la violencia ni encubrir el espanto, el texto recupera su potencia, particularmente por el mundo que construye. Ese universo escénico, sostenido con precisión por cada gesto, cada palabra y cada desplazamiento, organiza una maquinaria que produce sentidos con eficacia y belleza. La crueldad del poder, el objetivo alcanzado a cualquier precio y la lógica implacable que subordina todo a una meta única y excluyente adquieren aquí una forma escénica concreta. En un contexto como el actual, donde esas formas de ejercicio del poder resultan alarmantemente reconocibles, la obra se transforma en un espejo incómodo.
Calificación: Muy buena