Ecos de los setenta

Un atentado sin culpables, jueces negacionistas y la impunidad de Montoneros

La Masacre de Rosario apenas se recuerda. Mañana habrá un acto en esa ciudad a 49 años de la bomba contra un ómnibus policial que dejó 11 muertos.

El 12 de septiembre de 1976 un artefacto explosivo preparado con esmerada crueldad por Montoneros -con bolas de acero, clavos y materia fecal, para que la metralla de esquirlas segara vidas, mutilara o al menos produjera heridas mortales-, fue detonado en la ciudad de Rosario al paso de un ómnibus policial, causando once muertos, entre ellos dos civiles, e hiriendo a otros veintitrés, incluido el chofer del vehículo, el suboficial Eduardo Ferraro. La Justicia aún se niega a investigar ese crimen aberrante, que no importa tampoco a la dirigencia política. Y muchos se convencieron de que, habiendo ocurrido en la dictadura, un atentado contra la Policía era, en definitiva, un recuerdo incómodo.
Hasta la propia Jefatura de Policía de Rosario -esa que perdió sus hombres aquel día- está cohibida, como lo demuestra el hecho de que cada año, al cumplirse un nuevo aniversario de aquel salvajismo, se contenta con depositar una ofrenda floral a las 8 de la mañana en la intersección de las calles Junín y Rawson de esa ciudad, donde ocurrió el hecho, para luego marcharse rápido del lugar.
Parece que no fuera oportuno recordar la explosión de aquella bomba tipo vietnamita, oculta en un Citroen 3 CV rojo, que fue atroz y despedazó o dejó secuelas irreversibles en las familias de la 4a Compañía del Batallón Guardia de Infantería, que volvía de un operativo de seguridad en un partido entre Rosario Central y Unión de Santa Fe.
Todos los agentes que iban del lado izquierdo del Mercedes Benz perdieron la vida. A Omar Olivera, que viajaba del lado contrario, un rulemán le pegó en la cara y otra esquirla le partió el casco y le rompió el cráneo. Otro joven agente estaba prácticamente destrozado. Varios más, mutilados.
En el interior del ómnibus había cuerpos tirados, el suelo cubierto de sangre, gritos y pedidos de auxilio. Horacio López caminó resbalando sobre la sangre, abrió una de las puertas y saltó al pavimento, pero tuvo que cubrirse porque les disparaban desde algún lugar, posiblemente desde el muro del ferrocarril que estaba del otro lado de la calle, como había sucedido antes de la explosión.
En un Renault 12 que venía detrás del ómnibus murieron Walter Ledesma, fotógrafo, y su esposa Irene Dib, mientras que la hija de ambos, Adriana, de 14, que estaba en el asiento de atrás, sufrió graves heridas. La onda expansiva dejó agujeros incluso en el paredón del ferrocarril. A Carlos Galeazzo, que arreglaba su moto en la vereda, cerca de allí, se le incrustó una chapa en el pecho y a punto estuvo de destrozarle un pulmón.

PROCESO DE OLVIDO

La llamada “Masacre de Rosario”, que tuvo lugar en el barrio Refinería, se fue eclipsando en la opinión pública hasta el punto de que hoy, en la cercana ciudad de Santa Fe, ningún oficial egresado en los últimos diez años está enterado de esa barbarie. Y eso que se trata del atentado más sangriento de la historia de la provincia. Si esto sucede en el interior de la Policía, ¿qué puede esperarse del resto de la sociedad?
La indiferencia hoy sería total si no fuera porque un grupo de hombres y mujeres no se hubiera lanzado a organizar un acto para mañana, a las 16, en el lugar donde ocurrieron los hechos, a 49 años de lo sucedido. Un recuerdo que esperan sea numeroso y logre vencer esta inercia.
El acto, organizado por la Asociación de Familiares y Amigos de las Víctimas del Terrorismo en la Argentina (Afavita), delegación Santa Fe, no se realiza desde la pandemia. Quizás por eso convoca esta vez a distintas asociaciones. Habrá antiguos soldados conscriptos que combatieron contra el terrorismo en los 70 y también civiles, que acudirán desde Mendoza, Tucumán, Buenos Aires, Entre Ríos y Río Negro.
Hasta el momento, ningún dirigente nacional, provincial o municipal manifestó que fuera a asistir. Pero las autoridades civiles no suelen conmemorar este atentado terrorista, como tampoco exigen que se investigue. Nunca hubo sospechosos ni detenidos. Y la investigación inicial se cerró rápidamente, sin que la Justicia aceptara reabrirla.
Los policías atacados están lejos del retrato del represor que necesita la historia oficial. Tenían entre 19 y 28 años, provenían de hogares muy humildes y la mayoría llevaba dos años de servicio.
Algunos habían pedido hacer ese servicio adicional de aquel día para conseguir una entrada de dinero extra. Horacio López, de 19 años, no tenía ni siquiera dónde vivir y dormía en la jefatura. José María Gutiérrez (23 años, 3 hijos), se había ganado la vida juntando cartones hasta ingresar a la institución. Andrés Acosta (25, 2 hijos), quería comprar una heladera a su mujer. Pero todavía hay quien cree con candidez en eso de la "lucha popular" de la guerrilla.

LESA HUMANIDAD

En 2009, Gabriel Alfonso, hijo de Domingo Hipólito Alfonso, uno de los policías caídos, pidió la reapertura de la causa ante el Juzgado Federal No. 4 de Rosario, indicando que los hechos debían considerarse un delito de lesa humanidad y un crimen de guerra y, por tanto, imprescriptible. El juez Marcelo Bailaque ordenó al fiscal que instruyera el sumario. Pero en 2020 el fiscal federal Javier Arzubi Calvo dictaminó que la causa estaba prescripta.
En su resolución, del 27 de mayo de ese año, el fiscal se escudó en las premisas fijadas por el ex procurador general de la Nación Esteban Righi en la resolución 158/07. "La naturaleza aberrante del suceso y el inconmensurable daño ocasionado no bastan por sí para superar diques estrictos que contienen y perfilan esa materia, único presupuesto válido para habilitar la persecución penal", dijo. Y completó su exposición considerando que "no puede hablarse de conflicto armado interno y, por lo tanto, de crimen de guerra".
Ese "dique estricto" del que habla el fiscal, esa Justicia negacionista que tenemos, es la que ha cubierto hasta el día de hoy con un manto de impunidad a los crímenes de Montoneros y de otras organizaciones armadas de los setenta. Y eso seguirá siendo así en tanto nadie se indigne ya ante la injusticia, o no se atreva a manifestarlo.