LA MIRADA GLOBAL

Trump y Xi parecen conocer las obras de Carl Schmitt

En uno de sus ensayos -El nomos de la tierra- Carl Schmitt, eminente jurista alemán, estudió la expansión del derecho de gentes que, habiendo nacido como un ordenamiento intraeuropeo, fue extendiéndose al orbe entero. Expansión debida, en buena medida, a la participación de países de otros continentes en las guerras del siglo XX que, originándose en Europa, alcanzaron escala mundial. Como consecuencia de lo cual ingresaron en los organismos internacionales que surgieron luego de ellas: la Sociedad de las Naciones y las Naciones Unidas.

Schmitt estudió el paulatino afincamiento de los distintos pueblos en porciones determinadas del globo terráqueo, dando origen así a las naciones y fijando sus límites. Y prestó especial atención al desplazamiento del poder con el que obraban en el orden internacional, hacia bloques compuestos por cierto número de ellas. En los cuales, la voz de mando la llevan las más importantes.Son los grandes espacios.

En 1950, cuando se publicó su obra, el mundo ya se había dividido en dos de esos espacios, de rasgo eminentemente militar. Uno, lo componían los aliados norteamericanos y europeos que combatieron en el frente occidental de la segunda guerra mundial. Era -y es- la OTAN, tratado que data de1949. El otro, otro capitaneado por Rusia, se integraba con los países que ella había ocupado en su marcha hacia Alemania. Bloque que adquirió estatus legal en 1955 a través del Pacto de Varsovia.

El rasgo decisivo -y distintivo- de cada uno de esos grandes espacios, está en el modo en el que se constituyeron. Voluntariamente, en el caso del primero. Por imposición de Rusia, en el del segundo.

Claro que el desmoronamiento del Muro de Berlín, que aparejó el del imperio comandado por Rusia y la irrupción de China como segunda potencia económica mundial, son hechos que han diluido los límites de aquellos espacios cuya frontera marcaba ese Muro. Y aún está por verse cuáles serán los nuevos.

La era contemporánea ha visto aparecer una gran cantidad de organizaciones supranacionales. Algunas con acento en lo defensivo y otras en lo económico. Las primeras, necesariamente ligan a naciones vinculadas a un mismo espacio de poder. En cambio, en las segundas, sus partes contratantes provienen de todo rincón del orbe. Razón por la cual su número es mucho más amplio. Vaya como ejemplo la Organización Mundial de Comercio, donde conviven países de los más distintos espacios. Porque al comercio mundial, cada vez más integrado, concurren todos.

En ese escenario subyace lo que Schmitt detectaba en el comercio exterior estadounidense, lo que resulta válido, también, para el de todo otro país. Decía que era “…un método indirecto de ejercicio de influencia política, cuya característica más significativa es la de apoyarse en el comercio libre, o sea no estatal y el mercado igualmente libre como estándar constitucional del derecho de gentes”. Pues bien, no hay nación que, en la medida de sus posibilidades, no procure otro tanto.

Pues bien, aunque Trump no parece hombre de abrevar en fuentes como las obras de Schmitt o de Mackinder, su modo de actuar insinúa lo contrario. Parece procurar un orden en el que los grandes espacios -sólo ellos- establezcan una forma de equilibrio internacional.

Comencemos por los deseos que abriga para su propio país, al que ansía expandir territorialmente, aunque el mismo, por sí sólo, tenga una superficie cercana a los 10.000.000 de kilómetros cuadrados y sea el cuarto en extensión en el mundo. Porque ha propuesto a Dinamarca adquirirle Groenlandia -de 2.175.000 km2 - deslizándole nada veladas amenazas de ocuparla por la fuerza. Y a Canadá, cuyo territorio es 9.984.670 km2, insiste en convertirlo en el Estado número 51 de su país. Cosa que los canadienses están lejos de querer. Cero en diplomacia, porque Dinamarca y Canadá son sus aliados en la OTAN.

De tener éxito, estaríamos ante la cumbre más alta de un gran espacio, porque lo constituiría un solo Estado-Nación, sin nada que negociar con otros en temas de soberanía. Así, los Estados Unidos alcanzarían una superficie de más de 22.000.000 de km2, superando a los poco más de 17.000.000 de Rusia y dejando bien atrás los 9.597.000 km2 de China. Casi un continente; una sola soberanía.

Ello haría de su país un cuasicontinente, inexpugnable y prácticamente autosuficiente. Aspiración que tiene algo en común con la idea del aislacionismo, que tuvo peso en Estados Unidos cuando las Guerras Mundiales del siglo pasado. “Si estamos bien y somos fuertes para defendernos” -decían no pocos- “¿qué motivos tenemos para involucrarnos en esos conflictos lejanos?”

De ese ensueño los despertó Japón, cuando bombardeó Pearl Harbour en diciembre de 1941. Y cabe reparar en que ese puerto de Hawai, hoy estado 49 de los Estados Unidos, está muy lejos del continente americano. Es que los grandes espacios no necesariamente tienen los mismos limites que los continentes. También el bloque soviético quiso instalarse en el Caribe, cuando intentó instalar misiles en Cuba allá por 1962.

ADIOS EUROPA

Ahora bien, el expansionismo de Trump en el norte de América parece correr paralelo a su desinterés por el destino de Europa, emparentándose en ese punto con la antigua postura aislacionista. Así trata a Rusia -país bicontinental- con una consideración indebida, tanto por su conducta, como por su demostrada debilidad militar no atómica. Y le da vía libre para su invasión de Ucrania, a cuyo presidente reta como si ella hubiera sido la agresora y no la agredida.

Con lo cual no va a ganar la paz. Porque Putin, ex jerarca de la KGB, para quien la coexistencia pacífica no es más que una circunstancia, entiende todo eso o como una debilidad que le permitirá actuar libremente en la Europa del este, su antigua zona de influencia. Cuyas naciones, aun perteneciendo a la OTAN, desconfían de los Estados Unidos de Trump.

A ello, debe añadirse otro motivo de alarma para Occidente: el acercamiento entre China y Rusia. Porque poco después de que Putin fuera agasajado por Trump en Alaska, y en guardia ante un posible avenimiento entre ellos, Xi Jinping reunió en su país a Putin y al primer ministro de la India, Narenda Modi. Cuán estrechas y viables pueden ser las relaciones entre esas tres potencias, está por verse, pues tienen diferencias no sólo territoriales, aunque alguna de éstas desencadenó acciones de guerra entre China y Rusia en 1969, en la limítrofe isla de Zhenbao. Lo que motivó el sorprendente acercamiento de la primera a los Estados Unidos a comienzos de los setenta.

Pero lo cierto es que dichos tres países suman una superficie de más de 30.000.000 de km2 y una población que alcanza al 40 por ciento de la del planeta. Y que China podría ser una suerte de centro de ese espacio -un heartland de Mackinder - por limitar con las otras dos (que no limitan entre sí).

Posibilidad de la que Estados Unidos, no Trump, debe tomar debida cuenta. Como también de que Ucrania es tan Europa como Alemania, Francia o Inglaterra. Y que desentenderse de su futuro es suicida. Los drones ya llegan a Polonia y los países de la NATO ya desconfían por completo de su administración.

No es cediendo como se aplacarán los deseos de Putin de formar, por las buenas o por las malas, un nuevo imperio ruso. En Occidente ya se traza un paralelo entre el actuar de Trump con el que Francia e Inglaterra desplegaron en Munich, permitiendo las anexiones territoriales de Hitler en la inteligencia de que así lo aplacarían.

Actuar así, es suicidarse. Y nadie lo puso más claro que uno de los más conspicuos jerarcas del nazismo, el Ministro de Propaganda del Tercer Reich. Lo hizo en un informe que rescata Henry Kissinger en su libro La Diplomacia. Dijo allí Hans Goebbels: “En 1933 un primer ministro de Francia habría tenido que decir (y yo si hubiera sido primer ministro francés lo habría dicho): “El nuevo canciller del Reich es el hombre que escribió Mein Kampf , que dice esto y lo otro. No podemos tolerar a este hombre cerca de nosotros”. En cambio, prosigue Goebbels: “Nos dejaron en paz permitiéndonos cruzar la zona de peligro”.

A Putin, el hombre de la KGB, aquél cuyos enemigos mueren envenenados, o en accidentes que suceden en prisiones de Siberia o en raros accidentes de aviación tampoco se le debe dejar que cruce la zona de peligro. Ucrania no le alcanza. Y ya lo demostró.