Mientras las encuestas aseguraban que habría una paridad cerrada, el triunfo arrollador de Donald Trump en las elecciones de Estados Unidos, anunciado además apenas horas después de que empezara el escrutinio, tiene, obviamente, repercusiones en todo el mundo.
Aunque la presencia de China como gran potencia hace que el planeta no responda en estos momentos a una situación unipolar (como ocurrió en los años 90 del siglo pasado, tras la disolución de la Unión Soviética), Estados Unidos sigue siendo la potencia principal, por su influencia, su capacidad militar y su superioridad en el desarrollo de alta tecnología.
Al determinar la suerte del poder político en el centro del sistema global, la elección norteamericana anticipa un saldo de ganadores y perdedores en el amplio paisaje del planeta.
LA VENGANZA DE TRUMP
Bajo el liderazgo de Trump el partido republicano no sólo obtuvo la mayoría de electores indispensable para definir la presidencia, sino que ha conseguido el control de ambas cámaras del Congreso. El tercer poder, el judicial, ya contaba con una mayoría conservadora en la Corte Suprema, consolidada en el gobierno anterior del triunfador del martes 5 de noviembre.
Puede, pues, imaginarse un gobierno estadounidense muy fuerte, potenciado por la naturaleza desbordante del futuro presidente: una diferencia muy marcada con el período que concluye, en el que el gobierno demócrata transitó una etapa de creciente debilidad, impropia de una potencia planetaria, que terminó reflejándose en la inevitable (y tardía) renuncia de Joe Biden a la reelección. Si con Kamala Harris el partido Demócrata perdió en estos comicios alrededor de 13 millones de votos, es probable que las cosas le hubieran ido aún peor si Biden persistía en la candidatura que había legitimado en un proceso interno.
Ayer, jueves, Biden pronunció un breve discurso en el que intentó quedarse con el premio consuelo de ser el perdedor honorable: no sólo admitió la derrota, dijo que era un deber hacerlo, sutil pase de cuentas a la actitud de Trump frente a su propia caída, cuatro años atrás, que aún no ha terminado de admitir. Si con eso lanzó una recriminación sobre el pasado, también planteó algo que tiene vigencia actual y se proyecta sobre el futuro inmediato: prometió una transición pacífica (de hecho, ayer mismo se reunieron equipos del gobierno y de Trump para concertar políticas y criterios que deberá aplicar el actual oficialismo para converger con los que impulsará Trump desde que se mude a la Casa Blanca) y planteó la necesidad de unir lo que está dividido y gobernar para todos.
Probablemente habrá protestas contra Trump cuando los demócratas y los “liberals” más radicalizados se recuperen del shock del último martes, pero la mayoría de los observadores coinciden en que el riesgo de violencia y disturbios habría sido más inmediato y ruidoso si Trump hubiera perdido.
Más fácil de invocar que de poner en práctica, el postulado de unir lo que está dividido tiende a tranquilizar a buena parte del electorado americano (y del lectorado mundial) que ha observado con inquietud el clima de guerra civil que imperaba (o impera) en la política de Estados Unidos, desde hace varios años, particularmente desde los últimos del anterior gobierno de Trump y desde su derrota electoral en 2020.
La sociedad votó masivamente y ejercitó la democracia dándole a Trump un poder de gran extensión. Puede ser el punto de partido de una nueva unidad, pero en principio aparece como la ruptura de un sistema de equilibrio (bipartidario y de poderes) que incentivaba la búsqueda de negociación y acuerdos.
Para agravar los temores, durante la campaña Trump prometió utilizar toda su fuerza para vengarse de sus enemigos y encarcelarlos. Todavía no hay ninguna razón para creer que estaba exagerando. Se visualizan dos blancos inmediatos: el fiscal especial Jack Smith, que elevó los cargos contra él por sustracción de documentos reservados de la Casa Blanca, y Liz Chenney, republicana, hija de quien fuera vicepresidente de George Bush, y una de las voces de su propio partido que lo enfrentó duramente. La lista no se interrumpiría allí.
De todos modos, estos terminan siendo detalles ante otros interrogantes que despierta la próxima presidencia de Trump.
PENA EUROPEA, EXPECTATIVA CHINA
La cúpula de la Unión Europea está decepcionada por el resultado electoral que vuelve a encumbrar a un aliado “euroescéptico” de semejante poder. Trump planea presionar a Ucrania para que ponga fin rápidamente a la guerra y amenaza con retirar la ayuda estadounidense si Ucrania no acepta concesiones territoriales, no ha ocultado su deseo de un rápido fin del enfrentamiento armado: podrá conversar (y hasta presionar) a Vladimir Putin pero el más vulnerable es Volodymyr Zelenskyi, el presidente ucraniano. Trump cree que Ucrania debería aceptar ceder parte de su territorio a cambio de la paz.
Si el gobierno ucraniano no estuviera de acuerdo, Trump podría cerrar el grifo de las armas y si Estados Unidos retira su ayuda, para que Ucrania pueda defenderse Europa debería llenar el hueco, lo que implicaría poner su propia economía en pie de guerra, Un esfuerzo improbable.
Trump solía expresar su enojo porque muchos países europeos pagan muy poco por la defensa común y ha amenazado con abandonar la OTAN. Para eso necesita aprobación del Congreso pero la elección le ha facilitado ese trámite. Sin embargo, no es seguro que lo haga ahora, que la mayoría de los países de la OTAN aumentaron considerablemente sus presupuestos de defensa.
La política económica que Trump sostiene es fuertemente proteccionista y promete imponer aranceles a todo y a todos. Las desregulaciones que el futuro presidente promete en el sector petrolero indican sin dudaas que seguirá atado a los combustibles fósiles, lo que revertirá muchas de las apuestas de Biden sobre una economía verde que entusiasmaban a los europeos y hará más difícil alcanzar los objetivos de los programas de combate al cambio climático.
Si Rusia puede esperar una ayuda indirecta en relación con la guerra en Ucrania (significaría terminar ventajosamente un conflicto que le demanda costos económicos y políticos), la perplejidad de los analistas se incrementa cuando conjeturan el posible vínculo entre Washington y Beijing, donde varios de ellos se empeñan en ver una nueva versión de la guerra fría.
En la lógica de Trump, para Estados Unidos es importante –política y económicamente- no comprometerse en conflictos bélicos y dedicar los mayores esfuerzos al crecimiento, la creación de empleo y el sostenimiento estratégico del orden mundial y la seguridad nacional. Realista, Trump no ve en en el gobierno chino un enemigo a aniquilar, sino un competidor al que hay que seguir superando y con el que es indispensable negociar para cogerenciar el orden planetario.
Los grados de integración entre sus economías, sus desarrollos tecnológicos y sus finanzas (inversión externa de Estados Unidos en China, la tenencia china de bonos del Tesoro de Estados Unidos, que se calcula en 800 mil millones de dólares, cotización de empresas chinas en la Bolsa de New York) incentivan la búsqueda de cooperación en el marco de la competencia estratégica. Para Beijing el triunfo de Trump implica el encuentro de un oponente confiable, capaz de controlar con firmeza su propio campo.
MILEI EN LA ERA TRUMP
En la Argentina el triunfo del líder republicano fue interpretado como una victoria de Javier Milei. Hay que decirlo: los primeros en hacerlo fueron el propio Presidente y buena parte de sus acólitos. Milei se apresuró a felicitar al triunfador y cerró su mensaje (en inglés) con un fuerte compromiso: “Sabes que puedes contar con Argentina para llevar a cabo tu tarea. Éxitos y bendiciones” . En las primeras jornadas no pudo comunicarse telefónicamente con el presidente electo, pero sí lo hizo con un importante socio: el magnate tecnológico Elon Musk, que hizo un significativo aporte financiero y militante a la campaña de Trump y seguramente tendrá influencia sobre su próximo gobierno.
Si bien se mira, las coincidencias entre Milei y Trump son limitadas. Mientras el argentino ha convertido la lucha contra el déficit fiscal en prioritaria, Trump siempre ha gobernado con déficit y esta vez no dejará de hacerlo. La inflación fue un argumento importante en la victoria del republicano (si se quiere, en la derrota de los demócratas) pero del programa proteccionista de Trump (fuertes aranceles a la importación que encarecerán productos, déficit) se deduce que para él, a diferencia del presidente argentino, la inflación es menos importante que la defensa de la producción y el empleo.
El pragmatismo en los vínculos internacionales que exhibe Trump (relaciones y negociaciones normales con adversarios como Putin, Xi Jinping y hasta el norcoreano Kim Jung-Un) quizás empieza paulatinamente a ser emulado por Milei, que sorpresivamente, un mes atrás definió a China como “un socio comercial muy interesante”, porque “no pide nada”.
Probablemente lo que más ha impulsado el paralelo entre el republicano y el libertario es el estilo disruptivo, a menudo agresivo, de ambos y el uso que los dos hacen de un lenguaje basto, que Milei frecuenta tanto en las redes como en los medios y “en vivo”. Son detalles.
Más bien habría que destacar el rasgo común del hiperpresidencialismo, que Trump tuvo hasta ahora que circunscribir por las restricciones clásicas de la democracia bipartidaria norteamericana, límites que ahora se diluirán con el manejo de ambas cámaras del Congreso.
El hiperpresidencialismo de Milei, a su vez obstaculizado por su escasa fuerza territorial y parlamentaria, ha sido estimulado por otros factores: su persistente apalancamiento en la opinión pública, las vacilaciones de gobernadores y opositores legislativos y, más ampliamente, la ausencia de una fuerza alternativa de rasgos superadores, no restauradores.
En fin, Milei tiene razones para su euforia trumpista: la elección norteamericana y la noción, exacta o exagerada, de que Washington desde enero se convertirá en un apoyo firme de la Casa Rosada, se tradujo inmediatamente en una saludable reacción de los mercados: el riesgo país bajó más allá de la línea de los 900 puntos. La plausible idea de que Trump dará una mano con el Fondo Monetario Internacional contribuyó a “alinear los planetas”.
Son las primeras impresiones. En rigor, si la rotunda victoria del líder republicano abre, como parece, una etapa de cambios y ayuda a consolidar un nuevo orden mundial, las impresiones ulteriores pueden ser aún más satisfactorias que las conjeturas.
Aunque la presencia de China como gran potencia hace que el planeta no responda en estos momentos a una situación unipolar (como ocurrió en los años 90 del siglo pasado, tras la disolución de la Unión Soviética), Estados Unidos sigue siendo la potencia principal, por su influencia, su capacidad militar y su superioridad en el desarrollo de alta tecnología.
Al determinar la suerte del poder político en el centro del sistema global, la elección norteamericana anticipa un saldo de ganadores y perdedores en el amplio paisaje del planeta.
LA VENGANZA DE TRUMP
Bajo el liderazgo de Trump el partido republicano no sólo obtuvo la mayoría de electores indispensable para definir la presidencia, sino que ha conseguido el control de ambas cámaras del Congreso. El tercer poder, el judicial, ya contaba con una mayoría conservadora en la Corte Suprema, consolidada en el gobierno anterior del triunfador del martes 5 de noviembre.
Puede, pues, imaginarse un gobierno estadounidense muy fuerte, potenciado por la naturaleza desbordante del futuro presidente: una diferencia muy marcada con el período que concluye, en el que el gobierno demócrata transitó una etapa de creciente debilidad, impropia de una potencia planetaria, que terminó reflejándose en la inevitable (y tardía) renuncia de Joe Biden a la reelección. Si con Kamala Harris el partido Demócrata perdió en estos comicios alrededor de 13 millones de votos, es probable que las cosas le hubieran ido aún peor si Biden persistía en la candidatura que había legitimado en un proceso interno.
Ayer, jueves, Biden pronunció un breve discurso en el que intentó quedarse con el premio consuelo de ser el perdedor honorable: no sólo admitió la derrota, dijo que era un deber hacerlo, sutil pase de cuentas a la actitud de Trump frente a su propia caída, cuatro años atrás, que aún no ha terminado de admitir. Si con eso lanzó una recriminación sobre el pasado, también planteó algo que tiene vigencia actual y se proyecta sobre el futuro inmediato: prometió una transición pacífica (de hecho, ayer mismo se reunieron equipos del gobierno y de Trump para concertar políticas y criterios que deberá aplicar el actual oficialismo para converger con los que impulsará Trump desde que se mude a la Casa Blanca) y planteó la necesidad de unir lo que está dividido y gobernar para todos.
Probablemente habrá protestas contra Trump cuando los demócratas y los “liberals” más radicalizados se recuperen del shock del último martes, pero la mayoría de los observadores coinciden en que el riesgo de violencia y disturbios habría sido más inmediato y ruidoso si Trump hubiera perdido.
Más fácil de invocar que de poner en práctica, el postulado de unir lo que está dividido tiende a tranquilizar a buena parte del electorado americano (y del lectorado mundial) que ha observado con inquietud el clima de guerra civil que imperaba (o impera) en la política de Estados Unidos, desde hace varios años, particularmente desde los últimos del anterior gobierno de Trump y desde su derrota electoral en 2020.
La sociedad votó masivamente y ejercitó la democracia dándole a Trump un poder de gran extensión. Puede ser el punto de partido de una nueva unidad, pero en principio aparece como la ruptura de un sistema de equilibrio (bipartidario y de poderes) que incentivaba la búsqueda de negociación y acuerdos.
Para agravar los temores, durante la campaña Trump prometió utilizar toda su fuerza para vengarse de sus enemigos y encarcelarlos. Todavía no hay ninguna razón para creer que estaba exagerando. Se visualizan dos blancos inmediatos: el fiscal especial Jack Smith, que elevó los cargos contra él por sustracción de documentos reservados de la Casa Blanca, y Liz Chenney, republicana, hija de quien fuera vicepresidente de George Bush, y una de las voces de su propio partido que lo enfrentó duramente. La lista no se interrumpiría allí.
De todos modos, estos terminan siendo detalles ante otros interrogantes que despierta la próxima presidencia de Trump.
PENA EUROPEA, EXPECTATIVA CHINA
La cúpula de la Unión Europea está decepcionada por el resultado electoral que vuelve a encumbrar a un aliado “euroescéptico” de semejante poder. Trump planea presionar a Ucrania para que ponga fin rápidamente a la guerra y amenaza con retirar la ayuda estadounidense si Ucrania no acepta concesiones territoriales, no ha ocultado su deseo de un rápido fin del enfrentamiento armado: podrá conversar (y hasta presionar) a Vladimir Putin pero el más vulnerable es Volodymyr Zelenskyi, el presidente ucraniano. Trump cree que Ucrania debería aceptar ceder parte de su territorio a cambio de la paz.
Si el gobierno ucraniano no estuviera de acuerdo, Trump podría cerrar el grifo de las armas y si Estados Unidos retira su ayuda, para que Ucrania pueda defenderse Europa debería llenar el hueco, lo que implicaría poner su propia economía en pie de guerra, Un esfuerzo improbable.
Trump solía expresar su enojo porque muchos países europeos pagan muy poco por la defensa común y ha amenazado con abandonar la OTAN. Para eso necesita aprobación del Congreso pero la elección le ha facilitado ese trámite. Sin embargo, no es seguro que lo haga ahora, que la mayoría de los países de la OTAN aumentaron considerablemente sus presupuestos de defensa.
La política económica que Trump sostiene es fuertemente proteccionista y promete imponer aranceles a todo y a todos. Las desregulaciones que el futuro presidente promete en el sector petrolero indican sin dudaas que seguirá atado a los combustibles fósiles, lo que revertirá muchas de las apuestas de Biden sobre una economía verde que entusiasmaban a los europeos y hará más difícil alcanzar los objetivos de los programas de combate al cambio climático.
Si Rusia puede esperar una ayuda indirecta en relación con la guerra en Ucrania (significaría terminar ventajosamente un conflicto que le demanda costos económicos y políticos), la perplejidad de los analistas se incrementa cuando conjeturan el posible vínculo entre Washington y Beijing, donde varios de ellos se empeñan en ver una nueva versión de la guerra fría.
En la lógica de Trump, para Estados Unidos es importante –política y económicamente- no comprometerse en conflictos bélicos y dedicar los mayores esfuerzos al crecimiento, la creación de empleo y el sostenimiento estratégico del orden mundial y la seguridad nacional. Realista, Trump no ve en en el gobierno chino un enemigo a aniquilar, sino un competidor al que hay que seguir superando y con el que es indispensable negociar para cogerenciar el orden planetario.
Los grados de integración entre sus economías, sus desarrollos tecnológicos y sus finanzas (inversión externa de Estados Unidos en China, la tenencia china de bonos del Tesoro de Estados Unidos, que se calcula en 800 mil millones de dólares, cotización de empresas chinas en la Bolsa de New York) incentivan la búsqueda de cooperación en el marco de la competencia estratégica. Para Beijing el triunfo de Trump implica el encuentro de un oponente confiable, capaz de controlar con firmeza su propio campo.
MILEI EN LA ERA TRUMP
En la Argentina el triunfo del líder republicano fue interpretado como una victoria de Javier Milei. Hay que decirlo: los primeros en hacerlo fueron el propio Presidente y buena parte de sus acólitos. Milei se apresuró a felicitar al triunfador y cerró su mensaje (en inglés) con un fuerte compromiso: “Sabes que puedes contar con Argentina para llevar a cabo tu tarea. Éxitos y bendiciones” . En las primeras jornadas no pudo comunicarse telefónicamente con el presidente electo, pero sí lo hizo con un importante socio: el magnate tecnológico Elon Musk, que hizo un significativo aporte financiero y militante a la campaña de Trump y seguramente tendrá influencia sobre su próximo gobierno.
Si bien se mira, las coincidencias entre Milei y Trump son limitadas. Mientras el argentino ha convertido la lucha contra el déficit fiscal en prioritaria, Trump siempre ha gobernado con déficit y esta vez no dejará de hacerlo. La inflación fue un argumento importante en la victoria del republicano (si se quiere, en la derrota de los demócratas) pero del programa proteccionista de Trump (fuertes aranceles a la importación que encarecerán productos, déficit) se deduce que para él, a diferencia del presidente argentino, la inflación es menos importante que la defensa de la producción y el empleo.
El pragmatismo en los vínculos internacionales que exhibe Trump (relaciones y negociaciones normales con adversarios como Putin, Xi Jinping y hasta el norcoreano Kim Jung-Un) quizás empieza paulatinamente a ser emulado por Milei, que sorpresivamente, un mes atrás definió a China como “un socio comercial muy interesante”, porque “no pide nada”.
Probablemente lo que más ha impulsado el paralelo entre el republicano y el libertario es el estilo disruptivo, a menudo agresivo, de ambos y el uso que los dos hacen de un lenguaje basto, que Milei frecuenta tanto en las redes como en los medios y “en vivo”. Son detalles.
Más bien habría que destacar el rasgo común del hiperpresidencialismo, que Trump tuvo hasta ahora que circunscribir por las restricciones clásicas de la democracia bipartidaria norteamericana, límites que ahora se diluirán con el manejo de ambas cámaras del Congreso.
El hiperpresidencialismo de Milei, a su vez obstaculizado por su escasa fuerza territorial y parlamentaria, ha sido estimulado por otros factores: su persistente apalancamiento en la opinión pública, las vacilaciones de gobernadores y opositores legislativos y, más ampliamente, la ausencia de una fuerza alternativa de rasgos superadores, no restauradores.
En fin, Milei tiene razones para su euforia trumpista: la elección norteamericana y la noción, exacta o exagerada, de que Washington desde enero se convertirá en un apoyo firme de la Casa Rosada, se tradujo inmediatamente en una saludable reacción de los mercados: el riesgo país bajó más allá de la línea de los 900 puntos. La plausible idea de que Trump dará una mano con el Fondo Monetario Internacional contribuyó a “alinear los planetas”.
Son las primeras impresiones. En rigor, si la rotunda victoria del líder republicano abre, como parece, una etapa de cambios y ayuda a consolidar un nuevo orden mundial, las impresiones ulteriores pueden ser aún más satisfactorias que las conjeturas.