A 50 AÑOS DE LA MUERTE DEL AUTOR DE ‘EL SEÑOR DE LOS ANILLOS’

Tolkien, del mito al hombre

Las cartas del escritor inglés son esenciales para conocer el origen de su personal universo literario. Fe, mitología y “sub-creación” se entrelazan en unas obras que no han pasado de moda.

Se cumplieron ayer cincuenta años de la muerte del erudito profesor universitario, típicamente inglés, que quitándole horas al sueño y a su trabajo docente en Oxford pudo escribir una de las obras literarias más leídas y queridas del siglo XX.

Desde entonces y antes también la vida y los libros de John Ronald Reuel Tolkien (1892-1973) fueron examinados del derecho y del revés. Los trabajos de crítica, y hasta de exégesis, son incontables y no cesan de ampliarse. Ha habido miradas biográficas, mitológicas, políticas, filológicas, bélicas, religiosas. El cine a comienzos del siglo XXI y últimamente una muy esperada (y discutida) serie de televisión renovaron un interés que no da indicios de agotarse. Tolkien no ha pasado de moda.

Ante esa proliferación un recurso siempre útil es volver a las fuentes. En este caso, las cartas del escritor, de las que en meses próximos se conocerá una nueva edición revisada y ampliada con 150 misivas inéditas.

Hasta la fecha se disponen de 354 cartas en el volumen que preparó el biógrafo autorizado, Humphrey Carpenter, en colaboración con Christopher Tolkien, el tercero de los cuatro hijos del escritor, que falleció en 2020. Van de octubre de 1914 al 29 de agosto de 1973, días antes de la muerte de Tolkien. Como escribió el ensayista estadounidense Peter Kreeft en una reseña de 1981, esta recopilación debería ser el punto de partida de cualquier crítico literario “en cuanto a interpretación” de la obra.

REVELACIONES

Las cartas, que aquí se toman según la edición de Harper Collins de 1995, son reveladoras en múltiples sentidos. En ellas Tolkien evoca la valentía de su madre al convertirse al catolicismo y asegura que su muerte en 1904 fue acelerada por la persecución familiar que sufrió a causa de su fe; cruza algunas impresiones íntimas con Edith, su esposa, un gran amor que estuvo a punto de frustrarse; evoca a sus amigos y cofrades literarios que murieron en la atroz Batalla del Somme (julio de 1916), en la que también él se batió; se muestra como un padre atento y realista en los consejos que ofrece a sus hijos varones, a quienes sugiere oraciones y alabanzas en latín para superar los momentos de tribulación; rechaza el nazismo, aunque elogia a Alemania y al “ideal nórdico” contra su utilización por parte de Hitler; rechaza además la alianza británica con Stalin y el cosmopolitismo y la barata masificación comercial que, anticipaba, iban a imponerse desde Estados Unidos a partir de la Segunda Guerra Mundial; se declara a favor de la “anarquía” en sentido filosófico, no político, o de la “monarquía inconstitucional” (“arrestaría a todo el que use la palabra Estado”, ironiza en carta a su hijo Christopher, que en 1943 se entrenaba como piloto de guerra); se autodenomina “reaccionario” y llega a formular el deseo de que nunca se hubiera inventado el motor de “combustión infernal”.

Las cartas también dicen mucho sobre el escritor y sus libros. No se conservaron las que se refieren a la escritura de lo que luego sería El Silmarillion (que se publicó de manera póstuma en 1977) y El Hobbit (que vio la luz en 1937). Son numerosas, en cambio, las misivas que recrean el proceso, lento y trabajoso, que demandó El Señor de los Anillos a lo largo de unos once años, entre 1937 y 1948, aproximadamente. (Esa obra cumbre llegó por fin a la librerías inglesas en tres tomos que se conocieron entre julio de 1954 y octubre de 1955).

La correspondencia deja en claro que toda la obra de Tolkien deriva de su pasión filológica, de un extraordinario interés y facilidad por aprender idiomas que se remonta a la niñez y al influjo de su madre políglota.

En varias cartas se repite que el vasto y ramificado ciclo de leyendas y mitos que constituye ese personal universo literario se inició con el aprendizaje del anglosajón, del gótico, del galés y, muy especialmente, del finlandés. Esos estudios llevaron a la invención de nuevos idiomas, y esas lenguas ficticias fueron la base de los relatos y las novelas posteriores.

Las historias, escribió Tolkien en 1955 al célebre poeta y ensayista W. H. Auden, “son y fueron, por así decirlo, un intento de dar contexto o un mundo en el que pudieran funcionar mis expresiones del gusto lingüístico. Las historias fueron relativamente tardías en aparecer”.

Ese mismo año envió una nota aclaratoria a sus editores estadounidenses respecto de su vida y su método de trabajo. Allí recurrió a la misma explicación. “La invención de idiomas es el basamento —apuntó—. Los ‘relatos’ fueron hechos para darle un mundo a los idiomas, y no al revés. En mí caso primero surge un nombre y luego viene el relato”.

Acerca del carácter “imaginario” de la historia de la Tierra Media, Tolkien era tajante. “El mío —escribió en 1956— no es un mundo ‘imaginario’ sino un momento histórico imaginario en la ‘Tierra Media’, que es nuestra morada”. Es decir, la morada de los hombres.

MITOS Y ALEGORIAS

Otra aclaración muy típica de Tolkien que registran las cartas aludía al concepto de “alegoría”. En general surgía de consultas de críticos o lectores calificados y entusiastas de El Señor de los Anillos que se comunicaban ávidos por conocer los fundamentos de sus “temas” y “motivos”. El escritor, con tiempo y paciencia, siempre fue muy tajante en las respuestas.

Su obra, insistía una y otra vez, no debía entenderse como una alegoría. El origen estaba en el mito y en los cuentos de hadas, “y por sobre todo” en su pasión por la “leyenda heroica en el borde del cuento de hadas y la historia, de la que hay demasiado poco en el mundo para mi provecho”.

De todos modos admitía la existencia de una “moraleja” en su gran novela, como ocurre “en cualquier relato que valga la pena contarse”, y agregaba que “Alegoría” y “Cuento” podían llegar a converger, “reuniéndose en algún lugar de la Verdad”, de manera que “la única alegoría perfectamente coherente es la vida real; y el único cuento plenamente inteligible es una alegoría”.

Reconocía que del “anillo” podía hacerse una interpretación alegórica de “nuestro tiempo”. Sería la alegoría “del destino inevitable que le aguarda a todo el que, por medio del poder, intenta derrotar al poder del mal”. Pero la única razón de ello era que “todo poder, mágico o mecánico, siempre opera así”.

Apelando, pese a todo, al lenguaje alegórico, Tolkien entendía que sus escritos aludían a la Caída, la Mortalidad y la Máquina. La Mortalidad influía en el deseo de creación (o “sub-creación”, según la terminología tolkieniana), que se une en “un amor apasionado por el mundo primario y por eso está lleno del sentido de mortalidad”. Este amor puede ser tan posesivo que empuja al “sub-creador” a desear convertirse en el “Señor y Dios de su creación privada”, rebelándose contra las leyes del Creador, “especialmente la mortalidad”.

Por este camino, advertía, se podía llegar al deseo de Poder, “y de allí a la Máquina (o a la Magia)”. “Con la última —precisaba— me refiero a toda utilización de planes o dispositivos (aparatos) externos en lugar del desarrollo de las potencias o talentos internos intrínsecos, o incluso al empleo de esos talentos con el motivo corrupto de imponerse: arrasar el mundo real o coaccionar otras voluntades”.

Católico practicante y hombre devoto, Tolkien recibía a menudo preguntas sobre el sentido religioso de su obra. Una de las respuestas más completas que ofreció, en línea con lo expresado anteriormente acerca de la diferencia entre “mito” y “alegoría”, es la dirigida al padre Robert Murray S.J., en diciembre de 1953. “El Señor de los Anillos es, desde luego, una obra esencialmente religiosa y católica; inconsciente al comienzo, pero conscientemente en la revisión”, expresó.

Su meta, comentó al año siguiente en una misiva a un librero católico, era la “elucidación de la verdad, y el fomento de la buena moral en este mundo real, mediante el antiguo recurso de ejemplificarlas en encarnaciones desconocidas, que puedan tender a que ‘se abran los ojos’”.

EL EXITO

Nada sorprendió más a Tolkien que el éxito rápido y considerable que obtuvo con el “desastre”, como alguna vez llamó con ironía a su novela magna, un “monstruo” que había escapado a su control, una obra “inmensamente larga, compleja, más bien amarga y muy aterradora, harto inadecuada para niños”.

Muchos factores influyeron para que el proceso de escritura se estirara más allá de lo recomendable, y uno de ellos era el propio temperamento del autor, quien en una carta de 1957 se definió como un “notorio iniciador de empresas que no termina”. De ahí su asombro, confesado en esa misma carta, ante la tarea por fin concluida. “Todavía me pregunto —apuntó— cómo y por qué me las ingenié para seguir adelante con esto año tras año, a menudo ante dificultades reales, y darle una conclusión. Supongo que fue porque desde el comienzo empezó a adquirir entre sus pliegues narrativos, visiones de muchas de las cosas que más he querido u odiado”.

Reacio a prodigarse en informaciones biográficas, Tolkien objetaba la tendencia de la crítica contemporánea que asignaba un “interés excesivo a los detalles de las vidas de autores y artistas”. Aun así, de manera excepcional, se permitía algunas confidencias que alcanzaban para trazar su retrato.

“En verdad soy un Hobbit (en todo salvo el tamaño) -escribió en una carta enviada en 1958 a una mujer interesada en su vida y su trayectoria-. Me gustan los jardines, los árboles y las tierras de labranza no mecanizada; fumo pipa y me gusta la buena comida simple (no refrigerada), pero detesto la cocina francesa; me gustan los chalecos con adornos, y hasta me animo a usarlos en estos días aburridos; me agradan los hongos (recogidos del campo); tengo un sentido del humor muy simple (que hasta a los críticos que más me aprecian les parece pesado); me acuesto tarde y me levanto tarde (cuando puedo). No viajo mucho. Amo Gales (...) y especialmente el idioma galés. Pero hace mucho que no viajo a G. (salvo de paso camino a Irlanda). Voy frecuentemente a Irlanda (Eire: Irlanda del sur), que me agrada, como su gente (mayormente); pero el idioma irlandés me parece totalmente desagradable. Creo que con esto bastará”.