Todos son “psicópatas”
La palabra psicopatía se originó como un concepto específico, pero siglos después el término se usa como etiquetado comodín para cualquier variedad de comportamientos considerados subjetivamente como transgresores y genera confusión donde se pretende que aclare. Desde hace algún tiempo cada vez que un caso policial en los medios tiene ciertas características, sale a relucir el rótulo inmediato con el que se pretende definir todo y concluir toda búsqueda: el que comete ese delito es un psicópata y si quieren agregar mayor énfasis y desde ya menor claridad, se le agrega la palabra perverso, narcisista o incluso ambas.
En medio de esa confusión, esa necesidad de rotulado muestra un abanico de elementos comportamentales tan extenso como indiferenciado, aunque la realidad no sea así. Pero ¿qué es psicópata, psicopatía? Claramente el término no ayuda ya que etimológicamente se trata del pathos, el malestar de la psique.
A pesar de esa definición tan extensa, la palabra psicopatía no surgió para simplemente etiquetar, menos aún estigmatizar ni para rellenar titulares. Si bien las personalidades de este tipo han existido desde que hay registros históricos y quizás un pasaje por ciertos personajes nos serviría de ejemplo, fue en el siglo XIX, que en la psiquiatría se empezó a clasificar a ciertas personas que, si bien tenían alteraciones emocionales y en especial morales profundas, no tenían delirios ni alucinaciones, y conservaban una forma de conciencia de realidad, es decir no eran psicóticos.
En 1835, James Cowles Prichard formalizó la idea de una expresión que serviría hoy, los clasificó como “locos”. Pero esta alteración estaba centrada en su conciencia moral, una palabra quizás tan repetida como perdido su sentido. La “locura moral” era una alteración de las emociones y en particular de los comportamientos, hábitos, pero guardaban un razonamiento intacto. Su tratado se convirtió en un punto de apoyo para diferenciar el eje emocional–moral del intelectual en la clínica de la época (A treatise on insanity and other disorders affecting the mind).
Más tarde, a inicios del siglo XX, Kurt Schneider afinó la noción: ya no se trataba de rarezas clínicas, sino de “personalidades psicopáticas”, en referencia a aquellas que “hacen sufrir o se hacen sufrir”, un interesante criterio funcional y de alguna manera fácilmente comprensible, que separa lo excéntrico, extraño, de un trastorno clínico concreto. Pero quizás lo que aún queda más repetido al día de hoy llegó, pocos años después, de la mano de Hervey Cleckley, quien delineó un retrato que aún es rescatado por el imaginario público: sujetos con encanto superficial, afectividad escasa, falta de culpa y capacidad de engaño, pero quizás lo más interesante es que remarcaría que todo ello era detrás de una “máscara de cordura”. El monstruo, nos dice Cleckley, tenía una máscara que lo hacía pasar por un sujeto (mentalmente) sano.
Su obra de 1941 The Mask of Sanity daría el núcleo conceptual, la materia prima a escritores, guionistas y por qué no comunicadores, hasta el día de hoy.
En cuanto a la psiquiatría en búsqueda de criterios comunes, con la aparición del DSM (Manual estadístico de enfermedades), se buscó otro camino, no etiquetar pero sí buscar criterios más concretos y así en su tercera edición de 1980, el DSM-III, incluso llegando a nuestros días con la quinta versión revisada, el DSM-5-TR, la psiquiatría norteamericana sustituyó psicopatía por Trastorno Antisocial de la Personalidad (TAP/ASPD), centrándose sobre todo en conductas como la violación reiterada de normas desde la adolescencia, el engaño, la impulsividad, agresividad, irresponsabilidad como criterios centrales en sus comportamientos.
La clasificación de enfermedades de la OMS (CIE-11) sumó un concepto similar dentro de su modelo de trastornos de personalidad, y le agregó rasgos como la insensibilidad y el desprecio por los sentimientos ajenos. Sin embargo, a pesar de a veces usarse como sinónimos, la diferencia de estos constructos clínicos con el concepto de psicopatía es claro, el DSM/CIE privilegia lo observable, y el concepto de psicopatía es más amplio, es decir no son lo mismo.
En un intento de unificación entre el planteo de Cleckley y el aspecto básicamente conductual de los manuales (DSM/ICD), Robert Hare desarrolló la PCL-R (Psychopathy Checklist-Revised), una lista de 20 ítems que se puntúa a partir de entrevista y registros. Es hoy la conceptualización más usada en el ámbito forense y separa rasgos interpersonales/afectivos como grandiosidad engañosa, afecto superficial, ausencia de remordimiento (de alguna manera más afín al concepto de psicopatía) y estilo de vida/antisocial impulsividad, pobre control conductual, más cercano a la mirada de la idea de antisocial.
Es muy interesante que en su sitio, donde presenta su escala, R. Hare hace especial énfasis en los peligros y el daño que se pueden ocasionar con el uso indiscriminado y sin conocimiento profundo de estas escalas. Es decir, el autor avisa que sumar síntomas puede ser no solo erróneo sino peligroso.
Esto es lo que vemos hoy en medios de una manera insistente: saltar a un razonamiento tautológico, y “si es malo, es psicópata y es psicópata porque es malo”. En el ecosistema mediático que se alimenta e informa de sus propias afirmaciones en muchos casos, psicópata devino un significante flotante. Se pega por igual al asesino planificador y al violento impulsivo, al estafador corporativo y al acosador digital; a veces, incluso, al jefe poco considerado con sus empleados.
Todos son psicópatas. El problema es que terminamos siendo los que apedrean al etiquetado como “malvado, maligno, tóxico”, y se repite la estigmatización de hace siglos con la idea de “loco” y es acá donde la etimología psicópata termina siendo la del que padece algo psíquico. Así el término se vuelve auto definitorio: alguien “es psicópata” porque hizo algo cruel, y ese acto “se explica” porque “es psicópata”. Ese círculo vicioso no añade predicción, no permite por lo tanto la prevención (¿reincidirá y en qué condiciones?), no propone mecanismo, modus operandi (¿agresión fría y planificada o “caliente” bajo sustancias y pares?) y no guía decisiones que anticipen el daño (¿qué intervención reduce el daño?).
Una evaluación adecuada empieza por la conducta y el contexto de la misma: qué ocurrió, bajo qué circunstancias, con quiénes, si hubo consumo de sustancias, en qué entorno de oportunidades y anomia. La palabra diagnóstica psicopatía debería reservarse para los casos en que una evaluación cualificada por la capacidad de quien lo hizo y por la metodología aplicada documenta el núcleo afectivo–interpersonal, insensibilidad, afecto superficial, crueldad instrumental, además de un patrón antisocial persistente. Sobre diagnosticar en titulares estigmatiza y en muchos casos modifica la respuesta de la justicia; por otro lado sub-especificar o el sub diagnosticar impide anticipar y/o procesar el riesgo.
Desde los autores clásicos a la actualidad, el mandato era y es describir con precisión y con conocimiento aquello que es observado y eventualmente luego ir construyendo un cuadro. En una época de gran conmoción el uso de categorías presuntamente diagnósticas relativas a la salud mental puede ser peligrosas, quizás sirva pensar qué sentiríamos y pasaría en caso que fuera aplicada a nosotros, para entender los riesgos.
