POR JOSÉ LUIS RINALDI
Algunos de los que nos rodean tienen como defecto personal el ser desagradecidos, personas que cada vez abundan más en el entorno social; y no sólo abundan, sino que con su actitud molestan al resto.
Es de buena educación ser agradecidos; recuerdo cuando de niño mi madre me insistía en decir “gracias” a aquel que me hubiera hecho un favor, o tan sólo hubiera tenido la delicadeza de reparar en mí con alguna palabra o gesto, en un mundo de grandes y en el que los chicos tenían poca presencia y eran poco considerados.
La palabra “gracias” no era de fácil comprensión para mí, y por aquel entonces la asociaba a una simple convención social; los usos y costumbres llevaban a tener que decir gracias, de nada, permiso, disculpe, por favor... y así se nos insistía hasta el cansancio.
MÁS QUE UNA CONVENCIÓN SOCIAL
Con el tiempo, empecé a comprender que la palabra “gracias” era distinta a las restantes enumeradas; si bien era parte de una convención social, era mucho más que eso. Estaba significando un acto que de alguna manera se emparentaba con la justicia; había un otro, otra persona, y ese otro entraba en relación conmigo y me daba algo, sin ningún ánimo lucrativo o de obtener ventaja, o me hacía un favor, o me dedicaba tiempo, o me ayudaba o me daba un consejo o quería compartir su alegría y hacernos parte de ella y a cambio de nada, entonces yo me favorecía en algún sentido y la única forma de retribución que tenía a mi alcance era con un acto de agradecimiento.
Pero para ser agradecido es necesario ante todo que quien ha recibido algo bueno del otro, lo reconozca como un don, como un regalo, como una delicadeza, como lo que se da sin exigir contrapartida, como un acto que no se corresponde con la justicia en sentido estricto. Ya los clásicos decían del agradecimiento que era una virtud, un hábito bueno, y que si bien está dentro de la virtud cardinal de la justicia, no es estrictamente un acto de justicia, pues al agradecer no devuelvo todo lo es debido al otro, sino sólo una parte ante el bien recibido. No hay paridad entre lo recibido y las gracias que otorgo.
En cuanto al desagradecido, puede existir por varios motivos, pero ninguno puede justificar o servir de argumento para así actuar. A veces, se interpreta que el que ha dado algo de sí sin pretender recompensa, lo debe hacer por alguna extraña obligación que solo existe en la mente del desagradecido; otras veces, ese personaje está tan ensimismado, tan encerrado en sí, con una visión tan corta y egoísta de la realidad, que no llega siquiera a registrar el favor recibido; y existe una tercera razón, quizá la más común, por la cual somos muchas veces desagradecidos: nuestra soberbia.
¿Cómo tener que reconocer que alguien nos ha favorecido, si nosotros somos totalmente autosuficientes? ¿Si nosotros sabemos todo, si somos seres superiores a aquel que ante una situación concreta con sencillez nos ayuda, nos hace una “gauchada” como se dice entre nosotros, nos indica el rumbo, nos enseña, pierde tiempo con nosotros y más aún, no nos pide nada a cambio y hasta ya de antemano percibimos que además, nos está diciendo que nos perdona nuestra necedad y torpeza? Es demasiado para nuestro ego, que quizá muchas veces despreció a ese prójimo al que creíamos que no nos llegaba ni a los tobillos, al que quizá nuestro pseudo nivel socio-cultural lo hizo caer en el ridículo más de una vez. Y también nos acecha el fantasma de no querer reconocer el bien que nos ha hecho, pues podemos quedar obligados el día de mañana hacia nuestro bienhechor si nos solicitara alguna ayuda.
Así, sea por una falsa interpretación de lo que nos es debido, de lo que me corresponde; sea porque no tengo percepción de la realidad, sea por mi soberbia, el desagradecido se relaciona con otra palabra con semejante raíz etimológica: “el desgraciado”; pues el primer perjudicado y dolido con su actitud es el mismo desagradecido que se vuelve un desgraciado para sí y para los demás. De desagradecido pasa a ser un desgraciado.
Porque su actuar se vuelve contra la concordia social en dos aspectos; por una parte, ante la persona que concretamente le ha hecho el favor, que al fin siente que su buena obra no ha sido ni siquiera percibida o apreciada o registrada; pero también afecta al grupo social, pues está propiciando la futura indiferencia, el que cada uno esté en lo suyo sin importar el otro, afirmando “a mí sí me debés, pero yo no te debo nada, ni siquiera ser agradecido”, favoreciendo de esta forma la anomia de la estructura social a través de fomentar una incapacidad en los miembros del cuerpo social para comprender e incorporar el valor social del agradecimiento, que nos hace ser mejores personas.
EL AMOR AL PROJIMO
Y cuando esa indiferencia hacia el bienhechor proviene de instituciones o grupos sociales que entre sus principios o en los valores que predica se encuentra el amor al prójimo, el daño es aún más grave. Cuando se ha pertenecido a un grupo con ideales valiosos, se ha dado mucho de sí en su nacimiento, crecimiento, desarrollo, prestigio, sin haber querido ni recibido prácticamente nada a cambio, si al finalizar la relación por la causa que el lector quiera imaginar: la radicación en el exterior, una enfermedad ó accidente que impide seguir colaborando, una obligación moral nueva más inmediata y cercana, razones de edad, reestructuraciones que llevan al cese del servicio que se brinda, la institución no lleva a cabo ningún acto de merecido reconocimiento, el daño que se provoca ya es casi irreversible, al punto que puede convertir a la persona de bien en un resentido, vicio aún más grave que el ser desagradecido. Ojalá esta reflexión nos lleve a ser agradecidos.