EL LATIDO DE LA CULTURA

Teoría del apodo

Instancias donde la creatividad humana es puesta a prueba y...la creación de un apodo. Al decir heideggeriano, todo individuo es un ``ser arrojado al mundo'', pista donde aterrizamos desnudos o únicamente vestidos con el nombre del cual somos portadores. La palabra del nombre es nuestro llamado, un vocablo frente al cual, al principio, no respondemos. Un sonido nuevo y misterioso -elegido por otros, que tarda un tiempo en adherirse a quién somos-, que a fuerza de repetición y de costumbre nos representa.

 Sé de amigos que, puestos a elegir el nombre de sus hijos, consideran no sólo la palabra en cuestión sino cómo el mundo va a llamar a sus crías. En vano articulan el sonido, ensayan inflexiones y abreviaturas. En realidad, juegan a adivinar la posibilidad de una palabra sobre la cual no ejercen control alguno porque es difícil -más difícil de lo que parece- predecir un apodo. Esa otra palabra a través de la cual tal vez seremos conocidos es el alias. Proviene del latín (`otro') y en los países de habla anglosajona responde a las siglas a.k.a.: also known as, "también conocido como".

 Algunos individuos poseen un don especial, un particular sentido de la ocurrencia para asignar apodos. En ocasiones estos nombres alternativos son hijos de la burla o el cariño. Guardan relación con cierta cualidad física, con la herencia de otros apodos familiares, con la nacionalidad o con divertidas deformaciones de nuestro apellido. Hay apodos famosos como Pancho, Gabi, Beto. Por alguna razón que me excede, todos podemos ser llamados Cacho, algo así como un apodo universal.

Muchas veces los apodos son creados masivamente por un sector de los compañeros del curso, durante el Primario o el Secundario. Otras, se trata de un alias con el que nos bautizó una abuela o un tío. Casi siempre van variando en el transcurso de nuestra vida y a menudo sucede que alguien es conocido en determinados ámbitos por medio de una palabra que provoca sorpresa en otros círculos sociales, donde a la persona se la conoce de otro modo. El apodo como una palabra secreta que nos convierte en personajes. Una clave íntima y llena de complicidad, un cofre de conocimiento cuya llave solamente unos pocos poseen.

 Tengo la infundada teoría de que todo apodo nace de la imposibilidad. Cuando el nombre se ha gastado se busca alterarlo, transgredirlo jocosamente, casi siempre desde el afecto. El nacimiento del apodo es la muestra de que con el nombre -esa pequeña parcela de lenguaje que habitamos, es decir, nuestro terruño-, ya no alcanza. Es así como desde aquel desborde nace el gesto de inventar otro: una nueva manera de llamar a alguien que refleje lo que el nombre ya no puede, como si jugáramos a rebautizar o a colonizar a nuestros seres queridos. Pero no lo hacemos para adueñarnos de la persona sino para que el apodo pase a dominio público y cualquiera pueda, al entrar en confianza, querer a alguien desde una palabra nueva. Una sobre la que, lo mismo que sucede con nuestro nombre, no poseemos control alguno y nunca terminamos de poseer