EL RINCON DE LA CULTURA

Suplementos culturales

Desconozco el origen de mi fascinación por los suplementos culturales. En tren de rastrear dicho origen, creo que parte de mi gusto por ese tipo de periodismo se lo debo a mi abuela Alejandra. Mi abuela no era en realidad mi abuela sino una parienta lejana: “una comadre”, tal como se refería a ella mi verdadera abuela. 

Alejandra vivía sola, en el campo, a cien kilómetros de donde vivíamos en ese entonces junto a mi familia. A sus ochenta años, tres o cuatro veces al año tomaba un tren y dos colectivos para visitarnos. Cuando lo hacía, se quedaba toda la mañana, con lo cual iba cruzándose a los distintos integrantes de mi numerosa familia, que entraban y salían continuamente y en cierto modo se repartían la conversación y los mates con cáscara de naranja. Ankankandra (así la apodábamos debido a su ascendencia rusa), era una mujer de contextura física muy pequeña pero de una vitalidad sorprendente. Usaba el pelo blanco, casi plateado, peinado con raya al costado, como un hombre. Pasaba las visitas sentada en la mesa del comedor diario. Cuando alguien arrimaba una silla a la suya, Ankankandra se prestaba a la conversación, preguntaba por los intereses de su interlocutor y comentaba sus lecturas recientes. Le interesaban los hechos de la Historia, los datos precisos, las biografías, la Biología, el “panorama internacional”, las historias de vida, la Etnografía, las “novelas gordas” y las ediciones difíciles. Todo ese interés lo manifestaba a través de recortes de diarios y revistas de diversa índole como publicaciones de divulgación, gacetillas, el Reader’s Digest. Y suplementos culturales, claro. 

Sentarse a conversar con ella era abrir las puertas de un archivo de recortes subrayados en varios colores y anotados al margen. Pero lo más importante no estaba en el contenido sino en la forma: en un encuentro con Ankankandra uno podía ser testigo de la devoción con la que hablaba de los temas que le interesaban. Recuerdo la impresión que le produjo a ese niño de seis o siete años que yo era, la capacidad de asombro de esa mujer. Hablaba sobre temas que yo no comprendía, pero lo hacía poseída por un sentimiento que hipnotizaba a su interlocutor de turno. Todo ese número quijotesco, el largo viaje, los recortes doblados de esas columnas finitas que sacaba de su bolso como si se tratara de una pesca fresca que ofrecía a cada integrante de la familia según el gusto de cada cual; su locuacidad al hablar... su gesto todo, pasional, devoto y desinteresado, impregnó en mí desde muy pequeño un enorme gusto por los recortes de papel y los suplementos culturales. 

Hace dos años adquirí parte de una colección de una revista cultural argentina. Diez años de una revista que, aún hoy, sale cada sábado. Quinientos números prolijamente conservados en siete cajas de cartón que fui a buscar a Lanús Este una calurosa tarde de noviembre. Al llegar, toqué timbre en una modesta casa de la que salió un hombre sesentón. Le pedí que me contara la historia detrás de esa pila de suplementos culturales coleccionados con tanta minuciosidad. Me explicó que la aparición de esa revista –una publicación de divulgación cuyo fin era acercar temas literarios y de las artes plásticas al publico general–, le había cambiado la vida. “Cada sábado, al despertarme, corría al kiosco a comprarla. Para mí y para varios vecinos del barrio representó el acceso a los cuentos de Fontanarrosa, Borges, Arlt, Sacheri, Bioy Casares”, me dijo. 

Le pregunté si le molestaba que contara su historia, sin nombrarlo, en mi columna de La Prensa. Me respondió que no tenía inconveniente. Y alegremente me deseó que disfrutara mi adquisición. “Te llevás LA CULTURA”, me dijo pronunciando las mayúsculas antes de despedirse.