Scott Fitzgerald y la pérdida del sueño americano

La pérdida del sueño americano no comienza con Trump, ni Reagan, ni los Bush, ni los woke. El sueño americano comienza a desdibujarse después de la Gran Guerra, con libros dónde se muestra la decadencia como Fiesta de Ernest Hemingway (1899-1961); John Dos Passos (1896-1970) y la marginalidad de su trilogía U.S.A.; con T. S. Eliot (1888-1965) y sus poemas desesperanzados; y, sobre todo, con Scott Fitzgerald (1896-1940) y su ‘Gran Gatsby’. 

Todos ellos conformaban lo que Gertrude Stein (1874-1946) llamó “la generación perdida”, un grupo de norteamericanos que disfrutaban de la liberalidad parisina, tan lejana al puritanismo estadounidense, personificado en la Prohibición, la obligada abstinencia y la exhibición casi obscena de su racismo, como aquel desfile del Ku Klux Klan por las calles de Washington.  

Fueron estos escritores quienes vislumbraron que las riquezas y comodidades promovidas por “the american way of life” no podían comprar ni la felicidad, ni el amor, y mucho menos la coherencia de una sociedad que había perdido la moderación y había cambiado la cultura del trabajo por la especulación. Esa deriva los conduciría, inevitablemente, al Crack del ´29 y a una serie de crisis financieras apalancadas por la codicia...y que aún podrían deparar nuevas sorpresas.  

A Scott Fitzgerald le gustaba referirse a esta época como “la era del jazz”: esa música ejecutada por personas de color, caracterizada por su estridencia alocada. Sin embargo, sus intérpretes, verdaderos virtuosos de esa música, debían salir por la puerta de servicio por el color de su piel. Esa fue “la era del jazz”: escandalosa, pero hipócrita. 

‘El Gran Gatsby’ describió esos años de una sociedad vanidosa, agitada por diferencias raciales, sociales y excesos que terminaban en linchamientos, la ley por mano propia. 

‘El Gran Gatsby’ no fue un éxito de ventas, aunque la crítica fue generosa con el joven escritor. La novela solo fue valorada como una gran obra después de la muerte de Fitzgerald. 

Su vida, como la de otros miembros de esa generación pérdida -expresión que, como dijimos, inventó Stein y popularizó Hemingway en su Fiesta-, estuvo marcada por la guerra. Fitzgerald no llegó a combatir pero se alistó y se formó como oficial; Hemingway estuvo en la Primera y la Segunda Guerra Mundial, además en la Guerra Civil Española (una especie de búsqueda desesperada de un suicidio que finalmente encontró por mano propia). John Dos Passos también fue corresponsal de guerra. 

Todos ellos vivieron en París, tuvieron problemas con adicciones (generalmente el alcohol), aludieron en sus obras a la guerra o la violencia en todas sus formas, y compartieron la impresión de que su país había perdido el rumbo, y que la búsqueda de riquezas fáciles sería su perdición. 

Scott Fitzgerald gozó de una buena educación, aunque no logró graduarse en Princeton porque decidió dedicarse a la escritura precozmente. Temía morir durante la guerra, y por tal razón escribió apresuradamente ‘El ególatra romántico’, que no llegó a publicarse.  

Estando en el ejército conoció en Alabama a Zelda Sayre, la hija de un juez, y trató de todas las formas posibles –desde cartas románticas hasta el esfuerzo de conseguir un trabajo decente– de conquistarla. Pero nunca dejó su vocación literaria, que culminó en su primer gran éxito: ‘De este lado del paraíso’. Gracias a este éxito se pudieron casar y vivir con cierto desahogo. 

Sin embargo, el romance apasionado de Fitzgerald y Zelda se convirtió en una guerra de egos. Fitzgerald debió soportar las agresiones de Zelda y sus constantes infidelidades, que menospreciaban su hombría. 

Juntos fueron a Europa, donde Fitzgerald frecuentó a la sociedad norteamericana que gastaba su dinero en París. Allí conoció y trabó amistad con Hemingway, una relación desaprobada por Zelda. El desagrado era mutuo, Hemingway, en su diario, la trataba de loca. Y efectivamente lo estaba: su primera internación data de 1932. El diagnóstico: esquizofrenia.  

Los tratamientos y las internaciones desbalancearon la precaria economía del escritor, que debía vender cuentos cortos por pocos dólares que se editaban en revistas de moda, además de pedir dinero prestado a todo el mundo –especialmente a su editor– para sobrellevar el costo de la enfermedad.  

“Y así vamos adelante, botes contra la corriente, innecesariamente arrastrados hacia el pasado”, tal es la última frase de ‘El Gran Gatsby’, escrita años antes de ser atrasado por la corriente de un matrimonio infeliz. 

 Fruto de los desencuentros con su esposa a raíz de la enfermedad, Fitzgerald escribió la historia de un psiquiatra que se enamora de una de sus pacientes, llamada ‘Suave es la noche’. Fue la última novela que llegó a completar. Aunque llevaba nueve novelas publicadas y algunas habían sido exitosas, en 1939 sus derechos de autor sumaban apenas 33 dólares. Estaba en la ruina y además debía viajar frecuentemente a California para ver a Zelda, aunque cada oportunidad se convertía en  una gran decepción. Zelda no mejoraba. 

En 1939, viajaron a La Habana. Fitzgerald se dedicó a beber y, un día, ebrio trató de parar una riña de gallos. Se llevó la peor parte: los cubanos lo golpearon hasta dejarlo inconsciente. 

Sin embargo, después de las peleas venían las reconciliaciones. Zelda le escribió que era “la persona más adorable, gentil y hermosa” de su vida. Pero Fitzgerald sabía que vivir con ella sería imposible. 

Desde hacía dos años Fitzgerald mantenía un romance con una periodista británica llamada Sheilah Graham. Si bien no vivían juntos, ella se mudó cerca de la casa de Fitzgerald en Hollywood, donde él trabajaba como guionista, un trabajo que odiaba y veía como  una especie de prostitución que ejercía para mantener los gastos de Zelda y su única hija, Frances Scott Fitzgerald. 

Sin embargo por sus manos pasaron guiones de película como ‘Lo que el viento se llevó’. 

Por esa época le diagnosticaron tuberculosis y pasó dos meses en cama (algunas versiones dicen que está reclusión era para el  tratamiento de su alcoholismo).  

Al parecer, ya en 1929 Fitzgerald había tenido una epistaxis –escupía sangre por las lesiones pulmonares–. Otros decían que estas hemorragias eran producto de varices esofágicas, secundarias a su alcoholismo. De una forma u otra su pronóstico era reservado. 

En 1940 tuvo un infarto mientras estaba en un comercio. Se puso pálido, tembloroso y por poco pierde la conciencia. Por indicación médica se mudó a la planta baja del edificio para no subir tres pisos por escalera. Mientras se reponía, escribió la que sería su última novela, publicada en forma póstuma: ‘El último magnate’. 

El 20 de diciembre sufrió un nuevo angor a la salida del cine.  

Al día siguiente, mientras Sheilah escuchaba la ‘Sinfonía heroica’ de Beethoven para la tesis que escribía, Fitzgerald, sentado cerca de ella, hojeaba una vieja revista de Princeton, comentando los sobrenombres de algunos de sus compañeros de fútbol, mientras saboreaba un chocolate. Estaba esperando la visita del médico cuando, bruscamente, se levantó, apoyó sus manos sobre el pecho y se desplomó.  

Sheilah trató de darle brandy, pero ya era tarde… A los pocos minutos estaba muerto. 

Zelda llevaba 18 meses sin verlo. Lo extrañaba. Las últimas cartas de Fitzgerald habían sido muy entusiastas. “Hay libros que leer, lugares para ir… la vida es tan promisoria cuando estás a mi lado”, le escribió. 

Zelda vivía entonces en la casa de su madre y escribía su novela ‘Las cosas del César’. En 1947 volvió al nosocomio, y lamentablemente murió quemada durante un incendio que se inició en la cocina del hospicio. 

Scott Fitzgerald, de ascendencia católica, quería ser enterrado en el mausoleo familiar, pero las autoridades eclesiásticas decidieron que no había sido un “buen católico” y le negaron sepultura junto a sus padres. Fue enterrado en un cementerio de Rockville, en una de las últimas tumbas disponibles.  

Cuando murió Zelda, su hija quiso que sus padres fuesen enterrados uno junto al otro, pero no había lugar disponible. ¿Qué hicieron? Desenterraron a Fitzgerald, hicieron la fosa más profunda y así pudieron enterrar a uno sobre el otro… Una solución que, probablemente, ambos habrían aprobado.  

“La vida es solo un continuo proceso de deterioro”, escribió Fitzgerald. 

Y este fue el último.