El 20 de febrero de 1846 a las seis de la mañana, Domingo Faustino Sarmiento comienza a escribirle a su amigo Miguel Piñero una carta que así comienza: “Sl sol está allí, en el borde del horizonte escudriñando los más recónditos recesos de este cráter en cuyo interior está fundada Río de Janeiro”. Hacía 20 días que estaba allí, pero el clima lo había dejado en un letargo.
A pesar de lo que se afirma no era tan amante del Carnaval, al menos en ese momento porque el primer día de esas fiestas “a fin de escaparnos de la granizada de globillos de cera llenos de agua de olor con que de todas las ventanas empapan, asaltan y aturden al indefenso transeúnte”.
Fue su compañero en esa escapada Jean Moritz Rugendas, el reconocido pintor que estuvo entre nosotros y nos dejó no pocos paisajes y retratos entre ellos el de Mariquita Sánchez, quien lo introdujo con su compatriota con el director del Jardín del Emperador el alemán Mr. König “un apasionado naturalista” que los alojó y les hizo una visita que los dejó maravillados.
En Roma no estuvo en el Carnaval, corría abril de 1847 y a su entrañable amigo Antonino Aberastain le pedía “el mismo espíritu de caridad con que el jefe de los fieles tolera todas las locuras mundanas de carnaval”.
El 20 de ese mes a fray Justo Santa María de Oro, obispo de cuyo le informó que el día de su llegada “la campana del Capitolio empezó a tañer a pasos redoblados pasado el mediodía, y un murmullo general respondió de todos los ángulos de la inmensa ciudad a esta señal impacientemente esperada, como la voz del ángel del placer que llama a los muertos a una vida febril. Era la apertura del Carnaval ¿Oh! Entonces se oye palpitar el corazón de la ciudad que hasta hace poco dormitaba, mil carruajes embarazan con su movimiento el tránsito de las calles, gritos de alegría hieren el aire”.
Y allí con ellos se mezcló el sanjuanino por la Vía del Corso, la Plaza del Popolo, la Vía Flaminia, la columna Trajana, “balcones y ventanas hasta los quintos pisos están decorados de tapices y colgaduras, carmesí y amarillas y de colores entremezclados”.
La música la brindan “las bandas militares aguzando con su argentino estrépito la rabia de placer que de todos se ha apoderado”. No faltó el visitante a estas reuniones “que se renuevan durante quince días desde las doce a las cinco de la tarde con la misma animación y con mayor delirio si cabe, cada nuevo día”.
El último día los senadores romanos, “precedidos de alabarderos, heraldo, trompetas y timbales” atravesaban la Vía del Corso “en carrozas doradas y seguidos de tropas numerosas como para anunciar con su oficial presencia que la vida festiva va a tener término y volver el duro remar de la existencia ordinaria”.
Le impresionó a Domingo ese final donde más de trescientas mil almas, las luces en las casas, que le hizo reflexionar que “durante el Carnaval desaparecen todas las pequeñeces prosaicas de la vida ordinaria, incluso los andrajos populares y la distinción de clases y jerarquías. Todos los tiempos históricos, todos los pueblos de la tierra, aún los caprichos de la imaginación tienen sus representantes en el Carnaval, como si esta fiesta hubiese sido instituida para reunir por los trajes todas las naciones que en diversos siglos la señora del mundo dominó”.
Después de esto y hasta Semana Santa, la ciudad Eterna le pareció aburrida a Sarmiento y siguió rumbo a Pompeya y el Vesubio que deseaba conocer.
Seguro estas fiestas se grabaron de tal modo, que las quiso replicar en tiempos de su presidencia. De tal modo que hasta se acuñó una medalla que la hizo conocer mi amigo Federico Paoletti de los Carnavales de 1873, donde su caricatura coronada, lo califica como“
El Emperador de las Máscaras
El reverso de una es la alegría y el otro la tristeza, como decía Sarmiento las dos caras de la “existencia ordinaria”.