Acuarelas porteñas

S.E.U.O.

Con motivo de la celebración del Día del Periodista, es oportuno recordar las variadas condiciones que permitieron en todos los tiempos acreditar el patrimonio de credibilidad que la profesión cuenta. No se debe caer en el vilipendio de la ignota joven que confundió a un William Shakespeare pandémico, con el gran bardo de Stratford upon Avon. Su furcio viral no es más que el reflejo de la excesiva falibilidad del oficio, que ahora en modalidad informática revisita, además, caídas en noticias falsas, como en tiempos más lejanos.

La recorrida por aquellas verdaderas escuelas que fueron las redacciones del siglo pasado, a las que accedí, primero como observador familiar, y luego como un escriba más, traen el recuerdo de figuras emblemáticas que, para utilizar la terminología virósica en boga, estaban "vacunados" contra rumores, datos confusos y "operaciones" varias, entre otras variantes que desvalorizan la actividad y envenenan la comunicación social. Por ejemplo, el desaparecido vespertino La Razón, incluía en su sección dedicada al automovilismo, un recuadro creado por el maestro Miguel Ángel Merlo denominado como el título de esta nota, con las iniciales: Salvo Error u Omisión.

Allí los cronistas y redactores solían descargar munición gruesa referida a pilotos, directivos y funcionarios de las distintas marcas, y entidades que competían o fiscalizaban autódromos, rutas, talleres y fabricas del país. Como se trataba de datos generalmente escuchados al azar, sin conocimiento de los dicentes, la fórmula dejaba margen para desmentidas, o fe de erratas. Aunque en la mayoría de los casos, la redacción era visitada por aguerridos choferes, mecánicos y jefes de equipos, con intenciones furibundas. Similar situación se vivía en la sección Espectáculos, con el memorable "Visto & Oído", donde el querido Luis Ángel Formento patentó la frase, "Que lindo que la gente se quiera" destapando romances clandestinos, salidas del placar abruptas y otras lindezas de la "perfumada colonia artística", como cerraba sus breves comentarios.

Digamos, en favor de la muchacha reprobada (con justicia), que no resulta ajena a un universo mediático dominado por la dictadura del "clic" y las redes sociales, que parece haber extraviado las reglas de un arte desvirtuado por el juego de intereses donde prevalecen pautas ajenas al ejercicio profesional del periodismo para la formación de la opinión pública. Desde 2012, existe la Defensoría del Público de Servicios de Comunicación Audiovisuales de la Nación, cargo ejercido inicialmente por nuestra ex colega Cynthia Ottaviano hasta 2016, que pervivió durante el macrismo auditada por el Senado e interinamente dirigida por un abogado (Emilio Alonso), regresando en la actualidad a cierto protagonismo bajo la batuta de la todoterreno Miriam Lewin, dupla consistente con la directora de la TV Pública, Rosario Lufrano, bajo investigación penal por varios casos de irregularidades en el manejo de ese ente. Además de la dudosa eficacia de este mamotreto burocrático, que ni siquiera aboga para que se implemente la Ley de Acceso a la Información Pública (que también tiene un ente ad hoc dependiente de la Procuración, donde subsiste una tal Ornella Mazza Gigena), tal laxitud sería un buen comienzo para reducir la planta pública de funcionarios y amanuenses cafeteros. Gracias chicas, no nos defiendan más si van a hacerlo como hasta ahora.

Alcanza con retornar algunas normas básicas del periodismo, que podrían ejercer con responsabilidad honestos y experimentados colegas, si se "bajan" de academias, fundaciones y consejos, y de las altas cumbres de la egolatría y autocomplacencia. Hay una multitud de jóvenes que, como aquella niña mencionada en el inicio, merecen orientación para continuar en este bello desafío cotidiano que nos convoca desde la libertad de expresión, a la defensa de valores éticos como la verdad, la honradez y la justicia, como consigna la declaración de principios del primer ejemplar de La Prensa. Pandemias, innovaciones tecnológicas y renovaciones generacionales mediante, el mundo no ha cambiado tanto desde el siglo XIX a la actualidad. Con más errores que aciertos, y omisiones que certezas.