Russo, el luchador que jamás se dio por vencido

El baúl de los recuerdos. Miguelo murió ayer a los 69 años. Dejó impregnado en la memoria colectivo su espíritu combativo en la cancha y fuera de ella. Fue un símbolo de Estudiantes y del fútbol argentino.

La sonrisa amplia con sus dientes perfectos, los ojos chispeantes y la quijada amplia y solida. "Son momentos, son decisiones...", la declaración transformada en gambeta a la polémica... El amor por el fútbol. Sí, Miguel Ángel Russo era un hombre de fútbol. Y lo fue hasta el final de sus días, un final tan triste como anunciado que llenó de tristeza a todos aquellos que de más cerca o de más lejos acompañaron su último ciclo en Boca, recuerdan su exitoso paso por la mayoría de los equipos que dirigió o tienen presentes sus batallas en la mitad de la cancha con la camiseta de Estudiantes.

Batallas es un término muy apropiado para Miguelo. Combatió durante 15 años embanderado con el rojo y blanco pincharrata. Cada vez que salía a la cancha dejaba hasta la última gota de sudor para recuperar la pelota y luego dársela a Marcelo Trobbiani, José Daniel Ponce y Alejandro Sabella, los creativos del mediocampo campeón del Metropolitano de 1982 y del Nacional del 83. Tiempos de Carlos Salvador Bilardo y Eduardo Luján Manera como entrenadores. Los mejores días de Russo y de Estudiantes luego de las gestas coperas a las órdenes de Osvaldo Zubeldía y antes de las épocas triunfales de los equipos de Diego Simeone y Pachorra Sabella.

Así como dejó la piel en su carrera dentro de la cancha, lo hizo en la vida para aferrarse a ella cuando el cáncer, artero y despiadado, apareció con la apariencia de un jugador al que no le podía arrebatar la pelota. Pleno de tesón, durante siete largos años peleó contra esa enfermedad con todas sus fuerzas. Con las fuerzas que le quedaban a ese hombre decidido a no bajar los brazos aunque el deterioro físico, paulatino e inexorable, se cerniera sobre él. Claro que la imagen de los últimos tiempos proponía la de un hombre que iba a perder esa contienda. Pero la perdió con honor, con el corazón caliente y la sonrisa, tal vez más tenue, pero siempre presente.

La emoción de Miguelo, cobijado por el cariño del público de Rosario Central.

No siempre una persona puede escoger el marco ideal para su muerte. Es cierto: nada es ideal si la muerte se hace presente. Sin embargo, Russo eligió. El fútbol le renovaba la ganas de vivir. Y se fue siendo parte del fútbol. Como técnico de Boca. Con desafíos, con proyectos. Con metas. Porque del mismo modo en el que Miguelo enfrentaba al cáncer, hurgaba en su mente para dar con las posibles soluciones para un equipo que no funcionaba. Caprichos del destino, empezó a hacerlo cuando al DT no le era posible acompañar a sus jugadores, pero quizás estaba al tanto de que todo se iba encarrilando.

El fútbol es un juego generoso. Quizás el más generoso de todos. Por eso, a Russo le otorgó la posibilidad de que una cancha, la de Rosario Central, le demostrara el afecto que en su caso le era común en casi todas las hinchadas. Es imposible el absolutismo en estas cuestiones, pero resulta difícil imaginar que alguien no haya querido a ese entrenador que eludió siempre las polémicas. El público canalla lo arropó con su cariño y le ofrendó un acto de amor que se pareció mucho a una despedida que el propio entrenador imaginó, consciente de que no bastaba con su voluntad para seguir adelante. Lloraron muchos esa tarde en el Gigante de Arroyito. Y seguro en todos los rincones del país futbolero. Lloró Miguel. También la pelota.

CUNA PINCHARRATA

Russo nació el 9 de abril de 1956 en Lanús, pero su pasión por el fútbol lo llevó a La Plata. Se unió a Estudiantes, que fue siempre su club, por más que el paso del tiempo y la profesión de técnico lo condujeron a instituciones como El Granate de su ciudad, Racing, Vélez, Boca, San Lorenzo, Colón, obviamente al Pincha, Los Andes y Central en la Argentina y a muchas otras en el exterior. Así como devino en una suerte de gitano como DT, dentro de la cancha solo supo de una camiseta.

Siempre jugó en Estudiantes, el club que además definió su personalidad ganadora.

Transitó las divisiones inferiores junto con El Tata José Luis Brown, Abel Herrera y Patricio Hernández. Con esos compañeros asimiló la cultura del trabajo y del esfuerzo instaurada en Estudiantes por Zubeldía y continuada por pupilos como Bilardo. El Narigón se encargó de darle la oportunidad de jugar en Primera. Corría 1975. Atrás habían quedado los viejos gloriosos tiempos del Pincha campeón de cuanto torneo disputara y el club ponía manos a la obra para la reconstrucción. La renovación estaba personificada en pibes como Miguel, El Petiso Herrera, Patricio y El Tata que convivían con los veteranos Carlos Pachamé, La Bruja Juan Ramón Verón y Néstor Togneri.

El 20 de noviembre, contra San Martín de Tucumán, por la 16a fecha de la Zona A del Nacional, Russo reemplazó a Miguel Ángel Benito -goleador arribado desde Vélez- cuando al partido le quedaba poco menos de media hora. El empate 2-2 se selló con goles del Fantasma y del talentoso Carlos Ángel López para los platenses y de Miguel Pappalardo para los norteños. Una semana más tarde, fue titular en el triunfo por 1-0 sobre Central. Compartió el mediocampo con Nelson Agresta del Cerro y Carlitos López. Cerró el año con un ingreso en lugar de La Bruja Verón en el desempate contra Huracán por una plaza para la Copa Libertadores del 76.

Todavía estaba Pachamé y Russo tuvo que esperar su turno para adueñarse de la camiseta con el 5 en la espalda. Hacia 1977 se afianzó y no abandonó nunca más el equipo. Corría y metía en el medio. Todo sacrificio. Todo corazón. También inteligencia para captar las sugerencias de Bilardo, quien de a poco moldeaba el prototipo de mediocampista central que necesitaba para el Estudiantes que tenía en mente. El DT le enseñó cómo debía moverse, de qué manera se ocupaban mejor los espacios, a pensar… Sí, a pensar. El esfuerzo era importante, pero el derroche por el derroche mismo no tenía sentido. El jugador debía pensar. Y Miguelo ganó en sabiduría con los consejos del Narigón.

Ponce, Russo, Trobbiani y Sabella, un cuarteto inolvidable en el mediocampo de Estudiantes.

El 16 de septiembre del 77 metió su primer tanto. En un empate 1-1 en el clásico contra Gimnasia doblegó a José Luis Ducca. Lo suyo no era el gol. De hecho, en 435 partidos en Estudiantes apenas sumó 11, diez de ellos por torneos locales y uno en la Copa Libertadores de 1983. Eso sí: para marcar a los rivales estaba Russo. Y, por supuesto, para alcanzarles la pelota a sus compañeros técnicamente mejor dotados. Esa fue su misión en el equipo que, primero a las órdenes de Bilardo y, más tarde, con Manera se alzó con el Metro 82 y el Nacional 83. El que tenía en el medio a Trobbiani, Russo, Sabella y Ponce. Ese en el que Miguelo trabajaba para que sus camaradas jugaran.

No hay simpatizante pincharrata que sea incapaz de repetir, casi como un Padrenuestro, la formación que contaba con Juan Carlos Delménico o Carlos Bertero; Julián Camino, Brown, Ángel Landucci o Miguel Gette, Herrera; Trobbiani, Russo, Sabella, Ponce; Hugo Gottardi y Guillermo Trama. O que no mantenga en alto el orgulloso recuerdo del épico empate 3-3 con Gremio en La Plata. La noche del 8 de julio de 1983, con apenas siete jugadores por las expulsiones de Trobbiani, El Bocha Ponce, Hugo Tévez y Camino, Estudiantes se recuperó de una desventaja de dos tantos y alumbró una igualdad heorica con un gol de… sí, de Miguel Ángel Russo cuando la victoria brasileña se antojaba un hecho consumado.

Ese año Russo se dio el gusto de debutar en la Selección argentina. Bilardo estaba al frente del equipo albiceleste y en el inicio de su gestión decidió confiar en los jugadores que mejor entendían su propuesta futbolística. Miguel era uno de ellos y salió a escena el 10 de agosto en el 2-2 con Ecuador en Quito por la Copa América. Nery Pumpido; Néstor Clausen, El Tata Brown, Omar Jorge, Oscar Garré; Ricardo Giusti, Russo, Jorge Burruchaga, Pachorra Sabella; Víctor Rogelio Ramos y Ricardo Gareca dieron el presente en esa oportunidad. También estuvo en el histórico éxito por 1-0 sobre Brasil que cortó una larga racha sin festejos contra los verdiamarillos.

Fue hombre de Selección durante los primeros años de la gestión de Carlos Bilardo.

Claudio Marangoni, un exquisito volante de Independiente, era el competidor directo por el puesto. Se trataba de dos futbolistas de características muy diferentes, pero en ese entonces Bilardo se preocupaba por darle una identidad definida al Seleccionado y probaba bastante. Cuando Argentina debió buscar el pasaje para el Mundial 86, jugó Russo. Y hasta le hizo un gol a Venezuela en un 3-0 en el Monumental. Tal vez Miguelo se ilusionaba con viajar a México, pero El Narigón lo dejó al margen y en su lugar citó al Checho Sergio Batista, quien debutó el mismo día que él vestía por 17a y última vez de celeste y blanco seis meses antes de la Copa del Mundo. Nunca criticó la medida. Esquivaba las polémicas.

Se mantuvo un tiempo más en Estudiantes. Siempre firme. Como guía de los jóvenes que surgían para tomar la posta a medida que se despedían los campeones del período 82-83. A los 33 años, el 16 de mayo de 1988, le puso punto final a su carrera en una derrota por 2-1 a manos de Independiente. Jorge Antonio Battaglia; Roberto Trotta, Néstor Craviotto, Rubén Agüero, Claudio Magnífico; Néstor Cuchillo González (reemplazado por El Pelusa Rodolfo Cardoso), Russo (a los 43 minutos lo reemplazó Oscar Gissi), Daniel Peinado, El Gallego Rubén Darío Insua; César Angelello y Sergio Gurrieri fueron de la partida. Más tarde hubo un intento infructuoso para extender sus días como futbolista en la Serie B italiana, pero el futuro le deparaba un trabajo diferente.

GRAN DT

Apenas se había secado el sudor con el que impregnaba la camiseta de Estudiantes cuando lo llamaron de Lanús para hacerse cargo del equipo. El Granate estaba en el Nacional B y pugnaba por regresar a Primera. A pesar de su inexperiencia, Miguel sabía lo que hacía. Esparció los conocimientos que había adquirido en La Plata y cambió para siempre la filosofía de un club que había tocado fondo en la década anterior con una dura caída a la C. Con la firme conducción de Russo, no solo se concretó el ascenso, sino que se sentaron las bases para un proyecto superador.

En su primera experiencia como técnico en Lanús ya demostró que tenía todo para ser un gran DT.

Poco importó que El Grana perdiera la categoría al cabo de doce meses. El DT se quedó y, con campeonato del Nacional B ganado en la temporada 1991-92, lo devolvió para siempre a la elite del fútbol argentino. Lanús estaba donde tenía que estar y Miguelo resultó decisivo para todo lo que llegó después de la mano de Héctor Cúper (Copa Conmebol 1996), Ramón Cabrero (Apertura 2007), Guillermo Barros Schelotto (Copa Sudamericana 2013) y Jorge Almirón (Torneo de Transición 2016 y Supercopa Argentina 2016).

Estudiantes lo necesitaba y regresó en 1994 para conquistar el ascenso a Primera con un un equipo que formaba habitualmente con Carlos Bossio; El Ruso Edgardo Prátola, Juan Manuel Llop, Ricardo Rojas; Leonardo Ramos, Claudio París, Manuel Santos Aguilar; La Brujita Juan Sebastián Verón, El Mago Rubén Capria; José Luis Calderón y Mariano Armentano o Domingo Arévalos. Esa campaña la dirigió en dupla con Manera, otro hombre del Pincha que volvió en un momento en el que la crisis futbolística podía tener alcances inesperados.

Cruzó la Cordillera y protagonizó un campañón con la Univeridad de Chile en 1996. En las semifinales de la Copa Libertadores le cerró el paso el River que terminó llevándose el título con Ramón Díaz como entrenador. En 1997 encaró el primero de sus cinco ciclos en Rosario Central. Allí terminaron adorándolo y no era para menos. En su gestión inicial lo dejó tercero en el Apertura de ese año, en 2002 lo libró de la amenaza del descenso y lo convirtió en un equipo muy competitivo. En 2009, aunque lo salvó de perder la categoría, no duró demasiado en el cargo. Los canallas caían en picada y Russo tuvo que volver en 2012 para catapultarlos a Primera con un título en la B Nacional.

El festejo tras ganar la Copa de la Liga Profesional en 2023 con Central.

Ya con su salud muy deteriorada, en 2023 depositó sus pies en Rosario para terminar de instalarse eternamente en el corazón de los hinchas. Su Central obtuvo la Copa de la Liga Profesional. Miguel se despidió a lo grande. Como el grande que era en la porción canalla de esa ciudad. ¿Cómo no iba a permitirse el acto de amor de volver una vez más, ya como técnico de Boca, para llevarse la ovación y el afecto que le tributó ese club en sus últimos días?

En el medio, no le fue bien en Colón, tampoco en un regreso a Lanús y en Los Andes. En 1998 viajó a España para hacerse cargo del Salamanca y más tarde a México para comandar al Morelia. Trabajó en Cerro Porteño, de Paraguay y en Al Nassr, de Arabia Saudita, como para nadie dudara de su disposición para asumir cualquier tipo de desafíos.

Entre 2009 y 2011 puso manos a la obra en tiempos difíciles de Racing y hasta retornó sin demasiado éxito a Estudiantes. En 2018, cuando el cáncer se apoderó de su futuro, festejó el título de Colombia con Millonarios, correspondiente a la temporada 2017-18. La quimioterapia lo afectó mucho, pero un luchador como él no estaba dispuesto a rendirse. Como pudo, acompañó al equipo hasta la consagración. “Todo se cura con amor”, proclamó en esos días en los que su apariencia de debilidad asustaba.

En 2005 condujo al título a un Vélez que jugaba bárbaro.

Pasó dos etapas en San Lorenzo. En la primera, en 2008, se le escurrió entre las manos un título que parecía a medida del Ciclón y que acabó en poder de Boca, vencedor de un triangular en el que participó también un Tigre de sorprendente rendimiento. En 2024, en plena hecatombe futbolística e institucional, le demostró al pueblo de Boedo que siempre se podía competir: alcanzó las semifinales del Torneo Apertura 2025 antes de asumir en Boca, la escala final de su viaje.

Esa febril trayectoria del otro lado de la línea de cal supo de espectaculares momentos en Vélez y en Boca. Con El Fortín, que estaba sumido por la decepción por una inesperada frustración en el Apertura 2004, se llevó el título en el Clausura 2005 con un equipo que funcionaba a la perfección. Gastón Sessa; Fabián Cubero, Maximliano Pellegrino, Fabricio Fuentes, Marcelo Bustamante; Jonás Gutiérrez, Leandro Somoza, Marcelo Bravo, Leandro Gracián; Lucas Castromán -a quien convirtió en delantero- y Rolando Zárate cortaron una sequía de siete años sin alegrías. Es cierto: la última vez de Russo en Liniers, en 2015, no deparó buenos resultados. Eran tiempos de vacas muy flacas y Miguel no pudo sacarle jugo a las piedras…

Luego de sus triunfos en Vélez se unió a Boca para hacer realidad la Copa Libertadores que ganaron los xeneizes en 2007. Con un Juan Román Riquelme como estandarte de una alineación integrada por Mauricio Caranta; Hugo Ibarra, El Cata Daniel Díaz, Claudio Morel Rodríguez, Clemente Rodríguez; Pablo Ledesma, Ever Banega, Neri Cardozo; Román; Rodrigo Palacio y Martín Palermo, la mitad más uno del país gozó de su última gran satisfacción en el campo internacional y todavía sigue persiguiendo a ese esquivo trofeo. Sí, Miguelo también encabezó la conquista en 2020 de la Copa de la Liga en una racha final demoledora que encaminó a un equipo que parecía sin rumbo.

El abrazo de Juan Román Riquelme. El hoy presidente de Boca brilló con Russo como jugador y lo convocó dos veces para dirigir al equipo xeneize.

Enfermo, pero convencido de que “todo se cura con amor”, se entregó a su profesión. Lo impulsó el amor por el fútbol, la férrea determinación para no rendirse sin dar pelea. En el medio, sacó a relucir ya con menos frecuencia su dentadura perfecta en sonrisas inmensas que hacían todavía más gigante esa amplia quijada. Evitó las polémicas y las explicaciones incómodas con respuestas tales como “son momentos, son decisiones” y luchó con lo que pudo. Porque Russo era un luchador. Dentro y fuera de la cancha.