A PROPOSITO DE LAS ‘CARTAS A SU MADRE’, DE CHARLES BAUDELAIRE

Retrato del escritor sin dinero

El volumen presenta la silueta del hombre detrás del poeta y registra las penurias económicas que lo afligieron toda la vida. Un derrotero sombrío, solo iluminado por la confianza en una obra que iba a renovar la literatura moderna.

Arquetipo del autor moderno, poeta maldito, dandy y bohemio, hijo culposo y literato provocador y desafiante, Charles Baudelaire (1821-1867) ha sido un escritor inaugural en múltiples aspectos. Fue a la vez el profeta, el detractor y al final la víctima de una nueva era en el arte occidental que mucho más tarde habría de levantar su nombre como símbolo y estandarte.

Que un artista de semejante calado se consumiera entre deudas, miedos, neurosis y enfermedades tras haber vivido apenas 46 años es un dato histórico que debería invitar a la conmiseración, pese a las resistencias que el talante hosco del propio personaje ofrece a dicho ejercicio caritativo.

Un buen testimonio de ese triste derrotero existencial se presenta en una nueva edición de las Cartas a su madre, que Blatt & Ríos publicó por estos meses con traducción, prólogo y notas de Walter Romero.

Su lectura, agobiante y repetitiva por momentos, traza la silueta del hombre carnal e inseguro que se ocultaba detrás del autor escandaloso y después canónico de Las flores del mal.

DEPENDENCIA

En el origen de las penurias, que sus cartas registran hasta el hartazgo, estaba la dependencia económica de su familia, que nunca estuvo en condiciones de romper.

Huérfano de padre desde los seis años, Baudelaire heredó una fortuna considerable al llegar a la mayoría de edad, en 1842. El dinero, unos 75.000 francos, le habría permitido llevar una vida libre de apremios. Pero en un par de años la bohemia y sus hábitos disipados redujeron a la mitad el respetable monto.

Aterrados ante la rápida licuación, la madre y su segundo esposo, un distinguido militar, diplomático y político francés, solicitaron la tutela judicial del patrimonio del joven Charles, y designaron a un notario para que administrara los fondos y pagara una mensualidad al muchacho despilfarrador.

Baudelaire viviría el resto de sus días (murió en agosto de 1867 a los 46 años) atado al severo régimen de vigilancia monetaria. “Ese lamentable error que ha arruinado mi vida, marchitado mis días y teñido mis pensamientos del color del odio y la desesperación”, se quejaría el 11 de octubre de 1860.

Las restrictivas consecuencias de la tutela financiera son el tema dominante de las misivas a su madre, que constituyen, según Romero, el “compendio crematístico de sus vaivenes por subsistir” en páginas infectadas de un “vocabulario crediticio y especulativo”.

Romero agrega en el prólogo: “Es un hombre mórbido y afligido quien relata, no sin conmoción, su estado financiero, para recordarnos también de qué modo la literatura -en la primera oleada de una modernidad que él inaugura- se vuelve capital: cuánto vale un poema, qué interés genera una crítica, cuánto cotiza una traducción, cuánto se puede recibir en paga por una conferencia, por qué el teatro es tan redituable y banal”.

CONTRADICCIONES

La selección de cartas, que también estuvo a cargo de Romero, se inicia en 1839, con un Baudelaire adolescente de 18 años, y llega hasta marzo de 1866, cuando la parálisis y la afasia arrinconaban al poeta mientras sobrellevaba una amarga estancia en Bélgica buscando nuevas fuentes de ingresos y posibilidades de publicación.

Como no se conocen las cartas de la madre, que se cree fueron destruidas, sólo ha perdurado la versión del poeta del vínculo que los unió, lazo estrecho y tormentoso que por decenios daría alimento a psicoanalistas de todas las corrientes. En esas palabras se cruzan las súplicas con los reproches; la devoción filial con las críticas acerbas; el afecto genuino con la sensación de no haber sido justamente apreciado en función de su considerable talento.

Desgarrada entre esos extremos, la correspondencia de Baudelaire proyecta la imagen contradictoria de un hombre atribulado que, sin embargo, nunca perdió la confianza en sus virtudes literarias.

Ya en 1847 pedía que no se conocieran “estas confesiones” epistolares porque “sigo creyendo que la posteridad me concierne”. A punto de cumplir 28 años decía abrigar una “inmensa ambición poética” que sustentaba la convicción de que podría saldar las deudas que ya lo aplastaban y encaminarse a cumplir su destino “de manera gloriosa”.

Baudelaire escribía estas frases mientras incurría una y otra vez en un ciclo degradante lastrado por deudas, imprudentes gastos a cuenta, nuevas deudas, cartas suplicantes a la madre pidiendo dinero y humillaciones de todo tipo. También de manera cíclica se veía ante “el punto de partida de una vida nueva” y frente “al comienzo de mi reputación literaria”.

RETRATO FRANCO

En la intimidad del papel se permitía pintar un retrato franco de su carácter: sensible, pródigo, violento, capaz de poner el orgullo por encima de todo. Admitía su falta de constancia, su “spleen” y su hipocondría. “Domino perfectamente la ciencia de la vida, pero me faltan energías para ponerla en práctica”, podía apuntar sin ironía aparente.

Ese temperamento intratable lo hacía proclive a acumular odios y rencores (“Tengo necesidad de venganza, como un hombre fatigado necesita un baño”). Aborrecía a Bélgica y a los belgas. Sentía un respeto hipócrita por Victor Hugo y se burlaba a escondidas de su esposa y sus hijos, a quienes frecuentó. Deploraba a la “raza parisiense”, entre la que debía medrar. “Ya no existe más ese mundo encantador y amable que conocí antaño: los artistas no entienden nada, los escritores no saben nada, ni siquiera ortografía -protestaba en 1862-. Todo ese mundo se ha vuelto abyecto, inferior quizás a la gente de sociedad”.

La curiosa ambición de ingresar en la Academia Francesa lo obligó a buscar los favores de colegas ilustres (Lamartine, De Vigny, Sainte-Beuve, Mérimée) que en ese momento, al menos, no supieron valorarlo.

En conjunto, las Cartas a su madre son menos pródigas en revelaciones literarias que en letanías de enfermedades y dolencias (neuralgias, reumatismos, vértigo, mareos, vómitos, fiebres, diarreas, constipaciones), fracasos y celos amorosos, estrategias de promoción y discusiones con editores y críticos.

Aun así, en sus páginas se filtran algunas pistas de ese universo. Como la que registra, por ejemplo, el encuentro decisivo con los escritos de Poe. “He descubierto a un autor norteamericano que ha despertado en mí una simpatía inusitada, y he escrito dos artículos sobre su vida y su obra”, relataba a su madre el 27 de marzo de 1852.

En los años siguientes Baudelaire no dejaría de comentar, traducir y difundir a Poe en el ambiente de la cultura francesa y del resto de Europa, el signo de su estrecha identificación literaria y vital con el estadounidense.

“¿Comprendes ahora -preguntaba a su madre en 1853- por qué, en medio de la espantosa soledad que me rodea, me compenetré tan bien del genio de Edgar Poe y por qué he sabido escribir tan de manera inmejorable su abominable vida?”

PATETISMO

Ese último adjetivo Baudelaire muy bien podría haberlo aplicado a su propia existencia, tal como lo reflejan estas cartas abrumadas de patetismo.

Al poeta lo vencían la tristeza, las crisis de nervios, el agobio de tener que ganarse el pan, “la fatiga insoportable que da el trabajo de la traducción”. Se preguntaba si alguna vez dejaría la miseria, si podría vivir de su arte. Y en los momentos de mayor depresión proclamaba que su vida estaba maldita desde el principio. Más de una vez barajó la posibilidad del suicidio, o eso al menos fue lo que insinuó.

Frente a ese trasfondo sombrío, propio, según T. S. Eliot “de una forma de acedia, surgida de una lucha fracasada en busca de la vida espiritual”, cada tanto asomaba cierta esperanza, discordante con un espíritu incrédulo y melancólico.

“Si alguna vez ha habido un hombre que, en su juventud, haya conocido el spleen y la hipocondría, ese hombre, por cierto, fui yo -comunicaba a comienzos de 1861-. Y, sin embargo, siento unas ansias inmensas de vivir, y ganas de saborear un poco de seguridad, de gloria, de satisfacción para conmigo mismo. Algo terrible me dice: jamás, y alguna otra cosa me dice: inténtalo, a pesar de todo”.

Charles Baudelaire murió seis años después de haber escrito esas líneas anhelantes, cuando todavía le era esquiva la gloria que tanto ambicionaba y que hoy ya es imposible separar de su nombre.