BEN MACINTYRE ACTUALIZA LA HISTORIA DE UN SIMBOLO DEL ESPIONAJE SOVIETICO EN EL SIGLO XX

Retrato de una espía

"Agente Sonya" examina la vida de la alemana Ursula Kuczynski, una de las piezas más importantes en la red de informantes al servicio de Moscú en Asia y Europa. Su papel fue clave para robar el secreto de la bomba atómica.

Tras el derrumbe de la Unión Soviética en 1991, la historia del espionaje comunista pudo al fin empezar a escribirse de manera completa. La apertura parcial de los archivos estatales del régimen desaparecido, más la terminación de la guerra fría, ayudó al empeño. En el mundo anglosajón, especialmente, proliferaron las obras sobre un tema del que se creía saber mucho pero que seguía velado por el misterio, la desinformación y las complicidades más o menos evidentes de los compañeros de ruta de la ideología muerta.

Una porción mínima de esos escritos fue vertida al español. Esa ausencia, sumada al cambio de época y a la atención destinada a otras amenazas más urgentes (el islamismo, China, ahora un virus y su desquiciada "nueva normalidad"), relegó a un segundo plano las revelaciones perturbadoras sobre la magnitud, el alcance, los medios y los fines de la vasta red de espías al servicio del imperio soviético. De a poco, lo que alguna vez constituyó un peligro inminente fue quedando reducido a la obsesión abstracta de académicos y especialistas.

Los libros del periodista inglés Ben Macintyre (Oxford, 1963) pudieron saltar ese muro cultural. Escritor claro y ameno, se ha labrado una cierta fama con sus obras de divulgación especializadas en el mundo del espionaje. Las primeras, El agente Zigzag (2009), Operación Carne Picada (2010), La historia secreta del Día D (2013), estuvieron centradas en casos resonantes protagonizados por espías británicos en la Segunda Guerra Mundial. Luego amplió la mirada para incluir también a los agentes comunistas, como en Un espía entre amigos (2015), su original repaso a la historia siempre atrapante del "topo" por excelencia, Kim Philby, o Espía y traidor (2019), acerca del controvertido papel de Oleg Gordievsky como infiltrado de Londres en el KGB.
Ahora se ha internado un poco más por ese camino con Agente Sonya (Crítica, 448 páginas), la biografía de la espía alemana Ursula Kuczynski, una de las principales agentes que trabajaron para Moscú desde antes de la Segunda Guerra Mundial.

CORONEL ROJA

Kuczynski (1907-2000) se hizo comunista a los 16 años, espía a los 23 y llegó a montar y dirigir su propia red de espionaje a los 30. Fue una condecorada oficial del Ejército Rojo (alcanzó el rango de coronel, jerarquía no igualada por ninguna otra agente) ya que siempre trabajó para la inteligencia militar soviética. Sus misiones, que cumplió con sumisa obediencia, la llevaron a China, Mongolia, Polonia, Suiza y Gran Bretaña a lo largo de dos décadas. En ese recorrido fue subordinada, colaboradora o supervisora de varios de los más importantes espías comunistas del siglo XX. Con algunos entabló, además, relaciones que fueron mucho más allá de lo profesional. Sin ser bella, no le faltaba encanto femenino. "Para ser una fanática comunista -apunta el biógrafo- era excepcionalmente divertida, elegante y afectuosa".

Su vida, que Macintyre reconstruye en gran detalle basándose mayormente en los escritos que dejó la propia Kuczynski y en material extraído de archivos oficiales británicos, ilustra lo absorbente que podía ser la militancia comunista y la penetración que consiguió el espionaje soviético en Occidente entre las décadas de 1930 y 1960. Es también un catálogo de los recursos empleados por los integrantes de la segunda profesión más antigua del mundo, con su panoplia de códigos, claves, buzones ciegos, transmisiones radiales clandestinas (la especialidad de Kuczynski), coartadas, engaños y múltiples coberturas.

La futura Sonya nació en una acomodada familia judía berlinesa. Era nieta de un banquero y ex presidente de la Bolsa de Berlín, e hija de un respetado profesor de estadística y demografía. Sus mayores no eran comunistas pero sí progresistas que con el tiempo irían corriéndose más hacia la izquierda. Al referirse a sus ideas políticas Macintyre repite el argumento habitual que justifica el auge comunista de entreguerras en función de la lucha contra el nazismo. Pero la joven Kuczynski entró en el partido en 1924, bastante antes del ascenso al poder de Hitler. Y más tarde, ya en plena Segunda Guerra Mundial, no vaciló en espiar para Moscú a los aliados occidentales de ese mismo combate antinazi.

Esa vida sometida a la ideología, a la disciplina partidaria y a una mezcla de "ambición, romance y aventuras" la puso en contacto con la elite del espionaje soviético en el siglo XX. En China fue agente y amante de Richard Sorge, de quien Ian Fleming ha dicho que fue "el espía más formidable de la historia". Colaboró en Suiza con el cartógrafo húngaro Sandor Radó, el jefe de la red Rote Drei, también conocida popularmente como la Orquesta Roja, que en plena guerra mundial pasaba información a la URSS desde la Alemania nazi. Supervisó por un tiempo al ambiguo Alexander Foote, luego autor de un malicioso libro confesional (Handbook for Spies) escrito con apoyo de la inteligencia británica. Al final, ya en Gran Bretaña, le tocó controlar por un par de años al físico alemán Klaus Fuchs, uno de los espías que robó para Stalin los secretos cruciales de la fabricación de la bomba atómica. De esa operación también participó Melita Norwood, la agente "Hola", una anodina secretaria cuyo papel como espía sólo se confirmó en 1999, cuando ya era una ancianita inglesa de apariencia inofensiva.

TIBIOS SABUESOS

Como en toda buena historia de espionaje, Macintyre asigna espacio a los sabuesos que iban detrás de los traidores. No los deja bien parados. El MI5, la agencia de inteligencia interior británica, disponía de toda la información necesaria para sospechar de Sonya (y del resto de su familia en el exilio, incluido su padre profesor de la London School of Economics, que también sirvieron como agentes en su red). Hubo incluso una astuta investigadora -Milicent Bagot, el modelo real de uno de los personajes de John Le Carré- que ya en 1941 formuló las preguntas adecuadas y propuso tomar acciones a tiempo, aunque no fue escuchada.

Macintyre insinúa que el obstáculo que frenó a Bagot fue el machismo de la agencia, que a la vez que bloqueó su pesquisa, subestimó la importancia de Sonya y dirigió la atención hacia su ex esposo y su marido del momento, ambos, en efecto, comunistas y espías con suerte despareja. Pero no parece la única respuesta.

Ocurre que entre los que impidieron el avance de la investigación estaba Sir Roger Hollis (1905-1973), entonces a cargo de la división de actividades antisubversivas del MI5 y futuro director del organismo. Pese al tiempo transcurrido Hollis sigue envuelto en la sospecha de que fue un doble agente al servicio de los soviéticos, una idea que Macintyre rechaza pero que no ha sido descartada por otros expertos en el tema, que al día de hoy sigue en discusión.

Como había hecho en Un espía entre amigos, Macintyre vuelve en este último libro a rozar ciertas preguntas molestas respecto de los motivos que facilitaron a los espías soviéticos tamaño grado de infiltración en Gran Bretaña. Uno de ellos alude a la protección que brindaban topos de alto nivel que ni siquiera hoy fueron descubiertos, como podría ser el debatido caso de Hollis. Otro, más inquietante, apunta a una clase diferente de cobijo.
En el ejemplo de Ursula Kuczynski cabe señalar que durante su apogeo como supervisora de espías en suelo británico (1941-1944), vivió tranquilamente como inquilina en una pintoresca propiedad en el norte de Oxford que pertenecía al juez Neville Laski, amigo de la familia Kuczynski, hermano de Harold Laski (célebre profesor socialista de la London School of Economics), y ex presidente de la Asamblea de Representantes de los Judíos Británicos. Al pasar, Macintyre observa que Hollis era amigo de vieja data del juez Laski, y no abunda más en ese vínculo.

Protegida o no por las altas esferas del Reino Unido, Sonya al final salió indemne. Su fachada como ama de casa discreta, madre abnegada de tres hijos (eran de tres padres distintos), vecina amistosa y feligresa infaltable de la iglesia de su pueblo aventaron las suspicacias iniciales. Cuando parecía que los indolentes investigadores británicos por fin habían dado con su rastro, preparó con rapidez la huida y en 1950 escapó del otro lado del Telón de Acero, convocada por su hermano mayor Jürgen, intelectual rabiosamente comunista y espía aficionado. Allí vivió el resto de sus días, absorbida por el régimen de la Alemania Oriental, con cuyo sistema de propaganda colaboró durante un tiempo, y convertida luego en exitosa escritora de memorias y novelas juveniles de suspenso con el nombre de Ruth Werner.

La Sonya ya retirada del espionaje nunca dejó de ser comunista pero con los años se permitió expresar cierto tibio desencanto con la idea a la que había entregado su vida y la de muchos otros. Tardíamente admitió lo que para tantos había sido evidente desde un principio, y en un rapto de fugaz autocrítica reconoció por escrito que "lo que considerábamos socialismo era extremadamente fallido". Fue lo más cerca que llegó de arrepentirse.