Relato de poder, seducción y muerte

‘Cuando el chajá canta las horas’, en el Teatro del Pueblo


‘Cuando el chajá canta las horas’. Libro y dirección: Merceditas Elordi. Escenografía e iluminación: Edgardo Aguilar. Diseño y realización de vestuario: Mariana Carranza. Actores: Juli De Moura, Mauricio Méndez, Pablo Paillaman, Edgardo Rosini, Mariel Rueda. Guitarra y percusión: Pablo Paillaman, Bruno Lo Bianco. Los sábados a las 20 en el Teatro del Pueblo.


Los personajes masculinos de la dramaturgia y escritura escénica de Merceditas Elordi giran en torno al mundo escrito por los escritores clásicos de la literatura gauchesca de finales del siglo XIX. “El gaucho en el estado de abandono que vive, está privado de todos los derechos del ciudadano y del hombre”, escribió Eduardo Gutiérrez; “clase desheredada de nuestro país”, los calificó José Hernández. Si su trabajo teatral se hubiese quedado únicamente en esa fase, su aporte hubiese sido interesante, correcto y nada más. Pero no, la autora marplatense, con inteligencia y rigor histórico avanzó y mostró la realidad de una mujer sola con dos hijos de distinto padre que trabaja de puestera en una estancia, suponemos de varias leguas, en la Provincia de Buenos Aires, en los años previos a la llegada del tirano Rosas al poder.

Esa mujer sin derechos legales va a contar con un enorme talento para manejar, no solamente su rancho sino el destino de sus hijos. Ema es una criolla fuerte, pragmática y visionaria, y en prueba de esto alienta la propuesta de casamiento que el maduro patrón de la estancia hace a su hija Amalia, una adolescente tímida y arisca que como su madre también intenta manejar distintas situaciones apelando a otros recursos: su juventud, su belleza. Una seducción dormida, misteriosa, domina y atrae a dos hombres atrapados por el deseo.

Don Beltrán, así se llama el estanciero, podría haber avasallado a las mujeres y llevarse a la jovencita como una presa codiciada. Sin embargo, acepta las condiciones que le impone la puestera y las respeta. Nada de ir a la cama antes del casamiento, aquí somos cristianos, apostrofa a su patrón con la autoridad moral de párroco de pueblo.

 

ESTRATEGIAS

El planteo dramatúrgico que hace Elordi se asemeja a una partida de ajedrez donde cada contendiente utiliza estrategias para lograr sus fines. Las conveniencias prevalecen sobre los sentimientos, aunque el amor desdichado es lo permanente. En ese mundo que puso en escena, los hombres son rudos, en apariencia; esconden su vulnerabilidad cuando pueden, como es el caso de Mateo, el enamorado de Amalia, y cuando no ponen en evidencia sus miserias y debilidades, como Pablo, el hijo vago, borracho y jugador de la ingeniosa puestera.

La escritura escénica de Elordi es sencilla y clara, en el escenario hay dos espacios bien diferenciados. Edgardo Aguilar, a cargo de la escenografía, utilizó pocos objetos, pero simbólicos, que logran recrear un ambiente refinado, la estancia. Lo contrapone al rancho ubicado en el extremo izquierdo, estático e impenetrable. Solo conocemos el exterior, el patio imaginario, la matera, donde suceden las acciones más importantes de la obra. Aguilar, también encargado de la luz, logra un clima donde el claroscuro es preponderante, no abusa de efectismo y el equilibrio lumínico es clave en el desarrollo de la puesta.

La percusión a cargo de Bruno Lo Bianco y la guitarra en vivo interpretada por Pablo Paillaman, con sus punteos y rasguidos sureros e improvisados sones de milongas camperas, dan el toque telúrico preciso, tan preciso como su interpretación actoral. Él es Pablo, el hijo descarriado, pieza fundamental en el desenlace del drama rural. Su interpretación es sólida, tiene presencia escénica, buena voz y destreza corporal. Comparte estas cualidades con Mauricio Méndez que encarna a Mateo, gaucho noble, trabajador, sufrido, romántico. Conmueve, por ejemplo, con sus relatos sobre los estragos que cometió el malón en su familia. Méndez compone un personaje creíble y querible al mismo tiempo. Sabe expresarse con sentimiento, el texto luce a través de los matices que le da su voz.

Juli de Moura, como actriz, es tan buena como sus compañeros. Compone, con naturalidad, una difícil metamorfosis actoral: pasa de ser la hija de la puestera a convertirse en “la doña” de la estancia. Tiene condiciones de actriz dramática y crea un personaje ambiguo, simulador, sombrío. Edgardo Rosini, el patrón, su personaje, un hombre de campo, sobrio y de pocas palabras. Bien interpretado, con la voz y los movimientos adecuados. En la misma dirección Mariel Rueda le da vida a Ema, la puestera, un personaje difícil, pieza clave dentro del engranaje dramatúrgico. Pone en escena las ambigüedades de una mujer con carácter que no se quiebra ni en los momentos más álgidos. Rueda no cae en exageraciones, una muy buena actriz que nos recordó por momentos a la Carancha interpretada por la legendaria Tita Merello en ‘Los isleros’.

Merceditas Elordi logra con su texto y dirección mostrar que el mítico “sexo débil” fue bastante fuerte y lo hizo sin apelar a la filosofía sino con hechos concretos que desataron un juego de poder, seducción y muerte en una estancia de la provincia de Buenos Aires a comienzos del siglo XIX .

 

Calificación: Muy bueno

Alejandro A. Domínguez Benavides