Reflexiones sobre las virtudes del gobernante

Por José Luis Rinaldi

Javier Milei ha sido elegido presidente. En pocos días más asumirá sus funciones y en cierto sentido, recién entonces veremos de quién se trata, dado que siendo un outsider de la política, poco sabemos de su persona en cuanto al manejo de la cosa pública y su posible desempeño.

Quizá por la experiencia vivida con nuestros últimos gobernantes, no solo los inmediatos sino desde varias décadas atrás, pueda ser oportuno recordar algunas de las virtudes que debe poseer o que tendrá que adquirir rápidamente. No busco agotar el tema, sino resaltar aquellas virtudes que en el aquí y ahora de la Argentina pueden hacer la diferencia entre un Presidente más, y uno que nos recuerde a quienes hicieron grande a nuestro país, un estadista; al fin una aspiración legítima a la que los argentinos tenemos derecho luego de tantas frustraciones.

No he de referirme a la virtud por excelencia del gobernante, es decir a la prudencia política, pues está claro que sin ella es mejor que ni se asome al cargo. Ni tampoco a la justicia, la fortaleza y la templanza, que junto con la antes mencionada conforman las virtudes cardinales, ya que sin las cuales difícilmente pueda desempeñarse en forma satisfactoria para una ciudadanía sedienta de ética.

El pensamiento clásico estudió y desarrolló muchas otras virtudes, a las cuales consideró como partes de las antes mencionadas; a cada una de ellas le adjudicó como partes integrales o potenciales otras varias virtudes, con mayor o menor relevancia.

Entre esas partes, integran la virtud de la fortaleza la magnanimidad y la magnificencia, mientras que la piedad es virtud aneja a la justicia. A estas tres brevemente me dedicaré a continuación. ¿Por qué? Creo que son virtudes que pueden hacer la diferencia entre un gobernante más y un estadista, entre el quedarse en resolver el día a día sin iniciativas y el tener una visión de futuro, trazar los grandes objetivos, plantear y trabajar por políticas a largo plazo cuyo fin sea el bien común.

 

EN BENEFICIO DE LA SOCIEDAD

La magnanimidad es tanto como la grandeza de alma, predisponer el ánimo hacia las cosas grandes, hacia ideales superiores pero realizables, es un querer lo mejor, buscar lo más conveniente sin amilanarse ante las dificultades; es el uso perfecto de los bienes mayores en beneficio de la sociedad. Esa grandeza del alma se trasluce en las restantes virtudes, moviendo al hombre a esa grandeza en su acto propio. Los clásicos la vinculaban al honor, y al más alto honor, pues su vivencia lleva a su obtención, no sólo para quien la actúa sino también para la ciudadanía; el gobernante magnánimo tendrá la confianza y la seguridad necesarias para lograr sus propósitos. Pensará y dirigirá a la comunidad política buscando su plena realización, su brillo, su excelencia, su respeto y admiración por las demás naciones, el reconocimiento de su importancia y de la de sus habitantes, su fuerza como nación consolidada, aceptando y venciendo en los grandes desafíos. Buscará el reencuentro con aquella grandeza que alguna vez tuvo el país y a la que nunca hemos renunciado.

Y ello significará que lo mezquino, esas conductas lamentables y esas disputas de algunos por puestos o privilegios no lo distraerán en su misión; que estará más allá de las querellas y disputas propias de los egoísmos y aspiraciones personales, de culpar a los otros, de impedir la concordia social, para solo tener en claro que la fidelidad a la palabra empeñada y la búsqueda esforzada del bien común es lo que nos devolverá el honor para el país y sus ciudadanos, y el legítimo orgullo de haberlo recuperado luego de tantas frustraciones.

No se trata de que presuma lo que no posee, no se trata de ambición personal, no se trata de vanagloriarse, no se trata de ser pusilánime ante los desafíos que se presentan. Se trata de enfrentar la realidad con ánimo grande, con fuerza, con coraje, sin distracciones en las pequeñeces ni en la defensa de su propio yo, sabiendo entusiasmar a los gobernados en la obtención de los grandes objetivos fijados. Solo así podrá también convocar al sacrificio que por la ruindad de otros debemos asumir.

La magnificencia es una virtud que también es parte potencial de la fortaleza. Si la magnanimidad es tener ánimo grande en sentido general y extensivo a todas las demás virtudes, la magnificencia tiende y hace cosas grandes en lo exterior. Como decía Cicerón: “la magnificencia es la concepción y realización de cosas grandes y elevadas con cierta intención de ánimo amplia y espléndida”, por lo que hay un movimiento interno (“concepción”) que lleva a su “realización” en una obra exterior. Y en grande, para lo cual es necesario no solo concebirlas, sino contar con los medios para hacerlas. Es cierto que nuestra situación fiscal es muy precaria, que la falta de fondos ha sido reconocida por el Gobierno saliente, que el BCRA nos agobia con sus cuentas en rojo, que el riesgo país nos convierte en un paria dentro del orden internacional. Pero ello no puede significar que, a partir del capital humano que sí tenemos, debidamente movido hacia los grandes proyectos, no se intenten llevar adelante grandes obras, inversiones en sectores claves que lleven a la creación de puestos de trabajo y la necesidad de mano de obra, devolviendo al trabajo su dignidad. Podrán aplicarse fondos que hoy tienen destinos no productivos y más aún, brindando seguridad jurídica con el recto funcionamiento de las instituciones, logrando que la República vuelva a regir, también lograremos la financiación que nos ha sido tan esquiva. Lo importante aquí es que el gobernante en lo inmediato no renuncie a “concebir” obras en grande; su “realización” vendrá de la mano de nuestro esfuerzo y dedicación.

Sus vicios opuestos nos pueden iluminar algo más acerca de esta virtud: son ellos la mezquindad o tacañería por un lado, que se opone a la magnificencia por defecto, y el derroche o despilfarro o la prodigalidad, que lo es por exceso, donde en lugar de ser medidos los recursos en relación al valor e importancia de la obra, se gastan en forma innecesaria, sin relación a la obra concebida, a veces en beneficio personal o como consecuencia de la desidia o ineptitud de quienes deben decidir y administrar.

 

RELACIONES DE ALTERIDAD

En cuanto a la tercera virtud, la piedad, es una parte potencial de la justicia. Si esta última rige las relaciones de alteridad y significa “dar a cada uno lo suyo”, en ciertas relaciones con el otro, no es posible dar exactamente lo debido, pues no hay forma de devolver todo lo recibido del otro. Es por ello que no se consideran propiamente justicia a estas relaciones entre quienes son tan distintos. El pensamiento clásico ha señalado como relaciones donde los sujetos no están en igualdad, a la que existe entre Dios y los hombres, o entre los padres y sus hijos, o entre la Patria y sus habitantes. Precisamente nos detendremos en esta última; se la denomina patriotismo, pues nunca podremos devolverle todo lo que nos ha dado la tierra donde nacimos, nos criamos, nos formamos, constituimos nuestra familia, nacieron nuestros hijos…. pero sí se nos exige darle todo lo que podamos en agradecimiento y reconocimiento a lo que nos ha dado. Pero, como hoy la Patria se encuentra devaluada, por una inflación de ineptitud, de irresponsabilidad, de corrupción, de autoritarismo, de soberbia, de mentira, de relato…., ha llevado a que muchos conciudadanos se sientan desilusionados, frustrados, empobrecidos y hasta obligados a emigrar.

 

LA ESPERANZA

Es por ello que resulta indispensable que se nos devuelva la esperanza, que el gobernante sienta y viva la patria, que nos hable de ella, de nuestra riqueza cultural, de nuestros héroes; que nos la haga respetar, nos haga emocionar. Que sus símbolos patrios, que sus instituciones, que su historia, que las oportunidades perdidas sean restablecidas.

Así como los malos gobernantes nos han hecho perder el amor a nuestra tierra, a nuestras costumbres, a nuestros ancestros y hasta llegar a despreciar lo que somos, sólo el gobernante virtuoso nos devolverá el orgullo de ser argentino. Ojalá que así ocurra.