Reacciones explosivas: cuando el enojo se vuelve descarga

Hay reacciones en las que el enojo irrumpe con fuerza: sin mediación, sin elaboración, como una respuesta inmediata, impulsiva, desproporcionada. Personas a las que “no se les puede decir nada”, que parecen vivir al borde de un estallido. ¿Por qué, a veces, el malestar toma esa forma? ¿Nos enojamos más que antes? 

Desde el psicoanálisis, el enojo no se reduce a una emoción negativa. Puede ser expresión de una frustración, un límite o una pérdida, pero también el modo en que una pulsión -esa energía libidinal que busca descarga- se manifiesta sin pasar por la palabra, dando lugar al estallido. 

¿Nos enojamos más? 

Vivimos en una cultura marcada por el empuje al goce. El consumo se ofrece como regulador inmediato del malestar: ante la angustia, el vacío o la incomodidad, promete un objeto o experiencia que lo resuelva. Esta lógica no solo atraviesa lo material sino también los vínculos, los tiempos, los cuerpos. Se impone una urgencia por sentir, resolver y satisfacer ya. En ese marco, el enojo y la reacción funcionan como un atajo pulsional: no se piensa, se actúa. 

Asistimos además a un debilitamiento de la función simbólica: figuras, discursos y marcos que antes ordenaban el goce y regulaban la pulsión pierden peso. El sujeto queda expuesto a un mandato de gozar sin restricciones, sin falta. Y cuando no hay mediación posible, el enojo puede aparecer como un intento de hacer existir un límite, justo cuando todo lo empuja a desaparecer. 

El mandato de felicidad, otro rasgo de época, impone una exigencia constante de bienestar y optimismo. Se espera que estemos bien, que pensemos en positivo. Esta presión deja poco espacio para transitar el malestar y la frustración. Y cuando la satisfacción no llega, el enojo estalla. 

Ellos, más explosivos que ellas 

Estudios indican una mayor prevalencia del Trastorno Explosivo Intermitente -según el DSM-5- en varones. Las diferencias en la socialización emocional entre géneros tienen efectos clínicos. La masculinidad aún se asocia con la fuerza, el control y la agresividad, dificultando el registro de la vulnerabilidad y la búsqueda de ayuda. La ira se vuelve entonces una vía privilegiada de expresión del malestar. 

Es necesario revisar estos modelos tradicionales. La cultura ofrece marcos simbólicos que encauzan la pulsión; sin ellos, la respuesta queda librada al cuerpo, al grito o al golpe. 

El sufrimiento del entorno 

Estas reacciones impactan también en quienes conviven, acompañan o sufren las consecuencias. Se instala un clima de tensión constante, de anticipación al estallido, que lleva a callar o a adaptarse. Por eso, no solo es importante intervenir sobre quien presenta estas reacciones, sino también habilitar espacios de cuidado para su entorno, que muchas veces queda desbordado, silenciado o culpabilizado. En algunos casos, se vuelve necesario recurrir a dispositivos de salud o incluso a servicios de seguridad que protejan tanto al sujeto como a los demás. 

Cuando la pulsión no encuentra cauces simbólicos, cuando el empuje al goce y al consumo prometen soluciones rápidas y siempre insuficientes, el estallido aparece como una respuesta posible. Un mandato de felicidad que niega el dolor y la caída de referentes simbólicos que ordenaban el goce, dejan al sujeto sin contención. Tal vez sea hora de volver a preguntarnos qué lugar le damos a la palabra, a la espera, al malestar como parte de lo humano. Porque solo cuando el enojo deja de gritar, puede, finalmente, empezar a decir algo. 

Lic. Jimena García Lauria
Psicóloga – UBA (M.N. 44.080).  
Psicoanalista. Codirectora Tomar la Palabra