DE LA ‘CIVITAS’ PAGANA AL SURGIMIENTO DE LA CIUDAD CRISTIANA

Razones para una alegría real

POR ERNESTO ALONSO

No hace mucho leía un pasaje del libro de los Hechos de los Apóstoles, capítulo 8, versículos 1-8, que relata la dispersión que tuvo lugar entre los miembros de la comunidad cristiana de Jerusalén, pocos días después del martirio del diácono Esteban, disgregándose muchos de los discípulos por Judea y Samaria. Huyeron muchos, en efecto, a causa de una violenta persecución, permaneciendo en la ciudad santa solo los apóstoles.

El relato de Hechos da cuenta del ensañamiento de Saulo de Tarso contra la Iglesia, pero, al mismo tiempo, señala que aquellos que se dispersaron anunciaban la Buena Noticia a las gentes de las ciudades y poblados en los que entraban.

Fue Felipe quien bajó a Samaría y predicaba a Cristo, confirmando su testimonio con poderosos signos que convirtieron a muchos. “El gentío unánimemente escuchaba con atención lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos que hacía, y los estaban viendo: de muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban. La ciudad se llenó de alegría”. Otra versión dice: “(…) lo cual fue causa de gran alegría en aquella ciudad” (Hechos, 8, 8-9).

´La ciudad se llenó de alegría´. ¿Cuál fue la causa de esa alegría? Unos hombres, creyendo en Cristo, a quien habían acompañado en sus días de maestro y predicador, obraban ahora signos portentosos, pues paralíticos y lisiados se curaban y los espíritus malignos eran expulsados. Pero no solo se trató de signos extraordinarios, sino que la predicación era causa de admiración y de alegría, anunciando la Buena Nueva del Mesías resucitado.

BUENA SEMILLA

Aquí están las dos manos que siembran la buena semilla que habría de dar frutos de perdón y de salvación para todos los hombres de buena voluntad: la predicación de la Palabra y las obras de misericordia, las corporales y también las espirituales, como ha enseñado la Iglesia siempre. Es la alegría que consiste en reconocer con nitidez cuándo está Dios en medio de los hombres para escuchar sus súplicas y atender sus necesidades.

Me conmovió leer el pasaje por la expresión “la ciudad se llenó de alegría”. Y con ocasión de esa lectura de Hechos, pensé que tal vez no haya sido alegre la polis de los griegos, aunque fuese imaginada tan brillantemente por los genios de Platón y Aristóteles; tampoco la civitas romana, derrochando esplendor, magnificencia y poder, por la faz del mundo entonces conocido. Se trató de ciudades paganas, pues aún no se les había predicado el nombre de Cristo y sus ojos no habían contemplado las maravillas de Dios. El paganismo dominaba los corazones de aquellos hombres y vigilaba con rigor no carente de excesos las murallas de la ciudad antigua.

Con el tiempo, robustecida la comunidad cristiana a fuer de tenaz persecución de siglos, la Iglesia no solo evangelizó los corazones de muchos, sino que fundó sobre bases sólidas una civilización que perduró sin agrietarse hasta la ruptura de su sistema religioso en el siglo XVI, poniendo fin así a la unidad espiritual de la cristiandad.

Nuestras ciudades, las que denominamos occidentales, particularmente, acogieron los dones de Cristo y fueron bautizadas en el Nombre del Salvador. Claro, luego de aquella crisis, y otras que advinieron a su zaga, perdieron su blancura bautismal y muchas, sino tal vez la mayoría, renegaron de Cristo y echaron por la borda el rico haber de la civilización cristiana.

URBE SECULAR

La ciudad moderna, y si se quiere también, posmoderna se encuentra afligida a causa de innumerables males, algunos mayores, otros tal vez no lo sean tanto. La soledad, el individualismo, la anomia, la apatía, el consumismo y el materialismo, el dominio tiránico de las modas, las múltiples formas y estrategias de alienación, la crueldad escondida en el anonimato, los conflictos y las guerras permanentes, las adicciones y los trastornos de salud mental. Y cuántas tragedias más.

Alguno objetará que mi ojo percibe solo tragedias, olvidando declarar que, en nuestras ciudades del presente, que denomino seculares, también son evidentes gestos de humanidad, de solidaridad y aún de civilidad. ¡Claro, pues, si la ocasión se presenta, el hombre es capaz de sacar ese fondo bueno que anida en su corazón! Tal vez sea el romántico “buen salvaje” de Juan J. Rousseau. Personalmente, no creo en este mito sino más bien en el dato indefectible de la bondad que anida en la naturaleza humana por virtud de quien la creó.

Muchos han advertido contrastes en la vida íntima de nuestras ciudades. Por una parte, y aunque persistentes males las aquejen; por otra parte, pareciera que están llenas de alegría, o de alegrías, y disponen de un abasto suficiente y variado de entretenimientos, aún de los legítimos y buenos, para sortear o bien soportar los males de la vida presente.

Y así, la vida en las ciudades continúa, con esa rara y extraña combinación de sentimientos que, resumidos, uno, se empeña en detestar con mayor o menor acritud los males antedichos; otro, auspicia la entrega llana del corazón a las infinitas variedades de distracción y olvido.

La vocinglería pertinaz de variopintos ídolos pareciera haber apagado aquella predicación del único Nombre bajo el cual somos salvos; y los poderosos artificios de la ciencia y de la tecnología modernas, perecen suplir con empeñoso éxito los signos y portentos del único que tiene poder sobre lo visible y lo invisible.

No escuchamos la Palabra, sino que persistimos atiborrados de palabras, que no son sino ruidos y rumores; y los signos que presenciamos son obra de hombres sagaces y hasta de falsos profetas, cuando no de aquellas huestes espirituales que habitan en las regiones celestes.

¿LAICOS O CRISTIANOS?

Nuestra ciudad se llenará de alegría cuando sus oídos retornen a la escucha de la Palabra de su Señor y Salvador, por boca de ministros santos, cuyos corazones derraman, ellos primeros, la gozosa noticia del perdón y de la salvación. Nuestra ciudad se llenará de la alegría de los que saben reconocer los dones y las maravillas de Dios; primeramente, la gracia que convierte el corazón, el amor que es el alma de las virtudes y por fin, los dones del Santo Espíritu, que nos conforman a Cristo y nos hacen a su semejanza. Entonces, sí, la ciudad se llenará de alegría. Solo entonces, no habrá llanto que no encuentre consuelo, enfermedad que no reciba alivio, mal que no pueda sobrellevarse, dolor que un abrazo no mitigue, pena que no encuentre socorro.

Con todo, no será alegre la ciudad solo por el testimonio de hombres íntegros, sino también por virtud de la autoridad política, abierta al reconocimiento de los derechos de Dios. Pues no menos que los hombres, individualmente considerados, debe tributar culto público al Dios verdadero la comunidad política que reúne a los hombres bajo un gobierno legítimo y cuyo ejercicio tenga a la vista el bien común temporal.

Este párrafo, escueto en su formulación, apenas esboza un aspecto central de la doctrina cristiana sobre la sociedad y la autoridad política. En este punto dos tesis son contrapuestas: la afirmación de la constitución cristiana del Estado, frente a la constitución laicista propuesta por el “derecho nuevo”. Estas breves afirmaciones constituyen el núcleo principal de la encíclica Inmortale Dei, del Papa León XIII, dada a conocer el 1 de noviembre de 1885. Precisamente, el subtítulo de la Encíclica es “la constitución cristiana del Estado”.

La tesis central de la Inmortale Dei es la superioridad del orden político cristiano sobre el orden político laicista, sea que adopte el estilo del régimen liberal o bien el del régimen socialista. La ciudad fundada sobre bases cristianas tiene como propósito conferir a la vida política un fundamento más estable que el que le ha proporcionado el liberalismo político y los socialismos de variada especie.

Traemos a cuento el recordatorio de dicho texto pontificio y de su autor, León XIII, aprovechando la ocasión para señalar que el nuevo Pontífice romano ha elegido el nombre de León XIV, en honor de su predecesor. Y lo ha hecho aclarando que ha querido rendir tributo a otra extraordinaria pieza del magisterio leonino: la Rerum novarum, de mayo de 1891, destinada a esclarecer la grave cuestión social suscitada con ocasión de los efectos nocivos de la industrialización de fines del siglo XIX.

El Papa recientemente electo, en el primer saludo al pueblo fiel reunido en la Plaza de San Pedro, con ocasión de su elección el jueves 8 de mayo, ha recordado la centralidad de Cristo expresando que “somos discípulos de Cristo, Cristo nos precede, el mundo necesita su luz. La humanidad lo necesita como puente para ser alcanzada por Dios y por su amor”. El mundo y la humanidad son locuciones que significan realidades que van más allá de la conciencia individual de cada hombre y de cada mujer; se trata de la necesidad que las sociedades y las naciones tienen de Cristo.

TRES PALABRAS

Y el pasado 16 de mayo, en la audiencia concedida al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, León XIV de nuevo ha tenido presente a su predecesor León XIII y su ya citada primera gran encíclica social, anhelando que tengamos presentes tres palabras clave que constituyen los pilares de la acción misionera de la Iglesia y la labor de la diplomacia de la Santa Sede. Son ellas paz, justicia y verdad.

Con ocasión de esta última ha manifestado que “no se pueden construir relaciones verdaderamente pacíficas, incluso dentro de la comunidad internacional, sin verdad (…) por su parte, la Iglesia no puede nunca eximirse de decir la verdad sobre el hombre y sobre el mundo, recurriendo a lo que sea necesario, incluso a un lenguaje franco, que inicialmente puede suscitar alguna incomprensión. La verdad, sin embargo, no se separa nunca de la caridad, que siempre tiene radicada la preocupación por la vida y el bien de cada hombre y mujer”.

Me figuro que dichas palabras sean, tal vez, uno de los modos posibles de recrear aquella enseñanza de su predecesor; pero, eso sí, con un lenguaje que sea capaz de conquistar el corazón del hombre actual, fatigado y escéptico por tantas vanas promesas y a causa de múltiples discursos vacíos y lacerantes fragmentaciones que tanto hieren.

Conviene recordar que la perfección de la ciudad y la felicidad de los ciudadanos no depende en última instancia sino de Dios. Ya lo advierte la Escritura: “Si Yahvé (el Señor) no edifica la casa, en vano trabajan los que la construyen. Si no guarda Yahvé la ciudad, en vano vigilan sus centinelas” (Salmo 126, 1).

Si Dios edifica la casa y si guarda el Señor la ciudad, entonces, quienes trabajan, quienes vigilan, quienes enseñan, quienes cuidan, quienes gobiernan y quienes oran, serán felices y bienaventurados. Así serán bendecidos los hombres que temen al Señor y su alegría en la ciudad será figura, imperfecta, pero anticipo, al fin, de aquella bienaventuranza eterna en la Patria.