Filosofía cotidiana

¿Qué hacemos con nuestra consciencia de finitud?

Nos vemos obligados a aceptar que es extraordinariamente extraño el comportamiento humano ante la consciencia que tenemos sobre la finitud de la vida. Somos la única especie, de entre todas las que habitaron –y habitan– la Tierra, que entiende que esta vida tiene, inevitablemente, un final. Es decir, que ni bien contamos con capacidad de raciocinio nos damos cuenta que hay un punto final en la existencia, al que llamamos “la muerte.”
Sería de suponer que con semejante criterio de realidad habríamos de utilizar cada día, cada momento, todo instante, en la búsqueda de realizaciones útiles que nos condujeran a la concreción de nuestros deseos positivos de vida. Empero, rara vez esto es así. ¿Qué le pasa al humano entonces? ¿Cómo es posible que lo normal sea –y no es de ahora; aunque en la actualidad se advierta con mayor intensidad y frecuencia– dilapidar el tiempo? Ese tiempo que es irrecuperable. Obsérvese la paradoja de que ni la persona más adinerada del mundo puede comprar un minuto perdido.
Lo lógico sería que cada humano estuviera, desde el momento mismo en que comprende esta realidad, ocupado en temas útiles y trascendentes. Vivir de manera intensa, buscando un bienestar biopsicosocial que le brindara satisfacción, plenitud y bienestar a partir de aquellas realizaciones personales que lo completan y otorgan sentido a su vida.
Filósofos de todos los tiempos se han ocupado de esto. Pero, tal vez, quien mejor lo sintetizó fue San Ignacio de Loyola cuando explicaba que lo único que hay que responder es a dos preguntas: “¿A dónde voy y para qué voy?”

MALESTAR EN LA CULTURA
Dedicar tiempo a cuestiones banales e intrascendentes, utilizar tiempo y energía psíquica a celos, odios y envidias, es algo que ningún humano haría habida cuenta de que, al comprender su finitud, no se permitiría perder tiempo ni energía en ello. ¡Pero no es así! Ocurre exactamente lo opuesto. De allí, por supuesto, que lo normal sea la frustración, la irritabilidad, el enojo inconducente, angustias, ansiedades y depresiones. ¡Lo normal es el malestar!
Ya Sigmund Freud escribió sobre el malestar en la cultura. No es otra cosa que el hecho de no haber encontrado, cada quien, el sentido de su existencia.
Estamos dotados de libre albedrío que nos permite tomar decisiones. Tenemos pensamiento racional reflexivo con el cual analizar qué decisiones tomaremos, cuales no y por qué motivo así lo haremos. A tal punto que bien podemos afirmar que lo que popularmente se denomina “destino” no es otra cosa que el resultado de las decisiones que hemos tomado y las que no hemos tomado. Sencillo: cosecharás tu siembra.
Todo es resultado de lo que hacemos como de lo que hemos dejado de hacer. Bien decía Stephen Hawking que hasta las personas más convencidas de la existencia de un destino predeterminado, antes de cruzar la calle miran si el semáforo les permite cruzar. Si hay un destino, ¿por qué no cruzar directamente? Si está escrito que nada le pasará así habrá de ser.
¿Qué hacemos con nuestra consciencia de finitud? Por qué cuesta tanto indagar, cada quien en su esencia, para comprender cuál es la razón por la cual está viviendo en este momento? Tal vez a causa de que tal responsabilidad más que asustar, directamente, aterra. Hacerse cargo de uno mismo y llevar adelante una vida trascendente pareciera ser – desde los albores mismos de la Humanidad – algo resguardado a seres especiales. No es posible que así sea. Si sólo un humano pudo hacerlo… ¡entonces todos podemos! Pero, claro, hay que darse permiso para ello.

TIEMPO SUFICIENTE
Ante todo, esa búsqueda para tomar consciencia plena de qué hacer con nuestra finitud, implica tener tiempo para uno mismo. Tiempo diario. Tiempo suficiente. Para pensar, reflexionar, indagarse. Tiempo para lo espiritual. Por alguna razón estoy aquí, en este lugar del Universo. Cada uno de nosotros es, también, una pieza importante en el orden cósmico. ¿Cuál es mi rol y misión?

Comprender que cada humano es muchísimo más que el resultado de reacciones físico/químicas. Que existe en nosotros algo trascendente que hace al concepto de vida.
El malestar que afecta a la Humanidad es, ante todo, el haber disuelto la idea de trascendencia para reducirla al inmediato presente, a lo fácil, a lo intrascendente, a lo que no requiere esfuerzo ni planificación, al sometimiento a los estímulos externos.
Todo lo cual va en contra de la condición humana que ha de ser –ante todo– el ejercicio de la libertad. Pero, claro, ser libre implica estar en un lugar incómodo. Lo más alejado de la ilusoria “zona de confort” que propone el marketing.
La libertad implica poner en acto –de manera permanente– todo aquello que hace a la condición humana. En particular, la creatividad. Esto es: originalidad. El humano no fue hecho para estar en la manada, sino para ser único e irrepetible.