LOS TRABAJOS Y LOS DÍAS

Por qué las labores todavía importan

La actividad productiva dignifica a la humanidad. Somos lo que hacemos. El pueblo no se salva con slogans, teorías o aplicaciones diversas.

Por Gianluca V. Di Battista

Aunque los intelectuales crean que la realidad se mide con gráficos y estadísticas, hay verdades que no necesitan de un Excel para ser demostradas, resultan evidentes por sí mismas. Acá va una: hay trabajos buenos y trabajos malos. Oficios que ennoblecen y ocupaciones que degradan. Trabajos que construyen, alimentan, curan, educan, reparan. Y otros que simulan, estorban y entorpecen. Hay trabajos que sirven a los demás y nos acercan a Dios, y hay ocupaciones que sólo existen para vivir a costa del trabajo ajeno.

Lo que digo no es novedad, somos lo que hacemos. No es sólo una metáfora: nos convertimos en el trabajo que realizamos. Las apariencias no son solo signos: de algún modo, causan lo que significan. Es decir: la casa que habitamos, la ropa que usamos, los espacios que recorremos, los paisajes que vemos, las herramientas que tocamos, los horarios que cumplimos, los silencios o los ruidos con los que convivimos… todo eso no decora la vida: es la vida misma. El hábito, efectivamente, hace al monje. Y el trabajo hace al hombre.

Las labores que aportan algo real se miden en frutos tangibles: kilos cosechados, lectores informados, máquinas reparadas, panes horneados, niños educados, techos levantados. Intervienen en la persona o la sirven participando del orden de la creación y transformando la materia.

Así, sostienen la vida en sociedad y sirven al prójimo con bienes de calidad a buen precio. En cambio, los trabajos vacíos consisten en reuniones sin sentido, trámites infinitos, burocracias de escritorio. Simulan actividad, justifican horarios y fragmentan la existencia.

No fue sólo el paisaje lo que perdimos. Renunciamos a las pausas, al taller, a la conversación cara a cara, al galpón compartido, al horizonte abierto. Cambiamos todo eso por pantallas, chats, cubículos y ascensores. Y después nos sorprende que la vida duela: aumentan los suicidios y los abortos, baja la natalidad, crecen la desesperanza y la frustración. Resulta evidente, no necesitamos usar palabras difíciles como “pesimismo antropológico” para notar que hay gente que siente que la vida no vale la pena.

El trabajador rural, el camionero, el albañil, el carpintero, el mecánico, el tejedor, el panadero… los que aún trabajan con las manos, con herramientas, con materia, son vistos como anacronismos a superar. Pero son ellos los que sostienen el mundo real. Lo demás es fantasía. La Patria se juega en las cosas concretas.

Se preguntaba mi nonno Nicola en un rudimentario español: “¿Cuántos ladrillos pegaste vos por esta Patria?” Esa pregunta incómoda vale más que todos los posgrados, masters y especializaciones en management de quienes desde un aula climatizada pretenden darnos lecciones de nacionalismo.

SENTIDO

Pensábamos que las Inteligencias Artificiales nos ahorran todo el trabajo, pero el mundo avanza y el trabajo que quitan no es el que ennoblece, sino el que simula productividad sin sentido. Por el contrario, bien utilizadas, nos favorecen: liberan tiempo para tareas creativas y manuales, permiten perfeccionar oficios, mejorar procesos y dedicar energía a lo que realmente aporta a los demás. La IA no reemplaza al albañil, al panadero o al camionero; les permite enfocarse en lo que hace que su labor sea valiosa y humana.

Olvidamos que el trabajo es mucho más que un medio de subsistencia: es una forma de sentido. Nos convencieron de que la tradición era un lastre, que la intuición era poco científica, que el amor era una distracción, que la suerte no existía.

A cambio, nos ofrecieron procedimientos, sistemas, métricas y protocolos. Pero no se puede vivir del todo entre planillas y pantallas. Hay una satisfacción concreta, tranquila, que viene de hacer bien las cosas, de compartir el esfuerzo, de ver pasar el tiempo en ciclos y no en relojes. El trabajo, cuando es real, no sólo resuelve: también dignifica. Da forma a la vida. Y eso, aunque no entre en ningún archivo, pesa.

Los pueblos no se salvan con slogans, ni con tesis ni con apps. Se salvan con trabajos y con días. Con herramientas. Con pan. Con clavos. Con sentido común, con esfuerzo, con fidelidad cotidiana. La santidad no es una exaltación ocasional: es una rutina diaria. En el que enseña. En el que cría. En el que cuida. En el que embala. En el que cura. En el que repara. Allí está el encuentro con Dios.

Pero ese trabajo, el que vale, hoy está sitiado. No por falta de voluntad, sino por la maraña de obstáculos que lo rodea. Cada intento de producir algo, hacer un flete, comprar una máquina, levantar un galpón, abrir un taller, exportar una fruta, pagar un sueldo, choca contra un Estado hinchado, hostil e inútil.

Un Estado que no promueve, sino que interrumpe; que no acompaña, sino que regula y cobra. Los políticos, esos devoradores de presentes, que dicen mucho, cumplen nunca y cobran siempre, se han cargado el destino de millones, pero han evidenciado esto: al trabajo no le temen los pobres, le temen los burócratas.

A esto se suman dos enemigos directos: la inflación y la inseguridad. No son fenómenos técnicos: son ataques culturales. La inflación castiga al que ahorra, desordena al que produce, desalienta al que emprende. La inseguridad aterra al que madruga, al que vuelve tarde, al que trabaja lejos. Ambas destruyen el mérito, el sacrificio, el esfuerzo. Y cuando se destruye eso, sólo queda la ley del más fuerte… o del más vivo.

Fue una tremenda injusticia privarnos del fruto de nuestro esfuerzo, el salario, con una moneda que se derretía, y, al mismo tiempo, obligarnos a vivir tras las rejas, desconfiados de todos incluso de nuestros vecinos, cuidando con miedo lo que adquirimos con tanto esfuerzo. Durante años se habló de Justicia Social como clientelismo. Pero esta es la verdadera: garantizar las condiciones para que el trabajo sea posible y valga la pena.

Porque el bien común no es la suma de intereses individuales ni la mera administración de necesidades. Es un orden social justo en que cada persona puede desarrollarse plenamente y en el que todos compartimos obligaciones y derechos, responsabilidades y frutos. Eso no es mera poesía, significa que uno pueda comprar una casa, emprender un negocio, o sembrar un jardín… a sabiendas de que el esfuerzo vale.

En síntesis, el trabajo no es solo economía. Es cultura. Es identidad. Es destino. Por eso las tareas simples, necesarias, repetidas, tienen más verdad que cualquier discurso brillante. Porque no apuntan al delirio de salvar el mundo, sino al deber de hacerlo funcionar o al menos de no romperlo.

Esas labores que no destacan ni figuran, son las que de verdad sostienen la vida: poner una mesa, hacer pan, regar un árbol, barrer un galpón, curar a un enfermo, enseñar a un chico. No necesitan justificar su sentido: lo encarnan.