POR ETHEL JUNCO DE CALABRESE (*)
Esperé que se estrenara Puán con avidez pensando hallar ritmos de juventud; no sospeché que en la trama estaríamos todos, algunos viejos amigos y otros, menos amigos y ya entonces avejentados. Tampoco imaginé que sobre ese escenario localista -la misma mugre en las aulas, la misma liberalidad en las pintas- y en medio del desprecio argentino por las formas -regalo cínico de décadas de populismo- habría tanta cercanía y universalidad.
La película Puán invita un poco a la nostalgia y mucho al deseo, lo que es igual; creo que también es capaz de reconducir a la esperanza. Más allá de la parodia de unos pocos, mínimos para llegar a ser iconoclastas, el eros filosófico prevalece.
En primer plano, parece una película que dice lo que hay que decir: unos adolescentes necesariamente revolucionarios, que no imaginan cómo cambiarían el mundo si estudiaran un poco, un leninismo rancio -si se permite el pleonasmo-, un pretencioso desorden que no tiene semillas para el caos, una sociedad que consume protesta y polaridad, unos baños y un lenguaje nivelados con el prosaico “no binario” para no molestar a nadie.
COSAS HUMANAS
Pero también, parece una película hecha con respeto por gente marginal, que tiene hambre, pero aun así estudia, que no cobra, pero aun así va al trabajo, cuyo horizonte será siempre la desigualdad y su misión resistir, aunque a veces se resbale por el barrito de la obsecuencia. Cosas humanas…
Y todo esto coronado por el previsible profesor de filosofía, con el que cualquiera empatiza, al igual que lo haríamos con el desamparado que pide limosna en la esquina.
Entre que los griegos ayudaron poco -gente que atendía en las plazas o vivía en un barril, sin una oficina decente- y que la revolución industrial se los llevó puestos, los profesores de filosofía son lo más ridículo del mundo.
Si al estereotipo le agregamos Buenos Aires, en su repetitivo diagnóstico terminal, tenemos el pasquín tanguero.
Pero no es así.
Resulta que el hoy infeliz profesor ayer fue un anónimo y leal estudiante, que permaneció al lado del maestro sin esperar compensaciones, que no puede decirle las palabras que siente cuando muere -porque las siente todas y, entonces, ninguna es apropiada-, que da clases con su jean arrugado y su mochila grotescamente gastada, pero siempre con énfasis, convicción, entusiasmo, porque ahí, precisamente ahí, está vivo y dando vida.
Este profesor, para cumplir con la ley de los contrarios, tiene su antagonista. Compañero de clase antaño, recién llegado de Alemania y en proyectos de investigación con los últimos herederos de Heidegger, reclamado para publicar, atildado en el vestir, seductor pianista que canta en francés, de novio a los 50 con la actriz de cine… los componentes son desiguales para un combate singular, pero en el choque emergerá el arquetipo.
Quien diga que esto es una revelación -o spoiler, como guste- se confunde; no es más que una fenomenología de aulas y pasillos, de cafés y mensajes truncos, de la que cualquiera puede dar fe.
Aristotélicamente, el argumento cumple con las prescripciones, llevándonos de la risa a la lágrima, del miedo por el oscuro deseo a la catarsis por la buena intención; y como quieren los maestros, de Cervantes a Marechal, la compasión cae sobre nuestro héroe.
La pregunta es ¿por qué un soñador guionista y un temerario productor lanzan esta botella en el mar de una sociedad incómoda ante los principios y fanática de resultados?
Acaso sea para sugerir que algo -no individual, sino común- se salva cuando perseguimos el conocimiento en diálogo y nada más, cuando tenemos necesidad de una imagen bella y nada más, cuando una inspiración sugiere que no estamos solos y nada más, sin subvención universal ni premio al presentismo.
Acaso la película sugiera que no hay pacto entre la tenue luz de la verdad hallada y el encandilamiento del éxito, porque todos sabemos que el alma sólo se puede vender una vez y no se aceptan devoluciones después de usar la prenda.
Sea esta película una loa a todos los desterrados de la ciudad que carecen de antecedentes con alto impacto social, a los que saben que, al decir de Steiner, "Jerusalén mata a sus profetas y Atenas a sus pensadores".
* Doctora en Letras y en Filosofía.