Acuarelas porteñas

Panceta, Homo Fabulator, Rosaura a las cinco


Según Panceta, no había mañana en que no recibiese alguna carta. La mayor parte provenía de discípulos pertenecientes a diversas ramas del saber que solicitaban su consejo ante problemas abstrusos. Asimismo una cantidad considerable era enviada por mujeres que, arrobadas, le declaraban su amor, aun sin conocerlo personalmente.

Concentrado en cuestiones científicas esenciales, solía desechar estas propuestas femeninas. Pero de vez en cuando accedía a concretar una cita galante con alguna de sus flechadas, confiando en el azar y entregado al hechizo que implican la sorpresa y lo desconocido.

El mismo día en que cumplió treinta años recibió cierta misiva… Un sobre rosa, con perfume de violetas. El remitente sólo consignaba: Rosaura, avenida Melián tal número, Buenos Aires.

La letra, en tinta azul, era redondita, muy agradable y prolija, aunque algo infantil.

Como de la nada, surgió un sobre rosa en la mano de Panceta. Se solazó con su fragancia, extrajo una hoja y nos leyó textualmente: Estimado Sr. Arquitecto Panceta: quizá le sorprenderá la presente.

En el diario El Día he leído la nota sobre su visita de asesoramiento al gobernador bonaerense. Confieso que he quedado prendada de su inteligencia, de su elevado criterio y, ¡no se ría de mí!, también me he enamorado de su presencia física.

Me encantaría conocerlo personalmente, para charlar, intercambiar ideas y tal vez iniciar una relación afectiva que, ojalá, pueda desembocar en nuestra boda.

En caso de que usted esté de acuerdo, lo esperaré el sábado 7, a las 17 horas, debajo del reloj del andén 3 de la estación ferroviaria de La Plata.

No es necesario que conteste esta epístola. Yo lo aguardaré con el corazón palpitante. Si usted me hiciera el favor de apersonarse, yo me sentiría la más dichosa de las mujeres. Si, en cambio, usted decide no asistir, también lo comprenderé y me retiraré compungida y desdichada, pero no rencorosa.
Yo a usted lo conozco perfectamente. Pero creo útil describirme a grandes rasgos: soy pelirroja con algunos reflejos rubios; tengo catorce pequitas sobre la nariz y las mejillas; delgada y esbelta, mi estatura alcanza un metro con setenta centímetros; y, a diferencia de ciertas damiselas, revelaré mi edad: treinta y cinco años.

Lo saludo con afecto y me permito enviarle un beso. Rosaura.

–¿Por qué –nos preguntó Panceta– me citaba en La Plata, viviendo en la avenida Melián? En todo caso, si le gustaban los trenes, podríamos habernos citado en la estación Belgrano R.

Sea como fuere, picado por el bichito de la curiosidad, Panceta decidió ir.

EN LA CIUDAD DE LAS DIAGONALES

Ya en La Plata, se dirigió al andén 3, debajo de cuyo reloj se hallaría, teóricamente, la señorita Rosaura, pelirroja con reflejos rubios, de un metro setenta, delgada y esbelta, y de treinta cinco años de edad.

Y allí se encontraba, sonriente, una mujer que, antes de que él pronunciase palabra, le estampó un beso en cada mejilla.

Al instante Panceta registró varias divergencias entre el autorretrato poético y la realidad física.

El cabello no sólo carecía de reflejos rubios, sino que, elevándose a modo de cresta de pajarraco, ardía en el furibundo fucsia de las tinturas capilares. Las cifras guardaban una inversión simétrica: la dama no medía un metro setenta sino un metro treinta y cinco; y no tenía treinta y cinco años sino setenta. La proclamada esbeltez del cilindro había capitulado ante la rotundez de la esfera. La nariz, más pico de tucán que de ruiseñor, regía el pintarrajeado laberinto del semblante, de donde habían desaparecido las catorce pequitas.

Ante esa conjunción de gallo de riña sobrealimentado y ranforrinco multicolor, Panceta quedó petrificado y a punto de sufrir un infarto que podría arrastrarlo a la sepultura. Pero, sin que atinara a saber cómo ni por qué, unos minutos más tarde Rosaura y él habían abandonado la estación.

- Padecí un suplicio –nos dijo– que no le deseo ni a mi peor enemigo: tuve que varear a mi partenaire, de escueta minifalda y generoso escote, por las calles de La Plata. Caminamos un rato al azar, mientras ella hablaba y hablaba sin que yo le prestase demasiada atención.

Entonces Rosaura le sugirió que la invitara a tomar algo…

–Encima –reflexionó, apesadumbrado– de que se había burlado de mi candidez, quería hacerme gastar plata… En cuanto pudo, se desentendió de la doncella y, herido de ultraje, emprendió el regreso a Buenos Aires. Durante el trayecto, como previsible consuelo, no pudo no rememorar el feliz romance que, en su pasada estadía en el reino de Moscovia, había disfrutado con otra Rosaura, la princesa heredera del trono. Y finalmente se juró a sí mismo no concertar nuevo encuentro con ninguna de sus múltiples enamoradas.

A esa breve altura de mi infancia acepté como verdadera la historia del chasco de La Plata. Sin embargo, transcurrido algún tiempo, me resultó fácil advertir que Panceta me había precedido unos cuantos años en la lectura de más de una obra literaria.