El rincón de los sensatos

Otra vez, la Pena de Muerte (¿una consulta popular?)

Un año atrás publicamos en estas páginas de una nota titulada “Pena de muerte, un debate necesario”. Entonces hicimos referencia a dos crímenes que conmovieron al país: el del joven Fernando Báez Sosa y el del apenas más que un bebe, Lucio. 

Asesinado el primero por una jauría subhumana, uno de cuyos integrantes se jactó de que Báez había “caducado” (sic) al tiempo que otro lamió de su mano, tal vez con alegría, la sangre de la víctima. Jauría la cual, fue en pleno a comer, luego de su crimen. En otras palabras, fue a festejarlo. 

En cuanto a Lucio, como dijimos entonces, “fue torturado hasta la muerte por su madre y por su pareja lesbiana”. Todo ello nos llevó a proponer, con urgencia, un debate sobre la pena de muerte, hoy inexistente en nuestro país. 

Un año después, la historia se repite. Lejos de reaccionar, el Estado permanece pasivo. Y en estos días se han espejado los casos del año pasado. El joven Tomás Tello, perseguido por otra jauría -que tampoco encasilla en lo humano- es muerto de una cuchillada. Y una chiquita de 9 años es asesinada a balazos por quienes intentan robar el auto de su padre.

La gente del común clama por la pena de muerte. Pero la santurronería de lo “políticamente correcto” asegura que el Estado no puede privar de su vida a semejantes asesinos, dejando en un lugar subalterno la de las víctimas. Con lo cual, se lastima la misma razón de ser del Estado: el orden social. Que desprotege a quien debe tutelar: al ciudadano común, al hombre de la calle. 

Dijimos, en una nota reciente, que estamos lejos de renegar del derecho penal liberal, que asegura el principio de inocencia y el derecho a defenderse. Lo que no impide que, entre nosotros, sus penas y sus reducciones se adecuen a la realidad que vivimos. 

OTROS TIEMPOS

Dos grandes ensayistas, Arthur Koestler y Albert Camus -admirados por quien escribe- han escrito fundadamente contra la pena de muerte. Pero sus críticas, más que justas, se referían a otros delitos y a otros tiempos.

El primero de ellos recuerda el caso de Andrew Benning, de trece años, ahorcado en 1801 por robar una cuchara.  Y el de una niña de sólo siete, también ahorcada, por prender fuego a una casa en 1808. Y no olvidamos el caso del caballero de la Barre, al que se despedazó simplemente por haber sido acusado de no descubrirse ante una procesión. Caso que cita Beccaria, en su obra fundacional del moderno derecho punitivo. ¿Quién no estaría contra semejantes crueldades?

Ahora bien, la barbarie de esas penas nos muestra, también, cuan distintas fueron las faltas entonces castigadas, con respecto a la crueldad de los crímenes que acabamos de recordar. 

Los que caen, especialmente, sobre la capa más vulnerable de la sociedad. Para los que ésta reclama, en voz bien audible, penas adecuadas. Entre las cuales, está la de muerte para homicidios como los que hoy nos conmueven. Y para quienes integran grupos criminales militarmente organizados en guerra con la sociedad.

No confiamos en que nuestros legisladores –tan afines a los Chocolates, como mudos cuando se asesina a un fiscal, Nisman, el día anterior al de acusar a la Presidente ante el Congreso- se muevan en la dirección adecuada.  

Sabemos que la Convención Americana de Derechos Humanos prohíbe reinstalar la pena de muerte en aquellos países en los que, como en el nuestro, fue derogada. Y, también, que derogar esa Convención -vigente entre nosotros- requiere el voto de dos terceras partes de los miembros de cada Cámara (art. 75 inc. 22, Constitución Nacional). 

Porque en 1994, lo “políticamente correcto” fue insertar tratados al voleo en la Constitución, como si a ella le hubieran hecho falta. Y, además, hacer difícil su derogación (aunque al aprobarlos, pocos convencionales conocieran de ellos algo más que sus títulos). 

De todos modos, hay en la Constitución una norma que permitiría conocer el pensar de la ciudadanía en este punto. Norma inobjetable para la “corrección política”, si es que ésta realmente lo es. Se trata de la consulta popular, prevista en su artículo 39. 

No se trataría de sufragar cuestiones de técnica penal. Sí, en cambio, de votar la dirección que debe imprimirse al sistema punitivo. Incluidas las penas para ciertos delitos. Y el Congreso debería acatar lo que de ella resulte, legislando de conformidad.