IMPRESIONES SOBRE ‘LEGADO GAUCHO’ DE LONG-OHNI Y FERNANDO SÁNCHEZ ZINNY

Ofrenda a las tradiciones camperas

Con ciertas salvedades, no suele resultar fácil en la actualidad tan llena de premuras, imaginar lectores para un libro de quinientas sesenta páginas. Pero Legado Gaucho se manifiesta desde su reciente publicación, como una excepción a la regla. Ello en mérito a lo ameno de su prosa, el interés que despiertan los temas enfocados, la brevedad de cada uno de sus documentados ciento cuarenta y ocho capítulos, virtudes a las que cabe sumar la atracción que representa la originalidad de echar miradas hondas y “de fundamento” a lo Martín Fierro, hacia nuestras raíces culturales criollas, algo así como una respuesta a este mundo globalizado y las más veces supersticioso, superficial y exigentemente multicultural.

En ese sentido la contundencia del mensaje de esta obra no deja dudas en cuanto reivindicación de un telurismo capaz de desentrañar la coloratura original de costumbres y usos propios del saber y el sabor popular, o mejor del “saber sabroso” de nuestros hombres y mujeres de campo, despejando así los torpes residuos agregados por un comercial folclorismo de exportación.

El volumen de carácter misceláneo que fue compuesto de manera conjunta por Long-Ohni -seudónimo de la poeta y ensayista Silvia Longoni, fallecida en 2020- y Fernando Sánchez Zinny, poeta, traductor, docente, notorio periodista de opinión y miembro de número de la Academia Nacional de Periodismo, recoge, principalmente, los artículos que cada uno de ellos firmaron durante casi un cuarto de siglo en la columna “Rincón Gaucho” de la Sección Campo del porteño diario La Nación, columna a cargo primero de Analía Testa, después de Mariano Wullich que murió en abril de 2023, y después de Carlos Mira.

En la primera parte subtitulada: “Viene por la boca”, Long-Ohni, luego de historiar los aún requeridos platos populares nacidos en otros tiempos y de enumerar los ingredientes de cada uno, presenta sus recetas de preparación en el mejor estilo de la Juana Manuela Gorriti de “Cocina ecléctica”. Después, como en una larga sobremesa, se trae al rescoldo del fogón paisano o fortinero, “esa tribuna democrática del ejército” en términos de Lucio V. Mansilla, datos sobre melodías y ritmos de tierra adentro como las vidalitas, el malambo, el triunfo, el pericón o la chacarera. Y para sostener todavía animada la reunión, se convoca a reconocer juegos de naipes conversados en pulperías rurales y borgeanos almacenes rosados de los arrabales. No falta aquí la atinada indicación de Long-Ohni al explicitar la razón por la cual tanto el truco como el tute cabrero eran pasatiempos de hombres: se suponía que mal podían emplear estrategias para esos juegos de ingenio las mujeres, seres de inteligencia inferior. No se trata de un “feminismo de compensación” -en categoría del uruguayo Carlos Vaz Ferereira- lo observado por Long–Ohmi y sí de una deducción suya de sentido común.

SIN PREJUICIOS

Escritora consecuente en su no disimulada posición política adscripta a la visión nacional y popular, se asoma con objetividad y ajena a los prejuicios de quienes vieron en el autor de Don Segundo Sombra, más al mundano estanciero que propiamente al paisano allí retratado. (Otro tanto se le achacó a Enrique Larreta en la novela Zogoibi).

Partiendo pues de Güiraldes y el héroe con nombre de irrealidad de su libro, que marca un epílogo de la literatura gauchesca y ha seguido recibiendo elogios críticos como los de Battistessa o Marinello, así como objeciones más ideológicas que literarias de Hernández Arregui y Noé Jitrik, se empeña la autora en buscar una síntesis como otro elemento más coadyuvante a la consolidación de esas letras con su carga de despedidas del género. De una síntesis que trasunte el significado mismo de Don Segundo Sombra e incluya como fases del proceso dialéctico la centenaria discusión sobre el hombre de la llanura: aquel ser indómito reivindicado en sus derechos por Hernández y casi animalizado por Sarmiento con eso de que “la sangre es lo único que tienen de humano esos salvajes”.

Desde la página 275 comienza la parte firmada por Fernando Sánchez Zinny, nutrida igualmente con impresiones y situaciones camperas. Hay aproximaciones a la literatura gauchesca como el ensayo “Acerca de Santos Vega y su descendencia”, que atraviesa el misterio del payador de los pagos del Tuyú alucinado por una edad de oro que nunca lo fue para su estirpe y terminó vencido por el Progreso y rebajado a peón de estancia. U otro que da cuenta de “Una aventura gauchesca de Manucho”, biógrafo juvenil de Hilario Ascasubi y Estanislao Del Campo.

Sánchez Zinny también aborda cuestiones por demás interesantes, como el testimonio de la que pudo ser una curiosa travesía en chalana por la pampa bonaerense a través de un canal de riego. O la referida a la Bahía de Samborombón y su etimología vinculada con la leyenda de San Brandán, el monje irlandés del siglo V, náufrago en una isla que no era otra cosa que el lomo de una ballena. (Algo que gustaba relatar a los amigos en su departamento porteño de la calle Larrea el cordobés de pasado ultraísta Alfredo Brandán Caraffa). Y más adelante rescata del proscenio de los interesados homenajes a Robert Cunninghame Graham: “El más gaucho de los ingleses” en el título del capítulo que le dedica. Se trata de El escocés errante que estudió Alicia Jurado, aquel socialista a lo Bernard Shaw, amigo de G. E. Hudson y resignado oyente en Londres de sus añoranzas de las pampas. De Cunninghame Graham, “gran escritor y apenas literato”, deduce Sánchez Zinny que sus hazañas trascienden en mucho la pericia de montar, aunque paradójicamente su nombre, hoy, “suele servir de mezquino sustento ideológico a entidades que agrupan a criadores de caballos”.

No puede pasarse por alto el recuerdo para Lily Franco, gran conocedora del teatro criollo y el circo criollo, “cirquera” ella misma en su niñez y adolescencia y biógrafa de Alberto Vacarezza. Alguien que como su esposo, el poeta Luis Ricardo Furlan, fue ejemplo de cultura, talento, delicadeza y bonhomía. Y tampoco la admiración que le despierta la figura del sabio neuquino doctor Gregorio Álvarez, médico, historiador, poeta, folclorólogo, filólogo, docente y hombre de corazón.

Pero hay otro capítulo en el que es preciso el detenimiento: “Al final nos quedamos sin camellos”, donde narra que el naturalista, escritor y médico Eduardo Ladislao Holmberg habló de una malograda experiencia de aclimatar camellos en las zonas desérticas del norte argentino. Incluso parece ser que también ciertas regiones cuyanas hubieran podido servir para la experiencia en razón de asemejarse su paisaje al de Arabia.

A la interrogación de Sánchez Zinny que sigue a este imaginativo haz de posibilidades: “¿Pero alguna vez, en efecto, alguien se propuso a hacerlo, tal como la da a entender la frase de Holmberg?”, cabe responder que sí y ocurrió al menos en dos oportunidades. La primera en 1912 y 1913, cuando el inmigrante canario Francisco Medina trajo a Mar del Plata una docena de dromedarios importados de Marruecos vía las Islas Canarias, con el epílogo de la muerte de todos los animales que no se aclimataron a las playas atlánticas. El artículo: “El millonario español que llenó Mar del Plata de camellos y dilapidó su fortuna” firmado por Facundo Di Génova, aparecido en La Nación el 24 de diciembre de 2018, refiere que Medina, para su prueba piloto tendiente a cambiar la forma de producción del campo bonaerense, reemplazando el trabajo del caballo por el del camello, contó con los vistos buenos de los Ministros de Agricultura de Roque Sáenz Peña, en ese tiempo Adolfo Mujica y del Interior, el salteño Indalecio Gómez.

La segunda aventura semejante sucedió en los Valles Calchaquíes salteños, puntualmente en la finca Colomé de José Dávalos Isasmendi, un extravagante personaje nacido en 1864 y fallecido en los años treinta del siglo pasado.

Era un conservador más que producto y exponente del régimen oligárquico provinciano, del mundo precapitalista en que desarrolló su existencia y en ese sentido alguien digno de figurar en el manual de “Zoología política” compuesto por el poeta Alfredo Bufano con la vista puesta en las corruptelas de poder existentes en su Mendoza. Y no cabe esta analogía por la actuación pública de Dávalos Isasmendi ya que ninguna tuvo ni la buscó en su retiro de misántropo, sino frente a las actitudes de corte feudal que se le achacaron. Nunca pretendió ser caudillo pues no se identificaba con sus trabajadores rurales ni ponía la voz a sus silencios. Le bastaba recibir la universal consideración debida a un castellano, en la acepción de señor de un castillo.

EL HEREDERO

Se ha escrito algo sobre la personalidad de este terrateniente, nieto del último Gobernador Intendente realista de Salta del Tucumán y heredero de una porción de la encomienda del hidalgo coronel Nicolás Severo de Isasmendi y Echalar su abuelo materno, por su condición de hijo de doña Ascensión Isasmendi y Gorostiaga de Dávalos, vitivinicultora y pionera empresaria minera, así calificada por Ricardo Alonso en su libro Historia de la minería en Salta y Jujuy. Siglos XV a XX (2010).

Resulta que hacia mediados de la década de 1920, Dávalos regresó de un viaje por Europa y Medio Oriente con varios camellos que fantaseaba podrían cruzarse con llamas y vicuñas de la zona, camélidos al fin y al cabo. Pero a poco nomás los animales introducidos murieron y fracasó como era previsible semejante emprendimiento con ganado exótico.

El historiador y periodista salteño Gregorio Caro Figueroa, que en Historia de la gente decente (1970), traza un perfil en extremo negativo suyo y lo llama “loco”, no menciona sin embargo esta aventura. No obstante tenemos la referencia directa e indubitable escuchada muchas veces de un sobrino nieto de Dávalos Isasmendi: nuestro padre Carlos Gregorio Romero Sosa, testigo en su primera infancia, más o menos en 1923 o 1924, del paso por la ciudad de Salta de una manada de camellos guiados por un cuidador con turbante rumbo a las posesiones de quien encabezaba la caravana montado en un brioso caballo árabe.

En otro aspecto y cuando resulta una mala palabra el indigenismo en ambientes académicos reaccionarios y embelesados con la leyenda rosa, tan antihistórica como la leyenda negra promovida en su hora por la Inglaterra nada humanista en sus conquistas, Sánchez Zinny, señala un dato de la realidad: el gaucho como tal ya no existe y sí los pueblos originarios. Consecuentemente dedica los últimos capítulos de Legado Gaucho a dar cuenta de un “Perón puesto a lenguaraz mapuche”, “Nuestros hermanos los indios”, “Los idiomas y el legado aborigen” y “La herencia colonial”. Todo un aporte a nuestra identidad y un tributo a la justicia histórica.

Las citas de Augusto Raúl Cortazar, Félix Coluccio o Bruno Jacovella dan cuenta de la disciplina de la que es tributaria y ahora enriquecedora Legado Gaucho: el Folclore. Aunque en el límite entre el trabajo de campo, como método investigativo de esta ciencia, y la narración costumbrista de alto vuelo, tanto Long-Ohni como Fernando Sánchez Zinny han aportado además de datos camperos en muchos puntos novedosos u olvidados, el evidente afán patriótico de darles lugar, sentido y dimensión, como para desbordar con las propias tradiciones la extensión de la pampa y su atardecida “curva de animal celeste” en el eglógico “Descubrimiento de la Patria” de Marechal.