Se cumplen, en este 2024, noventa años del XXXII Congreso Eucarístico Internacional, celebrado en Buenos Aires, del 9 al 14 de octubre de 1934. Internacional significa “de toda la Iglesia”, a diferencia de los que quedan limitados a los órdenes diocesano o nacional. Pero, evidentemente, los mayores frutos pueden alcanzarse en el lugar elegido como sede. La historia argentina no ha registrado cabalmente ese acontecimiento, que fue devorado por la sucesión de los días, y por hechos más lúgubres que felices. Por eso es oportuno ocuparse del nonagésimo aniversario de un suceso que fue, a la vez, un milagro y un misterio.
El milagro es el acontecimiento mismo del Congreso Eucarístico. La Eucaristía es el corazón de la Iglesia, en cuanto presencia real sacramental de Jesucristo. El Delegado Papal fue el Cardenal Eugenio Pacelli, secretario de Estado de Pío XI, y futuro sucesor suyo, como Papa Pío XII. Al contemplar el espectáculo de la Primera Comunión de una multitud incontable de niños, Su Eminencia exclamó: “¡Questo è il Paradiso!” (“¡Esto es el cielo!”). En esa oportunidad, hizo su Primera Comunión mi madre, que tenía diez años. Por otra parte, la masiva Comunión de hombres y el recurso a la Confesión (habían venido numerosos sacerdotes) representaron un sacudón de la mustia religiosidad de la sociedad argentina.
DOS EPISODIOS
En la historia nacional, dos episodios preceden y suceden respectivamente al hecho extraordinario de aquel Congreso Eucarístico Internacional. En primer lugar -se lo ha olvidado impunemente- los católicos de la década de 1880: Estrada, Goyena, Lamarca, Achával Rodríguez, Pizarro, y otros, libraron una batalla en la cultura contra el auge de la masonería, que había impuesto el laicismo, especialmente en la educación.
La educación común quedó bajo la famosa ley 1420. Después del Congreso Eucarístico, como uno de los frutos del mismo, se consolidaron y tuvieron su apogeo los Cursos de Cultura Católica; que habían nacido en 1922, nutrieron la espiritualidad de una fervorosa juventud y permitieron el acercamiento de gente talentosa, que comenzaba a destacarse en la cultura argentina.
AMBIGÜEDAD DE LA CULTURA
El misterio consiste en cómo la marcha de los asuntos públicos devoró el aporte del Congreso Eucarístico en la ambigüedad de la cultura. De hecho, y digámoslo como dato general, los argentinos no van a Misa; la Eucaristía perdió relieve por la escasez y la tibieza de sacerdotes. ¿Y los obispos? ¡Bien, gracias! No tuvimos un episcopado valiente y decidido, que comprendiese el problema de la lucha cultural. Nos faltaron los líderes que prevalecen sobre las circunstancias estructurales, merced a su personalidad.
De acuerdo con la estructura de la Iglesia, obispos y presbíteros apacientan el rebaño y lo alimentan con la Palabra de la Verdad y la gracia de los Sacramentos de la Fe. La misión de la Iglesia se cumple análogamente desde el primer Pentecostés. “¡Vayan por todo el mundo, y hagan que todos los pueblos sean discípulos míos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo!” (Mt 28, 19). Todos los pueblos o naciones (panta ta ethnē). La clave de esta misión es la conversión de las culturas, y la consiguiente cristianización de las mismas. En la Argentina, nunca existió una cultura mayoritariamente cristiana. Los aportes inmigratorios resultaron masivos, pero no fueron estrictamente cristianos. A propósito –habría que discutir esta hipótesis- dejaron la religión que traían en los barcos.
El aniversario noventa del Congreso Eucarístico de 1934 nos encuentra en una postura cultural ambigua, como sucesión del Concilio Vaticano II. La ambigüedad fue retratada por el Papa Pablo VI cuando dijo: “Nosotros esperábamos una floreciente primavera, y en cambio sobrevino un crudo invierno”. Se trata siempre de la necesidad de comenzar de nuevo. En varios países florece la Tradición profesada por los jóvenes.
La capacidad de producir un milagro es una condición propia de la Iglesia, por Voluntad de su Creador. Desconcierta a los progresistas que los jóvenes amen la Tradición y la asuman; allí reside la auténtica renovación, tal como se registra en distintas naciones. Allí se vislumbra un futuro mejor, a pesar de la simbiosis de religiones que promueve el Papa Francisco, y que resta identidad a la verdad católica. El futuro está en manos de la Providencia divina.