La letra de un tango nos salta como un resorte de la memoria, al oír a Cristina Kirchner decir que “la fusilaron en vida”. Ese tango -que inspira el título de hoy- es Chorra. Allí relata sus cuitas la ex pareja (como se dice ahora) de la tal chorra, cuando se entera que su papá no había sido, en realidad, un guerrero “que murió lleno de honor”. Porque vino a comprobar que estaba vivito y coleando y, como si fuera poco, “…en cana prontuariado como agente de la camorra, profesor de cachiporra, malandrín y estafador”.
Discepolín retrataba, en veta arrabalera, la astucia de quienes son capaces de engrupir al prójimo en beneficio propio. Que es lo que pretende Cristina. Porque, en su cuesta abajo, se viste de “resistente” que combate una oligarquía. De la cual, en realidad, forma parte. De la oligarquía de los políticos, que, de paso sea dicho, nos sigue gobernando.
Ella no se alzó en armas en ninguna barricada popular. Todo lo contrario. Su delito -administración fraudulenta- es de los delitos cómodos. De los que se cometen desde mullidas poltronas. Y ella lo consumó sentada en la más alta: la del sillón presidencial. Desde el cual planeaba su futura impunidad. Algo falló. Y vaya un reconocimiento expreso a Lilita y a Lanata, sus primeros y valientes denunciantes, cuando el viento soplaba de proa y el coraje era de pocos.
Cristina no se alzó en armas; se alzó con el dinero de todos. Y lo hizo desde el cargo más alto de la Nación. De modo que ella era la mayor responsable de la custodia de esos fondos. Que se pinte de víctima es casi tan surrealista como los pases de baile que dio en el balcón para solaz de los muchachos de la Cámpora. Capusotto no lo hubiera hecho mejor.
Toda su épica es puro cuento. Cuando dejó de ser fácil ser de la Jota Pe y clamar por la “patria socialista”, se fue junto a Néstor, abogado y prestamista, a Santa Cruz. Allí ejecutaban viviendas de gente endeudada al calor de la usuraria Resolución 1050 del Banco Central. Sí, la famosa 1050 del gobierno militar. Que, por entonces, no les parecía dictadura.
Así es que ni murió ni fue guerrillera, ni siquiera opositora, como nos quiere hacer creer. Murieron, sí, otros, que, desde una causa que repudiamos, pero que fueron capaces de caer en la suya. No fue su caso. Ella estuvo entre los que “se la vieron venir”. Con Néstor dejaron La Plata, donde estudiaban y la cosa estaba brava, y marcharon a la Patagonia olvidándose de toda militancia.
GORILAS DE IZQUIERDA
Cristina fue una más de los tantos gorilas de izquierda que, odiando al peronismo, se cubrían, tácticamente, con su poncho. Algo completamente coherente con la guerrilla que apoyaban, la cual, pese a su nombre -Montoneros- se había cocinado en la Habana, con el recetario de la URSS. Porque ésta sabía muy bien que sus estructurados PC jamás moverían masa alguna.
El odio de Cristina al peronismo nunca se apagó. Sólo en los últimos años, y casi a regañadientes, asumió su presidencia. Pruebas al canto. Dijo a Cafiero que, durante su presidencia, jamás se levantaría una estatua a Perón (cosa que hizo Macri y no ella). Y a Parrilli, cosa que todos oímos por radio y por TV, que el partido “se hiciera suturar el…”.
Caso curioso: conduciendo a los peronistas, ella nunca lo fue. Entonando loas a los guerrilleros, cuando las papas quemaban, rajó a tiempo. Y fingiéndose defensora del pueblo, se llevó su dinero.
Cosa que Leopoldo Marechal -a quien suele invocar el ala cultural de la camarilla K- consideraba el más grave de los pecados.
En su Didáctica de la Patria, de 1960, dice: “Si acaso gobernaras a tu pueblo/ no has de olvidar que todo poder viene de Arriba/ y que lo ejerces por delegación/ como instrumento de la Bondad Primera. Josef/ el gobernante que lo ignora u olvida/ se parece a un ladrón en sacrilegio/ que se va con el oro de una iglesia.”
Pareciéndose a ese ladrón en sacrilegio, creemos que el castigo de seis años de prisión que se impuso a Cristina es ridículamente benigno. Y que ya es hora de revisar nuestro ordenamiento penal para ponerlo a la altura de las faltas cometidas.