El latido de la cultura

Nadie dice nada

Hay un poema del peruano Mario Montalbetti que dice: "Nadie dice todo. Nadie dice nada./ Lo deseable es decir poquísimo./ Callar no es más radical/ Callar es como raparse la cabeza:/ El pelo vuelve a crecer./ Pero decir poquísimo, decir lo mínimo/ que uno puede decir,/ eso es lo que nos permite decir algo''.

"Habla poco y bien'' es una de las lecciones que Flavio Arriano recogió de los Discursos pronunciados por su maestro, el filósofo estoico Epícteto, quien vivió en el siglo II. El primero de los cuatro acuerdos de la cultiura Toltecas es "sé impecable con tus palabras''. Qué difícil decir lo mínimo, lo justo. Está en la sabiduría popular: "En boca cerrada no entran moscas''.

Saturada del mundo, limitada por las reglas de un experimento que ella misma se ha autoimpuesto, Mara, la protagonista de Inclúyanme afuera, va a recluirse en una ciudad del oeste bonaerense para encarar una especie de cura. Empleada como guardiana de sala en un museo de corte tradicional y criollista, ella, antes traductora simultánea continuamente urgida por lo dicho en una lengua y por su inmediata trasposición hacia otra, se ha decidido a pasar un año en silencio. Callar, sí, pero -cuidado- en constante interacción con el medio: ahí está el desafío. Para lograrlo, lleva consigo un conjunto de reglas cuyos enunciados repite o recuerda como si se trataran de un mantra y que son parte de un protocolo que le dice cómo, cuándo y de qué forma debería ser su silencio para formalizarlo y no despertar las sospechas de un eventual interlocutor.

Días atrás, un conocido compartió en una red social una dedicatoria del escritor Marcelo Cohen, fallecido hace poco. Decía: "Usté de puro callado hace que uno tenga que largar todas las palabras para tender el puentecito''. El puentecito es el hilo del diálogo protocolar, muchas veces plagado de lugares comunes, de cosas que preferiríamos no decir. Es un gesto sabio callar, ceder la posta. Puede también ser una maniobra estratégica. Pero no me refiero a eso sino a callar como un modo de hablar. La buena poesía está hecha de eso.

A comienzos del año pasado me inscribí en un curso de perfeccionamiento de idioma inglés. Para romper el hielo, durante un ejercicio de expresión oral la profesora se valió de una de esas preguntas trilladas, tan frecuentes en esta clase de actividades. "¿Cuál es su objetivo para este año?'', quiso saber.

Cuando llegó mi turno le respondí que quería hablar menos. Mi respuesta no le cayó bien y me pidió motivos. Le reconocí que muchas veces hablaba sin saber. Que en ocasiones, al término de discusiones acaloradas me sentía mal, envenenado. Le dije también que quería aprender a decir "no sé'', más seguido. La cosa empeoró. La profesora comenzó a argumentar que a las posiciones había que defenderlas, que debía justificar mi respuesta. Me excusé respondiendo que lamentablemente no podía responder por los motivos de mi objetivo, que era algo que intuía. ``Bah...no sabés nada'', exclamó.

No volví al curso la semana siguiente. El pez por la boca muere.