Mujica Lainez: De clásico argentino a la gran olvidanza

Luego de ser el númen de la escena literaria argentina en la segunda mitad del siglo XX, se sumergió en el olvido en la primera mitad del XXI. Muy pocos gozan hoy de la prosa barroca de ‘Manucho’ al aproximarse -el 21 de abril- el cuadragésimo aniversario de su muerte. En 1975 tuve la oportunidad de entrevistarlo para la revista ‘Siete días’, en oportunidad de uno de sus viajes a la capital desde Córdoba, donde residía.

Una compacta y atildada multitud se arracima en torno a un hombre de escasa estatura, calvo y enjuto, en el primer piso de la panorámica galería de arte que la Fundación Lorenzutti poseía en la avenida Santa Fe al 2800. Desvaído y frágil, el hombrecillo escucha, con mirada huidiza, los panegíricos que en su honor entonan varios de los miembros del jurado que le acaba de conferir el Premio Anual de Literatura 1976, de la susodicha Fundación.

Manuel ‘Manucho’ Mujica Lainez -de él se trata- se revuelve inquieto en su lugar y otea incesantemente a la concurrencia. Al epilogar el acto, trato de acercarme al escritor para concertar una entrevista. Un propósito difícil de cumplir ya que los admiradores -especialmente las damas en edad balzaciana, espléndidamente ataviadas- se arremolinan en torno de él. Por fin llego hasta el novelista, quien me responde vagamente que lo llame por teléfono. Insisto en concretar el encuentro, pero en ese momento una voluminosa matrona de oscuro traje largo me aparta sin demasiados miramientos, mientras sisea: “Circulen, muchachos, circulen”. Quiero reentablar las tratativas. Lo asedio de nuevo y me cita para el lunes siguiente, pero no sin advertir que sólo me concederá una hora. “Fui periodista y sé que si uno domina el oficio, 60 minutos bastan y sobran para un reportaje”, sentencia inapelablemente.

EN BARRANCAS DE BELGRANO

El lunes, en un caserón de fachada inhóspita de Barrancas de Belgrano, Manucho me recibe disculpándose del aspecto desolado de la estancia. “Cuando vengo a Buenos Aires, vivo como un estudiante”, se justifica, abarcando con la mano el moblaje cuasi espartano del recinto, para después exhalar un gemido: “Esta ciática me está matando… ¡Esperá! ¡No estarás anotando lo de la ciática! ¡Oh, cuán destructivo es el periodismo!”, exclama con marcada sorna. “¿Destructivo? ¿Por qué? ¿También anotaste eso?”, agregó. Entonces le digo que no, que el periodismo es enormemente constructivo. Pero, fuera de broma, a mí me hizo mucho bien. Cuando en ‘La Nación’ me decían “hacé una columna de esto o tantas carillas de aquello”, me estaban enseñando a ser conciso, y así aprendí a medir los capítulos de mis libros. Además, allí me acostumbré a escribir todos los días. En cambio, en los literatos que no han hecho periodismo, se nota indefectiblemente esta falta de training, que es imprescindible, ya que con la inspiración no basta. 

CREATIVIDAD E INSPIRACIÓN

-¿La inspiración lo suele acompañar durante todo el proceso creativo?

-De ninguna manera. La inspiración se presenta cuando surge la idea, el tema de la obra. Esa idea ronda previamente durante unos días. Luego se terminó. Es ridículo pensar que la musa va a venir todos los días a soplarte en el oído. Yo anoto inmediatamente esa idea y desarrollo el plan de trabajo. Después, es como tener un empleo: tres horas por la mañana y dos horas por la tarde. A la mañana escribo y a la tarde corrijo y paso a máquina. El élan inicial es lo importante. El resto es subsidiario.

-¿Pero cómo realiza el resto? ¿Cuál es su método de trabajo?

-Apenas surge la idea, compro un cuaderno y empiezo a asentar mis notas, que usualmente son mucho más extensas que mis libros. Luego trazo el plan de cada capítulo y me sujeto a él con toda firmeza. En eso soy muy ordenado. Claro que no es imposible que durante la tarea advenga una segunda inspiración, pero nunca es como para torcer el curso del libro, aunque si, para enriquecerlo. 

-¿Suele rehacer lo escrito?

-Hasta ahora, llevo escritos más de 20 libros y nunca debí modificar nada. Para mi es como un deber de colegio. Cuando paso las cuartillas a máquina, las voy apilando sobre el escritorio, una sobre otra. Y al finalizar el libro, releo todo y tan solo retoco detalles. Es una gran suerte: nada hay más fatigoso que reescribir. 

-¿Aconsejaría su sistema a escritores noveles?

-Es imposible aconsejar nada, porque cada uno tiene su manera particular. Balzac llenaba su escritorio de muñecas: cada una representaba a un personaje. Zola dividía el año en varios períodos: tantos meses para documentarse, tantos para escribir, tantos para reposar. Flaubert se enloquecía documentándose hasta sobre los más insignificantes detalles históricos.

-En esa minuciosidad usted se parece a Flaubert, ¿no es así?

-Es cierto. Para que las cosas salgan lo mejor posible, trato de saber todo sobre el tema. En el colegio yo era un pésimo alumno, pero ahora me encanta estudiar. Para escribir Bomarzo, por ejemplo, tuve que hacer una labor investigativa verdaderamente ciclópea. 

-¿Ha vuelto a visitar Bomarzo?

-Retorné por tercera vez el anteaño y encontré el lugar sumamente cambiado: ya era un centro turístico donde por doquier se vendían tarjetas postales, terracotas y otros mamarrachos. Y hasta circulaba una leyenda sobre mi persona. Yo mismo escuché como el guía italiano explicaba a los visitantes: “¿El escritor argentino? Un señor que hemos conocido mucho. Alquilaba una casona cerca de las ruinas, siempre andaba con cuadernos de apuntes, gastaba casco blanco y conversaba con los lugareños. Vivió aquí unos seis meses”. Me reí como un loco mientras escuchaba esa sarta de inventos, ya que en las dos oportunidades anteriores en que visité el palacio solo estuve un par de horas y no hablé con nadie.

CONVICCIONES POLITICAS

El fotógrafo le pide que abrace a su nieto Manuel Cruz. El escritor accede, reluctante. “Mis amigos se van a burlar de mi -protesta-. Esta pose parecida a la de un candidato en tren de abrazar a sus electores, no va conmigo”. A pesar de que proclama no tener convicciones políticas, admite haber militado en el conservadurismo. “Hasta quisieron llevarme a los comités -recuerda con una mueca de desagrado-. Una única vez acepté heroicamente ser candidato a diputado en tiempos de Perón, con la condición de no pronunciar ningún discurso y sabiendo perfectamente que no podía ganar: tan solo irritar a los peronistas. Sin embargo, eso me demostró que yo era capaz de cumplir con los amigos”.

En el patio, mientras se somete a los requerimientos del reportero gráfico, Mujica Lainez comenta que en Nueva York un fotógrafo le indicó que debería haber sido modelo profesional, porque posaba consumadanente. “Dicen que mis ojos tienen manchas doradas -se regodea seguidamente- Pero ahora todo se acabó. Parecería que los restos de mi juventud se han refugiado, íntegros, en mis cejazas negras, tan particulares”.

Abruptamente cambia de tema. “Hace unos días elaboré una imagen horrible sobre los galardones. Se me ocurrió que los premios son los hijos del tiempo. A medida que uno va perdiendo los dientes, va ganando distinciones. Menos dientes, más premios. Lastima que no se pueda elegir, porque yo habría optado por los dientes. En fin, los premios son una resignación”, dijo.

En la cabecera de su camastro llama la atención un tomo finamente encuadernado, de exlibris erótico, editado en París, cuyo contenido haría palidecer de envidia a más de un pornógrafo escandinavo.

DOS OBJETIVOS

-Advierto que le interesa el erotismo. Sin embargo, está casi ausente en su obra.

-Erotismo. Que palabra tan lujosa. Lo qué pasa es que yo creo en la literatura de matices, alusiones, y rechazo el tremendismo. En mi producción literaria el erotismo está presente en una forma velada y sutil, porque las descripciones me parecen francamente aburridas. Pienso que ni aún proponiéndomelo, podría hacer descripciones eróticas. Las cosas hay que practicarlas.

-Entonces, una de sus preocupaciones esenciales es no aburrir al lector.

-Exacto. Siempre he tenido dos objetivos. En primer lugar, que mis escritos me entretuvieran. Porque si me entretenían a mí, no aburrirían a mis lectores. Y por otro lado, mi meta es que todo el mundo (culto, se supone) entienda lo que yo quería decir. Que nadie vacile frente a un párrafo mío. Pienso que al lector hay que facilitarle la comprensión de lo que uno escribe.

-¿Y qué opina de los escritores que para mucha gente son algo herméticos? Borges, por ejemplo.

-Los que consideran impenetrable a Borges son, en verdad, bastante poco penetrantes. Pero comprendo la desesperación de esa gente. Para estar a la page, todo el mundo se siente hoy con la obligación de tener un libro suyo en la cabecera de su cama, y obviamente no todo el mundo es capaz de entenderlo. No existe un escritor argentino que no haya aprendido algo de Borges, sin exceptuarme a mi, aunque mi obra es enteramente disímil a la suya. Es un escritor superior: un pensador y un artista. Pero, ¡basta de hablar de Borges!

-Escribiendo, ¿trata de crear nuevos mundos o de reflejar el existente?

-Yo creó mundos, porque no estoy en la línea de un fotógrafo, sino en la de un pintor. Pero, en rigor, la realidad y la ficción se entremezclan siempre. He vivido prácticamente rodeado de fantasmas y presencias sobrenaturales. Nunca logré separar una cosa del misterio que siempre está detrás de ella. En cuanto a los fantasmas, surgen de mis sueños y del mundo de mi imaginación.

“SOY MUY SUPERSTICIOSO”

-¿Tiende al misticismo?

-Soy muy supersticioso y la superstición es un primer modesto paso hacia el misticismo. Creo en Dios, porque es mejor hacerlo, por las dudas. Yo provengo de una familia muy caracterizada de la sociedad argentina: gente liberal, de tendencia unitaria. Por supuesto, todos hemos sido católicos, pero sin exagerar. Y además, en mi familia sucede que a eso de los 70 años todos se vuelven más piadosos. Yo todavía no, porque solo tengo 65. Por otra parte, todos tenemos un sello sarmientino que no nos hemos podido sacar. Sucede que Sarmiento estaba en la casa de mi bisabuelo Rufino Varela (hijo de Florencio) quien había lanzado la candidatura del sanjuanino a la presidencia, en el preciso instante que allí nacía mi madre. Y yo, a mi vez, vengo a nacer un 11 de setiembre. Claro que prefiero mil veces tener de antepasado a Florencio Varela, que era muy buen mozo y no a Sarmiento, la fealdad personificada.

-Gorki solía decir que el escritor es un “ingeniero de almas”. ¿Está de acuerdo? ¿Las obras literarias pueden modificar a los hombres?

-Ingeniero. ¡Qué palabra tan espantosa como referencia al alma! Yo diría que el escritor es más bien un enriquecedor, ya que por medio de un deslumbramiento, efectivamente, puede cambiar la vida de un ser humano. A mi me ha sucedido. Varios muchachos me han dicho que la lectura de tal o cual libro mío había alterado el curso de sus existencias, porque les ayudó a comprenderse a sí mismos. A mí me cuesta creerlo, pero me consta que sus testimonios son sinceros.

AL SERVICIO DE LA VERDAD

-Pero si un escritor posee tan tremendo poder ¿no cree que debería ponerlo al servicio de la verdad?

-El arte, evidentemente, tiene ese sentido, pero no puede estar condicionado por eso. Si un autor tiene la oportunidad de ser útil, debe aprovecharla. No obstante, yo no me veo haciendo un libro especialmente dedicado a defender la verdad. Al menos, todavía no. Yo soy un autor comprometido con la necesidad de escribir bien y hacer feliz a la gente. El mundo es triste y amargo, yo no puedo enderezarlo; pero si puedo endulzárselo a algunas personas, ofreciendo un caudal de distracción y belleza que alivie sus inquietudes.

-¿Acaso usted piensa, con Dostoievsky, que la belleza salvará al mundo?

-Tampoco estoy seguro de eso, pero ahora me doy cuenta porque admiro tanto a ese escritor. Sólo un gran hombre pudo haber dicho esa frase sublime. Supongo que soy un esteta, puesto que siempre me ha preocupado la armonía, la plasticidad. Pero no soy un escritor con mensaje. Claro que cuando muera y se ocupen un poco más de mi obra, los críticos van a exhumar mensajes de todo calibre y color, aunque nunca estuvieron en mi intención. De pronto, Manucho interrumpe sus reflexiones, y mirándome con desconfianza, me espeta: “Seguro que vos sos gorkista, ¿no? ¿No serás uno de esos discípulos de Sebreli, esa gente tan amargada? Le aseguro no ser reo de ninguno de esos delitos y, una vez apaciguados sus recelos, accede a pasar revista a los autores que contribuyeron a su forja literaria: Proust, Henry James, Virginia Wolff, así como a aquellos escritores contemporáneos que admira: Silvina Ocampo, Sara Gallardo, autora de un libro excepcional, misteriosamente llamado Elsejuaz, que aquí nadie ha entendido, y Alberto Girri “por su poesía seria y seca”. Luego confiesa que le ha dejado una indeleble impresión la lectura de Archipiélago Gulag de Alexandr Solzhenitsyn, y enseguida evoca su adolescencia, transcurrida en Europa: “Allí descubrí la trascendencia de los clásicos y, en general, aprendí lo poco que se”.

-¿Es por eso que, tomada en su conjunto, su obra tiene más acento hispánico, europeo, antes que argentino, porteño?

-Te explico. Cuando volví a la Argentina comprendí que estaba en desventaja para escribir. Porque un autor francés, español, alemán o inglés redacta como habla: con la misma soltura, idéntica riqueza de matices, extenso vocabulario, mientras que nosotros nos manejamos con unas pocas palabras. Me di cuenta que para ser un buen literato debía crear un idioma nuevo: algo equidistante entre lo castizo y lo folclórico, para que me entendieran tanto aquí como en España o en Colombia. Empecé equivocándome, ya que escribía como un español, pero luego fui creando mi propio instrumento de trabajo, mi propio idioma. Ningún escritor extranjero tiene la necesidad de realizar ese trabajo: en eso, los argentinos estamos en desventaja.

-Sin embargo, sus libros son muy disímiles. ¿Responden a distintas etapas?

-Sí. Cuando me metí con lo que algunos críticos llaman ridículamente “la saga porteña” (‘La casa’, ‘Aquí vivieron’ y otros títulos) tuve la pretensión de dibujar un estrato social que yo conocía al dedillo: la clase alta argentina, ya en vías de extinción. Y lo hice con cariño y entero desprejuicio. Una vez quemada esa etapa, me dije que ya estaba suficientemente maduro como para escribir un libro que no fuera nacional, sino universal, como hacen los literatos europeos. El resultado fue Bomarzo, que me valió muchos elogios, así como innumerables críticas que, sinceramente, me importaron un bledo. A ese ciclo pertenece El unicornio, mi libro más querido, que hizo furor entre los jóvenes españoles y fue casi ignorado en la Argentina. Luego entré en otra faz. Me desquité de la historia, comencé a verla en broma. Así nacieron ‘Crónicas reales’ y ‘De milagros y melancolías’.

-Y ahora, ¿en qué etapa está?

-Ahora me estoy cayendo de sueño. Pero además acabo de terminar un nuevo libro. Se va a llamar Sergio y es la vida de un muchacho catamarqueño, descrita desde los 14 a los 22 años. Es un ser humilde y bello, que seduce constantemente sin proponérselo y que, aunque no es ambicioso, llega a protagonizar sucesos singularísimos como resultado de la casualidad, aunada a los efectos que produce su encanto. Es una historia poética, contada con mucha gracia y que tiene personajes que han pesado decisivamente en mi vida real. Esta obra marcaría una nueva etapa: mi retorno a los temas argentinos, si bien hay escenas que transcurren en Venecia y Madrid. Sin haber mirado el reloj, Manucho anuncia que la hora ha expirado y permanece inflexible ante mis pedidos de extender la entrevista.

“Después de todo, sos de ‘Siete días’ y no de la ‘Revue des Deux Mondes’”, me apabulla. Un argumento imposible de refutar.