El rincón del historiador

Mr. Woodbine Parish (Buenos Aires, 1824)

El martes 31 de marzo de 1824, hace exactamente dos siglos, llegaba a Buenos Aires después de casi tres meses navegación en el navío inglés Cambridge

Mr. Wodbine Parish, que llegaba como cónsul general de S.M.B. y con instrucciones para firmar un convenio de paz, amistad y comercio con el gobierno local, cosa que logró acabadamente. 

Llegó acompañado por su mujer Amelia Janie y sus tres hijos, un cuarto habría de nacer acá y algunos criados; hombre de extensa cultura permaneció entre nosotros hasta 1832 y a su regreso publicó un pequeño volumen Buenos Aires y el Río de la Plata que habría de ampliar en la edición de 1852. Integraba también la comitiva el vicecónsul Griffiths.

Apenas llegó a Río de Janeiro, intentó tomar un pasaje en un buque mercante que navegaba a nuestra ciudad, ya que el suyo debía demorarse tres semanas por unas reparaciones; no obtuvo pasajes y fue una felicidad porque naufragó según se decía en Montevideo, “ahogándose muchos de los pasajeros al intentar llegar a tierra sobre una balsa”. Aunque no da el nombre debió ser el Agenoria al que nos referimos en esta columna.

Cruzaron el Plata en una noche, y antes del amanecer estaban frente a Buenos Aires, donde “las torres de las iglesias son lo único que interrumpe un nivel tan igual como el de las aguas del opuesto horizonte”. El desembarcar “no deja de ser peligroso y desagradable”, apuntó, sorprendido por esa “especie de plataforma, compuesta de media docena de tablas separadas unas de otras dos o tres pulgadas, dejando entrar el agua a cada oleada que pasa” con inmensas ruedas, y sorprendido por la habilidad del carretero que lo manejaba.

EN LA FONDA

Se alojó los primeros días en la fonda de Faunch, frente a la Plaza de Mayo, hasta que rentó una casa. Si aquella primera impresión no fue la mejor, le llamó la atención favorablemente “la regularidad de las calles, la apariencia de los edificios públicos e iglesias, y el alegre aspecto de las blanqueadas casas”. Pero por sobre todo “el aire de independencia de las gentes, que me presentaba un notable contraste con la esclavitud y escuálida miseria que tanto nos había repugnado en Río de Janeiro”.

Le impresionaron los viejos templos porteños de San Ignacio, San Pedro González Telmo y el Pilar y no se equivocó al decir que “serán duraderos recuerdos de los jesuitas que las edificaron en su mayor parte”. 

En su viaje había parado tres semanas en Río de Janeiro y “el calor era casi intolerable para el que no estuviese acostumbrado a él” por lo que deseaba “llegar a mi destino en las regiones más frescas del Río de la Plata”. 

Para mitigar el frío se utilizaban los braseros, y anotó: “A riesgo de sofocar a los que estuviesen dentro con el tufo y humo del carbón; y se creía que las chimeneas eran conductoras de la humedad y del frío”. 

Tras muchos años de servirse de ellas lo residentes europeos, fueron adoptadas. En la casa que alquiló sólo había una, y cuando más la necesitaba al “dueño se le antojó tapar el caño de ella con argamasa y ladrillos como el medio más expedito para terminar una disputa que había tenido con mi sirviente sobre la necesidad de limpiarla antes de que entrase el invierno”. 

Nada pudo convencer “al rancio español” y como vivía en el puso alto mostró “la superioridad práctica”. Durante sus siete años de residencia, esas casas “sin cielo raso y las paredes frías y monótonas como podía hacerlas el blanqueo; los muebles generalmente del más ínfimo trabajo norteamericano, y unas pocas láminas francesas de colores muy vivos que servían para denotar la extensión del gusto en Sudamérica por las bellas artes”, fueron cambiando. 

Apreció que gracias a la llegada de “decoradores y tapiceros ingleses y franceses, las paredes se engalanan hay con papeles lujosos y variados de las fábricas de París y en todas partes se encuentran muebles europeos de gusto”, como también la llegada de las “estufas inglesas, que se proveen con el carbón que se lleva de Liverpool por vía de lastre y que se vende a precios más módicos que en Londres, contribuyendo ciertamente a la salubridad y bienestar de la ciudad, cuya atmósfera es tan afectada por la humedad del río”.

REJAS Y CACOS

Las rejas de Buenos Aires, esas que tan bien estudió Vicente Nadal Mora, le resultaron muy peculiares, aunque le costó un tiempo adaptarse ya que para un inglés tenían en “su aspecto estilo de prisión”. 

Muchas veces festones o guirnaldas de enredaderas traídas del Paraguay las hermoseaban y permitían “en las noches calurosas de verano dejar la ventana abierta sin temor alguno”. Aunque esto no eran tan así porque señala que había “algunos ladrones muy diestros, contra los que nada sirven las rejas de hierro: casos han ocurrido en que han logrado llevarse la ropa de los que dormían, pescándola por entre las ventanas que habían quedado abiertas en la noche, valiéndose de un anzuelo atado a una de las largas cañas que traen del interior. De este modo, en un caso notorio, un rico reloj fue robado a un inglés, de la relojera en que lo tenía a la cabecera de la cama, a tiempo que, despertado por su aterrada mujer, pudo echarle una última mirada cuando salía bailando por entre la ventana, al parecer para siempre”.

Le pareció extravagante el amor a las flores por parte de las mujeres, “con motivo de un baile o cualquier diversión pública, toman a cualquier precio una diamela rara, una camelia o un lindo jazmín del cabo, con lo que saben hacer resaltar su magnífico cabello con un gusto artístico que le es peculiar”.

LOS PARQUES

El tema de los parques ha sido poco tratado, Silvina Ruiz Moreno de Bunge lo hizo en un magnífico libro que presentamos hace dos décadas; en esta relación Parish afirma que “los jardineros ingleses y escoceses han prestado muchos servicios al país por el trabajo que se han tomado no sólo en mejorar el cultivo de algunas de las plantas indígenas, sino en introducir otras de Europa que han llegado a ser ahora de primera necesidad”. 
Así el escocés John Tweedie que llegó con los colonos de Santa Catalina, precedido ya de prestigio y murió entre nosotros en 1862, introdujo muchas de nuestras especies en Europa.

Protocolarmente el día de su llegada pasó por el ministerio a saludar a las autoridades y combinaron realizar la recepción oficial el 5 de abril. En dicha fecha según El Argos nos informa “a las dos de la tarde, el señor Parish, Cónsul General, y el señor Griffiths, Vicecónsul fueron recibidos por primera vez en la Casa de Gobierno por el señor Bernardino Rivadavia, ministro de Estado y Relaciones Exteriores, en cuya hora presentaron sus credenciales, que parece consisten en un diploma expedido por El Muy Honorable George Canning y una carta de introducción de este último de que hemos conseguido copia que registramos con tanto más interés, cuanto que es el primer documento oficial de Europa en que se habla al gobierno del país de un modo directo y correspondiente al carácter que el mismo país ha trabajado quince años por merecer”.

La descripción de Buenos Aires, de su quinta en la Recoleta, del valor de las cosas, los comentarios sobre un picaflor, cobran especial interés a dos siglos de distancia, y son páginas que guardan la frescura, la sorpresa en algunos casos y el testimonio de quien estableciera oficialmente nuestros lazos con S.M.B