La polémica en torno a si las víctimas de la represión ilegal del terrorismo fueron o no 30 mil vuelve una y otra vez convertida en otro ejemplo de la eterna repetición de lo mismo en que se ha convertido la historia argentina de los últimos 80 años. Una historia circular e irresuelta, responsable de una decadencia tan abrumadora como difícil de explicar y en la que el discurso populista poco a poco se ha convertido en el relato dominante, en un instrumento para proteger su ideología de las amenazas de la realidad.
Todas las cifras disponibles estiman que los muertos de la guerrilla durante el último régimen militar no superan un tercio de la cifra enarbolada por quienes hoy se consideran sus herederos. Que estos vindicadores del terrorismo sostengan lo contrario sólo es posible porque la cuestión tiene menos que ver con la verdad que con un mito identitario, con un relato que cumple dos funciones: por un lado los cohesiona políticamente y por otro los reafirma en su condición de víctimas de un “genocidio” de ficción.
De esa manera los absuelve de la propia responsabilidad en las matanzas de aquellos años y de haber tomado la iniciativa en el uso de la violencia salvaje para llegar al poder. De acuerdo con su discurso, no hubo dos demonios como afirmó el “Nunca más” del alfonsinismo, sino solamente uno, según la corrección que le hizo el kirchnerismo apenas llegó al poder, convirtiendo la revisión de los llamados hiperbólicamente “años de plomo” en un palimpsesto, un texto escrito sobre otro anterior que todavía se puede leer.
Que la cuestión de los desaparecidos cohesiona a lo que en otras latitudes es la izquierda y aquí simplemente populismo de pelaje variado quedó a la vista una vez más con la multitudinaria movilización del 24. También que su rol preferido es el de víctima, atribuyendo el monopolio de la perversidad a sus enemigos. Por eso el video difundido por primera vez por un gobierno de signo contrario con testimonios de las víctimas del ERP y Montoneros resultó provocador. Una facción contra la otra usando los medios del Estado para desprestigiarse mutuamente.
En resumen, la polémica en torno a los presuntos 30 mil se vuelve cada vez más deprimente. Si parte del peronismo y toda la izquierda se aferran a una bandera que para el resto de la sociedad está caduca, el gobierno yerra al librar una batalla anacrónica por simple ánimo revanchista. Si Javier Milei quiere que lo juzguen por la importancia de sus enemigos, poco favor le hace confrontar con la señora de Carlotto que demostró con un exabrupto que la edad no puede justificar que el populismo nunca creyó en las instituciones, que cuando no las controla las ve como instrumentos de dominación y que cree que la voluntad popular sólo merece ser respetada cuando le permite hacerse del poder.
En esto último radica el problema más que en las disidencias sobre el número de bajas en una guerra de cuadros al que el grueso de la sociedad estuvo ajena. El problema es que hay una facción política que confunde libertad con “liberación” e igualdad con “justicia social”. Mientras subsista ese abismo ideológico no habrá conciliación posible y la historia contiunará siendo el eterno retorno de lo mismo.
Todas las cifras disponibles estiman que los muertos de la guerrilla durante el último régimen militar no superan un tercio de la cifra enarbolada por quienes hoy se consideran sus herederos. Que estos vindicadores del terrorismo sostengan lo contrario sólo es posible porque la cuestión tiene menos que ver con la verdad que con un mito identitario, con un relato que cumple dos funciones: por un lado los cohesiona políticamente y por otro los reafirma en su condición de víctimas de un “genocidio” de ficción.
De esa manera los absuelve de la propia responsabilidad en las matanzas de aquellos años y de haber tomado la iniciativa en el uso de la violencia salvaje para llegar al poder. De acuerdo con su discurso, no hubo dos demonios como afirmó el “Nunca más” del alfonsinismo, sino solamente uno, según la corrección que le hizo el kirchnerismo apenas llegó al poder, convirtiendo la revisión de los llamados hiperbólicamente “años de plomo” en un palimpsesto, un texto escrito sobre otro anterior que todavía se puede leer.
Que la cuestión de los desaparecidos cohesiona a lo que en otras latitudes es la izquierda y aquí simplemente populismo de pelaje variado quedó a la vista una vez más con la multitudinaria movilización del 24. También que su rol preferido es el de víctima, atribuyendo el monopolio de la perversidad a sus enemigos. Por eso el video difundido por primera vez por un gobierno de signo contrario con testimonios de las víctimas del ERP y Montoneros resultó provocador. Una facción contra la otra usando los medios del Estado para desprestigiarse mutuamente.
En resumen, la polémica en torno a los presuntos 30 mil se vuelve cada vez más deprimente. Si parte del peronismo y toda la izquierda se aferran a una bandera que para el resto de la sociedad está caduca, el gobierno yerra al librar una batalla anacrónica por simple ánimo revanchista. Si Javier Milei quiere que lo juzguen por la importancia de sus enemigos, poco favor le hace confrontar con la señora de Carlotto que demostró con un exabrupto que la edad no puede justificar que el populismo nunca creyó en las instituciones, que cuando no las controla las ve como instrumentos de dominación y que cree que la voluntad popular sólo merece ser respetada cuando le permite hacerse del poder.
En esto último radica el problema más que en las disidencias sobre el número de bajas en una guerra de cuadros al que el grueso de la sociedad estuvo ajena. El problema es que hay una facción política que confunde libertad con “liberación” e igualdad con “justicia social”. Mientras subsista ese abismo ideológico no habrá conciliación posible y la historia contiunará siendo el eterno retorno de lo mismo.