DOS LIBROS RECIENTES ACTUALIZAN LA HISTORIA DE LA ANTIGUA ROMA

Misteriosa nostalgia del imperio

Un ensayo de Valerio y Fabio Manfredi bucea en el pasado romano para extraer lecciones de aplicación actual. La británica Mary Beard repasa con mirada ecuánime la historiografía sobre los emperadores.

La referencia surgió hace unos meses en las redes sociales y de manera caprichosa. Miles de videos filmados por mujeres que se proponían verificar el aserto, a priori antojadizo, de que los hombres occidentales dedican al menos unos segundos todos los días o todas las semanas a meditar sobre el imperio romano. Una prueba pensada como simple divertimento digital que reveló una tendencia insospechada por las cónyuges de esos hombres y por el resto de la opinión publicada.

Esta simpática identificación masculina con el imperio romano, con la virilidad de sus gladiadores, con sus proezas bélicas y los prodigios de su arquitectura o su ingeniería, aparecía como una expresión intuitiva de una verdad que muchos pensadores ya habían expresado antes, como José Ortega y Gasset, quien en su ensayo Del imperio romano (1940) lo definió afirmando que era “probablemente la realidad de mayor trascendencia hasta ahora manifiesta en la historia humana”.

Esa idea ha encontrado por estos días un pálido reflejo en las librerías locales mediante un par de libros de reciente publicación que abordan el tema desde una perspectiva bastante distinta y debidamente “deconstruida” con los criterios de este milenio.

ENSEÑANZAS

En el primero de ellos, La herencia de Roma (Edhasa, 160 páginas), el novelista Valerio Massimo Manfredi y su hijo Fabio Manfredi entresacan en diez capítulos las presuntas enseñanzas que los antiguos romanos nos legaron a sus remotos descendientes del siglo XXI. (El título original en italiano, Come Roma insegna, se publicó en 2021).

Aunque los dos autores son historiadores, la obra pasa por encima de las barreras de la historiografía para convertirse en una suerte de manual de autoayuda civilizatorio dirigido principalmente a Italia y a los italianos.

La Roma de los Manfredi se convierte así en un manantial de lecciones contra el nacionalismo, la xenofobia, el cambio climático (aunque aceptan que los romanos no eran ecologistas), el dogmatismo religioso, la desconfianza de la ciencia y hasta las teorías conspirativas sobre el origen del coronavirus y las vacunas fabricadas en tiempo récord para tratarlo.

Detrás de este ejercicio de anacronismo interpretativo asoma una intencionalidad política que en sí misma debilita los argumentos y empuja a los autores a forzar sus explicaciones, o a caer en contradicciones evidentes.

Así, admiten que la corrupción fue el gran enemigo de la Antigua Roma (“Fue un adversario insidioso, porque anidaba en su interior, entrelazado con su misma identidad...”), pero rechazan la teoría de que su derrumbe se debió a la difusión del cristianismo o a la presión militar y demográfica de los pueblos bárbaros.

A su juicio el colapso se originó en las divisiones internas de un imperio al que, por otra parte, antes habían elogiado por su notable apertura étnica y religiosa, en contraste con el firme monoteísmo que esparcieron los primeros católicos, que en el libro aparecen como una suerte de tercos precursores de la secta Al Qaeda.

Esta Roma da para todo. El progresismo mundialista de los Manfredi ve en ella el anticipo de la Ilustración y del concepto de derechos humanos. Un modelo de civilidad, tolerancia, racionalidad. Su caída, en cambio, abrió paso a un tiempo oscuro (la Edad Media, desde luego), que sólo recobró la luz con el Renacimiento y el espíritu revolucionario de 1789.

Lo expresan así en el final del décimo y último capítulo: “Con la caída de Roma, el mundo occidental se precipitó en el caos y retrocedió siglos en muchos aspectos. Pero es también gracias a las dimensiones de ese retraso y hundimiento geopolítico que somos capaces de medir la grandeza de la cultura que supo crear”.

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El segundo de los libros es algo más riguroso. En Emperador de Roma (Crítica), la historiadora británica Mary Beard, una popular académica y divulgadora en medios masivos, continúa en cierto sentido la historia que había trazado en el exitoso SPQR (Crítica, 2016).

Su propósito declarado es explorar la figura de los emperadores romanos en un período de tres siglos, desde los días de Julio César hasta la primera mitad del siglo III d. C.

No ofrece un relato cronológico ni una colección de semblanzas biográficas al estilo de las de Plutarco o Suetonio. Su enfoque es más bien temático y circular en torno a unas preguntas básicas inspiradas en las diferentes capas interpretativas que arroja la vasta historiografía del período.

Beard aborda la definición y funciones del cargo de Imperator; cómo se organizaba el siempre difícil proceso sucesorio; la vida en el palacio y la corte que rodeaba al emperador; sus tareas cotidianas en el ejercicio del poder; sus momentos de ocio y sus viajes, hasta llegar a los casos en que esos autócratas, muchas veces crueles y despiadados, cruzaban la barrera de lo terrenal y exigían una devoción propia de seres divinos.

Fiel a su estilo, el libro de Beard subraya el papel de sus antecesores, remotos o modernos, en la construcción de una cierta imagen histórica que admite nuevas miradas. Esa imagen, recuerda, “siempre ha incluido fantasías, habladurías, calumnias y mito urbano”.

En otro pasaje advierte que la historia “convencional” de los emperadores romanos es “un tipo particular de la ‘historia escrita por los ganadores’”. Dicha manera se verifica especialmente en las sucesiones violentas, tan habituales en la época imperial. Por ello invita a los lectores a no olvidar la siguiente paradoja: “La impresión que deberíamos llevarnos es que los emperadores fueron asesinados porque eran monstruos. Pero es igualmente probable que los hubieran convertido en monstruos porque habían sido asesinados”.

Esta intención de la autora no implica un afán revisionista en toda la regla. Beard aclara: “Ni por un minuto quiero sugerir que todos esos emperadores que murieron apuñalados por la espalda fueron en realidad estadistas rectos penosamente mal representados (víctimas de un inmerecido asesinato figurado junto con el asesinato real)”.

UN DILEMA

A diferencia de los Manfredi, la apuesta de Beard no pasa por el anacronismo interpretativo. Aspira, en cambio, a alcanzar una ecuanimidad historiográfica que no caiga en las distorsiones típicas del relativismo moral. Advierte que en ese sentido los emperadores romanos presentan “un caso extremo” del dilema clásico al que se enfrentan los historiadores.

Lo formula de la siguiente manera: “¿Cómo entender al emperador romano en sus propios términos, y aun así no perder de vista nuestra brújula moral, y la obligación de evaluar además de relatar el pasado?” No basta, agrega, con “exponer la lógica de los juegos de gladiadores que presidían sin mencionar su violencia y crueldad”, del mismo modo que tampoco alcanza con “deplorar el sadismo si no se procura entender la lógica implícita que podrían haber tenido esos ‘juegos’ terribles”.

Por todo esto Beard, en contra de sus colegas italianos, desconfía de las enseñanzas actuales que pueden extraerse de la era imperial romana.

“Con frecuencia he insistido en que la Antigua Roma tiene muy pocas lecciones directas para nosotros, en el sentido de que no podemos acudir a ella en busca de soluciones prefabricadas para nuestros problemas —aclara—. Los romanos no pueden ni quieren darnos las respuestas. Pero explorar su mundo sí nos ayuda a ver al nuestro de manera diferente”.

¿Y qué opina Beard de la presunta obsesión masculina occidental con los romanos y su imperio?

Cumpliendo con lo que manda la corrección política, la galardonada historiadora de Cambridge ha tratado de restarle importancia atribuyéndola a los resabios del temperamento machista. Pero tuvo la astucia de valerse de ella para promocionar el libro entre ese mismo público que misteriosamente sigue añorando, como escribió Borges, a “aquel imperio que a través de otras naciones y de otras lenguas, es todavía el Imperio”.