Los afortunados gustadores de La vida es sueño (1635) recordarán que, al empezar la obra, Rosaura, vestida de varón, ha sido despedida del caballo. Entonces, a partir del Hipogrifo violento inicial, le dirige al animal una serie de recriminaciones en heptasílabos y endecasílabos rimados:
Hipogrifo violento,
que corriste parejas con el viento,
¿dónde, rayo sin llama,
pájaro sin matiz, pez sin escama
y bruto sin instinto
natural, al confuso laberinto
de estas desnudas peñas
te desbocas, arrastras y despeñas?
Nicolás Fernández de Moratín (1737-1780) creyó oportuno burlarse del discurso de Rosaura: “Yo quisiera saber si una mujer que cae despeñada por un monte con su caballo, en vez de quejarse donde le duele y pedir favor, le dice todas aquellas impropias pedanterías, que las entiende el auditorio como el caballo: si algún apasionado de Calderón se apea por las orejas, llame al suyo hipogrifo violento, y verá cómo se alivia”.
Moratín era hombre del razonable e insípido siglo XVIII español, y toda desmesura le parecería pecaminosa.
Yo lo pienso de otra manera.
El género teatral es parte de la literatura, y la literatura es una convención como cualquier otra: no hay ninguna razón para que se la asimile a la que solemos denominar realidad. Creo que Calderón, por boca de Rosaura, ha procedido con maravillosa creatividad al llamar hipogrifo violento al indócil corcel, en vez de expresar una tontería vacua al estilo de “Cómo me duele la rodilla derecha”, según le habría agradado al ocurrente Moratín.
Me encanta que Rosaura tilde, sucesivamente, a su caballo de: 1) hipogrifo violento; 2) rayo sin llama; 3) pájaro sin matiz; 4) pez sin escama; 5) bruto sin instinto natural. Estas particularidades, que encierran ideas de velocidad y de rebeldía, llevan además ritmo vivaz y excelente sonido, por lo que, al menos a mí, están muy lejos de molestarme.
La vida es sueño desarrolla varias tramas entrelazadas, presenta conflictos, diálogos cortesanos y diálogos violentos, cuitas de amor y cuitas de celos, problemas metafísicos, toques de agradable humorismo, enredos, nudos y soluciones, arbitrariedades… Además, y como si tales riquezas constituyeran poco mérito, la obra se halla escrita en verso, lo cual supone una destreza extraordinaria por parte del autor.
Se hallan, asimismo y a modo de regalos, dos famosos monólogos de Segismundo.
En el de la jornada primera el prisionero compara su carencia con la libertad que sí poseen el ave, el bruto, el pez y el arroyo: él tiene más alma que el ave, mejor instinto que el bruto, más albedrío que el pez y más vida que el arroyo. Sin embargo, a pesar de estas superioridades del espíritu, tiene menos libertad que cada uno de ellos. Y –para lucirse, para “cancherear” diríamos en el barrio– Calderón termina el monólogo enumerándolos de manera inversa a cómo aparecieron antes: a un cristal, / a un pez, a un bruto y a un ave. Siete irreprochables espinelas.
El otro monólogo, aún más celebre, es el que cierra la jornada segunda. Cuatro espinelas, la última de las cuales vale la pena reproducir:
Yo sueño que estoy aquí
de estas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
OTRA ALHAJA
Ahora gocemos de otra alhaja calderoniana…
Segismundo, instalado como príncipe en el palacio real, se encuentra con Rosaura, a quien cree recordar (Yo he visto esta belleza / otra vez): en efecto, ese encuentro ocurrió al comienzo de la trama, cuando ambos se hallaban en otras circunstancias y vistiendo otras ropas.
El príncipe le pregunta: ¿Quién eres, mujer bella? Rosaura tiene motivos para no declarar la verdad y elige contestar: Soy de Estrella / una infelice dama.
He aquí la gran oportunidad, que Calderón aprovecha, para construir un hermoso poema con los requiebros con que Segismundo halaga a Rosaura:
No digas tal; di el sol, a cuya llama
aquella estrella vive,
pues de tus rayos resplandor recibe.
Yo vi en reino de olores
que presidía entre escuadrón de flores
la deidad de la rosa,
y era su emperatriz por más hermosa.
Yo vi entre piedras finas
de la docta academia de sus minas
preferir el diamante,
y ser emperador por más brillante.
Yo en esas cortes bellas
de la inquieta república de estrellas
vi en el lugar primero
por rey de las estrellas al lucero.
Yo, en esferas perfetas,
llamando el sol a cortes los planetas,
le vi que presidía
como mayor oráculo del día.
Pues ¿cómo, si entre flores, entre estrellas,
piedras, signos, planetas, las más bellas
prefieren, tú has servido
la de menos beldad, habiendo sido
por más bella y hermosa,
sol, lucero, diamante, estrella y rosa?
Tal como procedió al final del primer monólogo de Segismundo, el autor vuelve –y está en todo su derecho– a “cancherear” mediante la inversión del orden de las menciones.
Sé que los cultores de lírica tartamuda y jadeante (son legión in crescendo continuo) fingirán emocionarse ante las imaginarias angustias del verso paroxístico de nuestros días. Por padecer de insensibilidad, no es mi caso. En cambio, saludo con total gratitud el placentero talento de don Pedro Calderón de la Barca.