Messi, Pelé y la metafísica del fútbol

Lionel Messi conquistó a los Estados Unidos en apenas un mes. Su llegada fue un terremoto, tanto deportivo como mediático. Casi medio siglo atrás, otro grande del fútbol había intentado lo mismo, pero sin éxito.

Yo vi a jugar a Pelé en vivo solo una vez, cuando formaba parte del equipo del Cosmos de Nueva York. Lo hice enviado por el programa Video Show de Canal 11.

Debo reconocer que nunca me sentí cómodo en los estadios, no se mezclarme con los hinchas empedernidos, y en la tribuna me siento un silencioso solitario. Jamás conseguí mimetizarme con ninguna multitud.

La caja boba es una máquina de ver fútbol muy cómoda, mas justamente aquel partido con la estelar participación de Pelé me reveló una falla sustancial de la TV: el inevitable engaño al espectador. Sólo vemos aquello que nos muestran. Pero el fútbol no es tanto las aventuras de la pelota, cuanto el juego sin ella, el saber moverse en la cancha anticipando las jugadas.

Imaginemos que en el ajedrez, que tantas veces ha sido comparado con el fútbol, nos mostraran solamente aquella figura que es movida. No serviría, porque la táctica puede ser advertida, entendida y valorada sólo cuando se mira el campo de juego completo y desde arriba.

Pelé era poseedor justamente de esa mirada. Entre sus incontables virtuosismos, se considera como una de los principales su amplia perspectiva visual. El veía hasta con la nuca y este atributo divino le permitía ser el gran maestro del pase, siempre exacto, y lo que es mucho más importante, absolutamente imprevisible.

 ENAMORARSE DEL FÚTBOL

Aquel partido que vi en Nueva York fue inolvidable. Pelé había vuelto a jugar por motivos de plata y de política. El contrato le permitió pagar sus deudas, y el entonces Secretario de Estado de los EE.UU. Henry Kissinger lo convenció de que ayudara a los estadounidenses a enamorarse del fútbol en forma tan entregada como lo amaba el propio Pelé. No lo consiguió, no era el momento. En su lugar lo está logrando ahora Messi, 45 años después.

No es de extrañar que en aquel día memorable para mí, un Pelé que ya había cumplido 38 años, me pareció en la cancha un Rolls Royce entre bicicletas. Se sentía en él una reserva de potencia que se traducía en gracia: tensión sin esfuerzo. Pelé no corría con la pelota, sino que la franeleaba. No gambeteaba a los rivales, sino que danzaba con ellos. Y aquel gol que anotó, parecía la última estocada del matador que ha gozado toreando hasta saciarse.

Es indiscutible -como siempre sostiene mi hijo Iván, periodista deportivo en la TV estadounidense- que Pelé es el mejor futbolista en la historia de ese juego. No sólo porque metió 1216 goles (el gran Messi lleva bastante menos de 900) y fue tres veces campeón del mundo. Eso es estadística, pero también existe la metafísica del fútbol.

La cuestión es que entre el juego y el gol no hay una relación de causa-efecto. La conexión causal está escondida aquí tan profundamente, que –como en el amor– no se la puede visualizar, ni entender, ni calcular. La esencia no lineal del futbol es el alfa y omega de su existencia. El gol puede ser la consecuencia del partido, pero también puede tachar todo lo que el partido creó. El fútbol es injusto como la vida misma, y no mucho más lógico que ella. Suelen perder aquellos que saben como jugar. Suelen ganar aquellos que se olvidaron como hacerlo. El futbol no permite ponerse a reflexionar, es un juego de instintos. Sólo aquellos que saben confiarse a ellos, más que a si mismos, clavan la pelota en la red.

El más excelso de esos fue Pelé. El encarnaba mejor que nadie el espíritu libre del futbol. Galopaba el campo como un alisio, obediente tan sólo a la constancia de su rumbo.

Su fin era estar en el lugar indicado, en el momento indicado, para no perder la cita con el destino. La pelota parecía la materialización de ese movimiento sostenido, su extensión.

Pero el encuentro de dos cuerpos en el irrepetible punto de ese continente espacio-temporal siempre es una cuestión de azar.

Y yo con mi camarógrafo aplaudíamos en Nueva York a Pelé, que supo ganarse los favores del destino, no mediante el cálculo, sino por la eterna disposición a tener el destino en cuenta, esperarlo, convertirse en él.

Pelé partió, y se instaló en el Olimpo del fútbol.Y como creían los antiguos, se convirtió en una estrella. Que en realidad siempre lo había sido. En su cometido de futbolizar a los “gringos” ahora lo reemplaza –y con descomunal éxito– Lionel Messi.