Con Perdón de la Palabra

Mensaje del más allá

Mi hermana Cati está casada con Arturo Ossorio Arana, que se ha jubilado como embajador. Y fue él quien me contó la historia que sigue, la cual oyó en España a un diplomático uruguayo, amigo suyo, cuyo nombre me dio pero prefiero omitir, pues no estoy expresamente autorizado a mencionarlo.

El diplomático estaba comiendo -cenando- en el comedor de la gran casa que su familia tenía en Montevideo. Un comedor de techos altos y cortinados sombríos, que daban marco a una mesa con capacidad para muchos comensales.

Como corresponde a cuentos de este tipo, me permito presumir que era aquella una noche desapacible y que la lluvia golpearía contra las persianas cerradas.

Sin que hubiera habido algún motivo específico para ello, las conversaciones se acallaron por un momento, entre el sonido amortiguado de dos truenos. Y fue entonces cuando, nítido, rompió el repentino silencio un sonido cristalino, como el que produciría una fina copa golpeada por un objeto de metal.

Al oír tal sonido, el padre de quien contó el suceso se demudó y, profundamente impresionado, balbuceó con voz alterada:

-Fulano ha muerto y existe la vida eterna.­

Algo repuesto, quien eso dijo agregó lo siguiente: muchos años antes, siendo muchacho, se encontraba en un local de diversión nocturna, junto con un amigo suyo. Aquella había sido una extensa velada, pródiga en tragos y alegres compañías. Sin embargo, avanzada la madrugada, fue mermando la animación de ambos juerguistas. Quienes, en un reservado, exhaustos y torpe la lengua, se enzarzaron en consideraciones metafísicas, cuyo meollo consistió en dilucidar si existe o no otra vida tras la muerte.

Arrimaban los camaradas de aventuras argumentos a favor y en contra del enigma en discusión. Hasta que, por fin, uno de ellos propuso juramentarse a fin de que el primero que muriera comunicara al sobreviviente la eventual existencia del más allá.

-¿Y cómo se podría dar ese aviso? -preguntó el otro.

-Así -respondió el de la idea. Y, tomando un cubierto de la mesa, golpeó con él la copa que tenía delante, la cual produjo un sonido nítido y cristalino. Idéntico al que acababa de hacerse oír en el amplio comedor donde estaba reunida la familia del diplomático, en Montevideo.

Casi resulta ocioso aclarar que a esa hora, efectivamente, había muerto quien, junto con el dueño de casa, asumiera el compromiso de informar respecto a la vida eterna, fundado ya en su personal experiencia.­