A 150 AÑOS DEL POEMA DE JOSE HERNANDEZ

Martín Fierro habla en ruso

¿Es traducible la poesía? En sus Notas de un traductor, Boris Pasternak, Premio Nobel de Literatura, contesta con una negativa: “Las traducciones son irrealizables porque el principal encanto de una obra de arte reside en su irrepetibilidad. ¿Cómo puede repetirla el traductor?”

James Howell, poeta inglés del siglo XVIII, en uno de sus versos comparó el texto poético original con un suntuoso tapiz turco. Mirando el revés descolorido del tapiz, es imposible adivinar los fantasiosos y deslumbrantes bordados que ornan su anverso. La traducción es, precisamente, el reverso del tapiz: no da ninguna idea del tapiz en sí, o sea del texto original.

Y al poeta estadounidense Robert Frost pertenece esta lapidaria definición: “Poesía es lo intraducible a otro idioma”.

Vertido a numerosos idiomas, a un siglo de su aparición en Buenos Aires, el Martín Fierro fue traducido al ruso por M. Donskoy y publicado en Moscú en una colección donde figuran obras de Antonio Gonzaga, César Vallejo, Sor Juana Inés de la Cruz y Eloy Blanco.

En el prólogo de Uvarov - contradictorio, interesado y poco convincente - se asevera, entre otras cosas, que el poema de Hernández “ha inspirado a los revolucionarios de todos los países del continente latinoamericano” y que el chef d'oeuvre de la poesía gauchesca es “un catecismo político, una teoría filosófica, un código de moral, un llamamiento y un programa revolucionario”. Luego de afirmar que el Partido Federal estaba integrado por “las fuerzas reaccionarias más atrasadas del país”, el prologuista, contradiciéndose, sostiene que con la derrota de los federales desapareció la única fuerza capaz de defender a los pobres y desposeídos gauchos. Pero pasemos al poema.

Desde los tiempos de Pushkin, los más grandes escritores y poetas rusos se han dedicado al difícil arte de la traducción. En esta tradición, con algunas reservas, se puede insertar el nombre del traductor del Martín Fierro.

Sería insuficiente decir que nos hallamos ante excelentes versos rusos; debemos agregar que son los mismos versos de Hernández con su viril rudeza, su visión exclusiva e irrepetible, sus medios de expresión y formación de imágenes característicos, correctamente comprendidos, aprehendidos y transmitidos por el traductor. Los versos de Donskoy, plásticos y ágiles, al igual que los de Hernández, surgen naturalmente, “como agua de manantial”.

Aun sin compararla textualmente con el original (lo cual es imprescindible para una evaluación concienzuda), nos invade la certeza de la autenticidad de la traducción. Desde sus primeras estrofas, comenzamos a confiar en el texto, signo inequívoco de su realismo.

Dejando de lado la exactitud formal y literal, Donskoy transmite fielmente la sustancia del poema, su estilo. Este principio del arte de la traducción fue formulado hace más de un siglo por el conde A. K. Tolstoi. “Yo trato -escribía el poeta ruso a su mujer- en la medida de mis posibilidades, de ser fiel al original, pero sólo allí donde la fidelidad o exactitud no menoscaba la impresión artística, y sin vacilar ni un minuto, me alejo de la traducción literal si ella puede causar en ruso una impresión distinta de la que causa en alemán. Pienso que no hay que traducir las palabras, y no siempre el sentido, sino la impresión. Es indispensable que el lector de una traducción se transporte a la misma esfera en que se encuentra el lector del texto original y qué la traducción actúe sobre los mismos nervios”.

Leyendo a Donskoy no se debe cotejar verso con verso, sino estrofa con estrofa. Entonces se hace evidente, que el traductor ha sabido trasplantar la entonación del poema, ha reencarnado su idea y recreado las particularidades de su estilo.

Expresiones como “bichoco”, “morao”, “al ñudo”, “en vaca”, “enancao”, etcétera, son imposibles de hallar en ningún diccionario español-ruso. Ningún diccionario puede llegar a albergar todos los matices del habla viva. Por eso la función de un traductor, si es un verdadero artista, consiste en encontrar aquellas correspondencias entre los dos idiomas que no tienen cabida en el diccionario.

Donskoy no siempre consigue hacerlo. A veces pone en boca de Fierro palabras específicamente rusas y obtiene un resultado poco feliz. Por ejemplo, suena mentido que un gaucho utilice la palabra “vodka”, con la cual Donskoy traduce “aguardiente”. Parecería que Cruz y Fierro fueran habitantes de la estepa rusa.

¿Cómo verter al ruso los giros populares que se encuentran en la obra de autores extranjeros? Algunos traductores creen qué hay que transmitirlos utilizando equivalencias correspondientes del habla popular rusa. Es conocida la tesis: “El lenguaje vulgar de cualquier idioma puede ser traducido únicamente al lenguaje vulgar del otro idioma”. Lo cierto es que en esta cuestión no hay dogmas ni cánones preestablecidos. Todo depende del caso concreto particular y del tacto, mesura, cultura y talento del traductor.

A los hombres del Renacimiento les parecía natural que, en los lienzos de los pintores holandeses, Cristo, la Vírgen, los apóstoles se representarán con vestimentas holandesas, entre utensilios holandeses, con rostros típicamente holandeses y teniendo como fondo paisajes holandeses. Hoy, esta nacionalización de temas y personajes extranjeros se considera inaceptable en el arte en general y particularmente en el arte de la traducción.

Si algún traductor presentará a Buffalo Bill con chiripá y poncho, todos percibirían que se hallan frente a una alevosa tergiversación del folclore americano. En un pecado similar incurre Donskoy al traducir “flete indio” por “mustang” e “indio” por “piel roja”. Esta norteamericanización atenta sensiblemente contra el colorido criollo que en casi toda la traducción Donskoy ha sabido reflejar cabalmente.

El poema de Hernández abunda en versos-sentencias, versos-aforismos en los que se condensa la quintaesencia de la sabiduría popular. No es fácil traducirlos. Al estar basados en el laconismo y la precisión, exigen un cuidadoso repujado, que Donskoy efectúa consumadamente.

Para traducir a un poeta, el traductor debe captar con justeza la rítmica del autor, su sistema de imágenes, su cadencia, su música interior (“La música ante todo “, exigía Verlaine). Donskoy recrea fielmente la múltiple pulsación de los ritmos del Martín Fierro, su sonora musicalidad, épica y lírica.

Repetidas veces he realizado la siguiente experiencia: sin revelar el título de la obra, leía a diversos amigos fragmentos del Martin Fierro en la versión de Donskoy. Invariablemente, a los primeros versos, los oyentes reconocían el poema. Su fuerza rítmica, diestramente traspuesta por el traductor, lo delataba, a pesar de que ninguno de los oyentes conocía el idioma.

De todo esto no se deduce que el traductor de Hernández sea un maestro irreprochable. Además de los errores anotados y otros de menor cuantía, hay en el trabajo una adulteración tanto más condenable, cuanto que fue dictada por motivos ideológicos.

En el “Canto III” Martín Fierro dice: Al mandarnos nos hicieron más promesas que a un altar. Con total arbitrariedad, el traductor (o el comité de redacción, compuesto por cinco miembros, que supervisó la traducción) desfigura así el texto: Nos prometieron, como en la iglesia, un montón de irrealidades.

En el “Canto VII”, en una estrofa donde Hernández en ningún momento menciona ni a los cielos, ni a la gente humilde, el traductor inventa:

La voz de la gente humilde no la escuchan en los cielos.

Es sabido que en la Unión Soviética la censura antirreligiosa impuesta por el Partido Comunista llegó al extremo de prohibir que se escriba la palabra “Dios” con mayúscula. Imposición que el escritor ruso Alexandr Solzhenitsyn, Premio Nobel de Literatura, denunció y condenó como “humillante y mezquina”. Aquí también la censura inspiró esas falacias, fácilmente advertirles, ya que entran en franca contradicción con el espíritu del poema, impregnado de respeto hacia todo lo que a religión se refiere.

De una traducción artística se pretende que reproduzca no sólo las imágenes e ideas del autor traducido, no sólo sus esquemas argumentales, sino también su personalidad creadora, su espíritu y estilo. Si estas exigencias no se cumplen, la traducción se convierte en una calumnia contra el escritor, tanto más indignante, cuanto que el autor casi nunca tiene la posibilidad de rebatirla. Como decíamos al principio, a lo largo de los siglos, numerosos poetas han afirmado que la traducción exacta de cualquier obra poética es una empresa descabellada, de antemano condenada al fracaso, puesto que cada poesía encierra una arcanidad irreproducible. “Traduttore, traditore”, rezaba el viejo dicho.

Proclamando la vanidad de todo intento de traducción, Percy Bysshe Shelley en su Defensa de la poesía, ilustró así su aseveración: “Tratar de reproducir un texto poético en otro idioma, es lo mismo que tomar una violeta, arrojarla a aquel recipiente donde, a un fuego muy fuerte. se fusiona algún metal, y al mismo tiempo alimentar la loca esperanza que de esta manera se logrará alcanzar el secreto de su color y aroma”.

Cinco siglos antes de Shelley, la misma idea fue expresada por Dante Alighieri:” Sepan todos que nada que haya sido encerrado en los elementos musicales del verso puede ser traducido de un idioma a otro sin violacion de su armonía y encanto”.

Todos estos juicios son muy desoladores. Pero baste recordar las traducciones de Pushkin, Lermontov, Baudelaire, Goethe, Fitzgerald y muchos otros maestros de la traducción, para que este pesimismo se disipe por sí sólo. El mismo Boris Pasternak arribó luego a una conclusión más optimista: “Las traducciones son concebibles, - escribió el autor de Doctor Zhivago, - porque ellas también deben ser obras de arte y alcanzar, con su propia irrepetibilidad, el nivel de los textos originales. Las traducciones son concebibles porque durante siglos literaturas enteras se han traducido entre ellas. Las traducciones no son una manera de trabar conocimiento con obras aisladas, sino un medio secular de comunicación entre culturas y pueblos”.

Cualesquiera sean los desaciertos de Donskoy, su traducción puede ser considerada encomiable, puesto que en ella se ha transmitido lo más importante: la individualidad artística de José Hernández, en toda la peculiaridad de su estilo.

En síntesis, Donskoy es un buen traductor, porque no es rutinario, no es un copista, sino un artífice. No fotografía el original: hace reconocer su contenido psicológico y el auténtico acento gaucho de la narración. El texto castellano le sirve de materia prima para una complicada y a menudo inspirada recreación.