El rincón del historiador

Manuel Mujica Láinez, coleccionista

 

El cuadragésimo aniversario del fallecimiento de Manuel Mujica Láinez, que se cumple este domingo, nos impone evocar al escritor en una de sus facetas que de algún modo quedó relegada en el conocimiento del público, eclipsada por su prestigio en las letras: la del coleccionista y su relación con muchos de ellos, notables en su tiempo.

Manucho vivió su niñez rodeado de objetos cuya historia le llegó por tradición oral y a los que hizo hablar, como la famosa “cama china” en la casa de su abuela, que se levantaba en el solar donde hoy está el edificio del Automóvil Club Argentino, en la Avenida del Libertador y Tagle. Como lo dijo en feliz ocasión, “mi infancia transcurrió entre bibliotecas, en lo de mi abuela, donde mis tías sabían y saben de las cosas más insólitas y las derraman a manos llenas, y donde mi abuela se incorporaba en su inmensa cama china, que era un quiosco de quiméricos marfiles, para narrarme las historias de nuestro pasado y del pasado del mundo”.

En 1938, a poco de crearse el Museo Nacional de Arte Decorativo, ingresó como empleado y poco después fue secretario del mismo. Al palacio de los Errázuriz se unía la amistad de su padre con don Matías, que seguramente fue uno de los que lo inició en el coleccionismo ya que cuando tenía 17 años le obsequió una décima de

Rubén Darío. La mujer de Errázuriz era Josefina de Alvear, emparentada con Ana de Alvear, con la que Mujica había casado en 1936. Ignacio Pirovano era el director y en el equipo estaban Máximo Etchecopar, después destacado diplomático, y Luis María Carreras Saavedra. “Su conocimiento de todo lo que se vinculaba con el arte era extraordinario -recordaba-, entre él y yo hicimos el catálogo del museo”.

Allí permaneció diez años, hasta que con su cabeza cayó “por un mandatario que, en la actualidad, según noticias periodísticas, reside amablemente en Madrid”, según lo recordó en 1966 al volver al Palacio como miembro de la Academia Argentina de Letras, como también lo fue de la de Bellas Artes.

GUIAS

Veamos su vinculación con algunos de los grandes coleccionistas. Enrique Larreta, “a quien mucho quise y mucho admiré, no sólo fue uno de mis maestros sino un verdadero amigo”, cuya “sombra jamás se desterrará de la casa” hoy convertida en museo.

Para escribir la ‘Vida de Aniceto el Gallo’ fue al Museo Histórico Nacional, donde ejercía la dirección Alejo González Garaño, “un gran coleccionista y un gran erudito y hombre de una gran generosidad”, que le comentó sobre un baúl lleno de cartas a Ascasubi que nadie había consultado. Alfredo González Garaño, también coleccionista, hermano del anterior, le habló de una “fuente muy extraña que gira”, que estaba en el invernadero de los Tornquist, donde se levanta la embajada de Alemania.

Las comillas son de Mujica Láinez y las que siguen también. A Cecil, en ese libro autobiográfico le hace decir que “el interior de su cabeza está amueblado como su casa”, en referencia a, El Paraíso, en Cruz Chica. La magnifica residencia que tardó más de un año en arreglarla, con la única ayuda de su mujer Anita. Las visitas se sucedían por los amplios salones y pequeños recovecos, a las que el can apuntó “me la sé de memoria”, y es la presentación del coleccionista y de algo de lo que atesoró.

Comienza con unos íconos “que traje de las islas griega” y de la cara de un apóstol que “me regalaron después del incendio de los templos, en Buenos Aires y procede eventualmente del de San Juan. De allí pasaba a la biblioteca con más de 20.000 volúmenes “alineados por temas y por orden alfabético -lo que significó siete meses de tenaz trabajo sin socorro”. En ese lugar, además de los diplomas, títulos, fotos que decía “estas son mis vanidades”, se encontraban una fotografía dedicada de Nureyev, otra de Cecil Beaton, un horóscopo de Xul Solar, un recibo firmado por Giuseppe Garibaldi, un manuscrito de la traducción del ‘Amadís’ de Gaula’ al francés de 1540; manuscritos de Lorca, Proust; y una acuarela de Rafael Alberti. En una sala que ocupó su madre Lucía Láinez, había reunido dibujos y acuarelas motivados por su obra literaria.

Su cabeza hecha por José Fioravanti: “Aquí, en la nuca, quedó la impresión de mi anillo, con la que marqué el barro para atestiguar mi asentimiento de la interpretación psicológica”. Una vitrina de libros familiares, donde esos papeles que venían de los Láinez y los Cané dialogaban con una “porcelana que fue de Mariquita Mendeville, la del Himno; la cigarrera de mi suegro, que antes fue de un príncipe ruso; el sello del presidente de la República (Marcelo T. de Alvear), emparentado con mi mujer…”.

RETRATOS

El salón de los retratos, el más amplio del caserón, reunía ochenta retratos entre óleos, grabados y miniaturas. Trepan por los muros, ordenados como series filatélicas; observan, como asomados a palcos y tertulias. Sobre la chimenea triunfa la señoril melancolía del “mártir” (Florencio Varela), delgado, moreno, con reflejos de oro en la cara. “¡Que buen mozo!” -exclaman hombres y mujeres. No evocan ni el asesinato, ni los años de penuria, de guerra, de horror; se fijan en la elegancia de la ropa, de la actitud”. Y finalizaba con una de sus tantas humoradas: “Sí, felizmente no desciendo de Sarmiento; sería terrible tenerlo allí”.

Reunía su colección piezas arqueológicas: “el torso de Baalbek del siglo III; la cabeza romana de pórfido, del siglo II; un fragmento de mármol que encontró en Ostia Antica; el vaso fenicio para ungüento; el relicario etrusco; el borroso monstruo tibetano; el Apolo desnudo hallado en Tebas, del siglo IV antes de Cristo (es el que gana, hacia atrás, la carrera del Tiempo); las cabecitas de barro del Ecuador”.

Cuando estaba por escribir ‘El escarabajo’ se contactó con Abraham Rosenvasser un sabio arqueólogo, que le develó muchos datos sobre estos objetos y a quien después recibió como miembro de la Academia de Letras.

La historia nacional no está ausente en objetos de la casa: “Estas sillas inglesas fueron del hermano de Dorrego. 1830” (en referencia a Luis Dorrego). El general San Martín regaló este escritorio de viaje a mi tatarabuela peruana, cuando casó allí en 1821; este Cristo de plata, tan sencillo, perteneció a su abuelo, virrey del Perú… el chaleco del prócer asesinado (Florencio Varela), su navaja, su daguerrotipo, el mechón de pelo que le cortó el autor de ‘Amalia’ cuando cayó bajo el puñal en Montevideo”. Y siguiendo esa inmensa galería de los retratos en la que “altaneros y espinosos, los militares, los intelectuales, los funcionarios, planean allá arriba, en el fulgor de los uniformes de teatro, la nieve de las pelucas, las corazas discutibles, el luto de las levitas”, vuelve con humor a informar: “A los antepasados de mi mujer se los distingue por las espadas; a los míos, por las plumas”.

Cuadros de Miguel Ocampo, Battle Planas, Susana Aguirre, Curatella Manes, Josefina Robirosa, Tiglio, Leonor Vasena, Pedro Figari, y su retrato por Basaldúa, son una mínima muestra del catálogo de artistas que decoraron las paredes de El Paraíso.

Algunos coleccionistas compran compulsivamente, hablan de sus colecciones, pero poco saben ubicar lo que tienen en su contexto. Mujica Láinez, al contrario, lo supo acabadamente, y escuchar el relato de cada objeto podía ser atrapante. El 3 de setiembre de 1936, a casi dos años de su reinstalación, el Instituto Bonaerense de Numismática y Antigüedades lo eligió miembro de número, integrándolo así con Larreta, Alejo González Garaño, Guillermo Moores, Antonio Santamarina y Enrique Udaondo a los grandes del coleccionismo. Algunas de las exposiciones de la entidad lo contaron entre los que aportaron piezas de su colección.

Si todo lo dicho no fuera suficiente, en la revista El Hogar, entre el 7 de noviembre de 1948 y el 28 de mayo de 1948, publicó una serie de artículos ilustrados sobre las grandes residencias porteñas, “historia viva en nuestras casas tradicionales”. La última que sobrevivió de ellas hasta entrado este siglo fue la de Tomás Vallée Meyer Pellegrini en la calle Ayacucho, cuyo propietario falleció el 3 de febrero de 2019 a los 101 años. Comprende ese conjunto estas notas que hablan de la distinción y el refinamiento de aquellos salones, cada uno con su característica singular: ‘Retratos y manuscritos en lo de Estrada’; ‘A Dardo Rocha, sus amigos’; ‘La colección de Alejo B. González Garaño’; ‘Algunos recuerdos de Carlos Pellegrini y su familia’; ‘Retratos de los Lezica’; ‘Las porcelanas de los Costa’; ‘El “don” de los Pirovano’; ‘Las acuarelas de Alberto Vicente López’ y ‘La atmósfera evocadora de los Láinez’, a los que habría que agregar su memoria sobre la quinta de Beccar Varela, hoy Museo Histórico de San Isidro, titulada ‘Yo viví aquí’.

Coleccionistas como Antonio Santamarina, Enrique Udaondo, Miguel Ángel Cárcano y Alfredo González Garaño y artistas como Miguel Carlos Victorica, Alberto Lagos, Raúl Soldi y Héctor Basaldúa, entre otros merecieron sus medallones.

A cuarenta años de su muerte, Manuel Mujica Láinez nos parece que sigue moviéndose entre esos objetos que atesoró, y conversando con estos amigos y otros tantos, iluminándose las piezas y cobrando vida en su palabra.

HOMENAJE

El Instituto Bonaerense de Numismática y Antigüedades, la Asociación Amigos del Cementerio de la Recoleta y la Junta de Estudios Históricos de la Recoleta, realizarán el miércoles a las 18 un acto en el Círculo Militar para recordar el 40° aniversario del fallecimiento de Manuel Mujica Láinez. Disertarán Carlos M. Romero Sosa, Jorge Torres Zavaleta, Roberto L. Elissalde y la hija del escritor, Ana Mujica. El acto es con entrada libre.