Buena Data en La Prensa

Malas palabras

Hace más de 20 años, el escritor y humorista gráfico Roberto Fontanarrosa expuso un memorable discurso en el Congreso de la Lengua Española. Su tema fue controvertido: las malas palabras.

En su momento dijo: “La pregunta que ahora me hago es por qué son malas las malas palabras. O sea, quién las define. Por qué, qué actitud tienen las malas palabras. ¿Les pegan a las otras palabras? ¿Son malas porque son malas de calidad?, o sea, ¿cuándo uno las pronuncia se deterioran y se dejan de usar? ¿Tienen actitudes reñidas con la moral? Sí, obviamente. Pero no sé quién las define como malas palabras. Tal vez sean como esos villanos de las viejas películas que nosotros veíamos que en principio eran buenos pero que la sociedad los hizo malos. Tal vez nosotros al marginarlas las hemos derivado en palabras malas ¿no es cierto?” Seguía exponiendo, “Cuando yo decía lo de que tal vez sean de mala calidad, arriesgando una teoría francamente disparatada, no parecería ser el caso, porque a muchas de ellas cada vez se las escucha más saludables y más fuertes, al punto que en alguna época, y creo que se las sigue denominando, palabrotas, con un aumentativo. Al menos en Argentina. Lo que no deja de ser un reconocimiento. A mí me hace acordar, por ejemplo, a las carotas ¿no? Recuerdo esas películas de (Federico) Fellini donde casi todos los personajes, incluso los personajes laterales, los que estaban detrás, tienen carotas ¿no? Lo que significaba una búsqueda indudable del director para, más que nada, la expresividad. Y eso creo que es lo que reflejan muchas de estas palabras, una expresividad y una fuerza que difícilmente las haga intrascendentes”.

Desde 2004 a hoy, las “palabrotas” fueron perdiendo su fuerza expresiva por estar incluidas en nuestro lenguaje como “buen día”, “¡qué frío hace!” o “hasta mañana”. 

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Quizás uno de los mayores problemas de las malas palabras en el porteño actual, sea, ya no su capacidad expresiva, sino su carácter sustitutivo. Es decir que se reemplaza toda la enorme riqueza lingüística de nuestro bendito idioma, por un número escaso de malas palabras que se combinan artesanalmente en una ristra insultante o elogiosa.

La pobreza de vocabulario y el uso de “malas palabras” como apelativos amistosos o ponderativos, en nuestra ciudad, dejaría desconcertados a más de un hispanohablante.

Hace pocos días presenciamos un episodio que sirve como ejemplo: el de dos amigos que evidentemente no se veían hace tiempo y accidentalmente se encontraron en la calle. Se avistaron a unos pocos metros. El camino recorrido hasta el abrazo final, entre risas y gritos, estuvo plagado de recuerdos a las actividades ilícitas de sus madres, partes del cuerpo de sus hermanas y caracteres sexuales masculinos, con un vocabulario que, en otra época y contexto, hubiera sido motivo para batirse a duelo.   

 

EL DOBLE PENSAR

En su profética obra 1984, George Orwell describe al doblepensar como uno de los conceptos más importantes del régimen distópico y totalitario que describe. El doblepensar es la capacidad de mantener dos ideas contradictorias en la mente y creer ambas al mismo tiempo. Una forma sutil de control mental que lograba que los ciudadanos acepten como verdad algo que a todas luces era contradictorio e ilógico.

Por ejemplo, una de las consignas del partido era: “La guerra es la paz. La libertad es la esclavitud. La ignorancia es la fuerza.”

“Saber y no saber, estar consciente de la completa veracidad mientras se dicen mentiras cuidadosamente construidas, sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer en ambas, usar la lógica contra la lógica…” decía Orwell en su novela.

El doblepensar es más que una contradicción, es un mecanismo deliberado de dominación que destruye la verdad objetiva y la capacidad de pensar libremente. Y esto vale no sólo para las llamadas “malas palabras” sino para todas.

Creer, que las palabras puedan expresar algo y al mismo tiempo su opuesto, sea un hecho sin consecuencias es también ilógico. Las palabras están muy ligadas al pensar. No es posible pensar sin ellas, y cuando pierden su conexión con la realidad el efecto es que pierden su sentido. 

 

SE LAS LLEVA EL VIENTO

Nuestros abuelos y nuestros padres, más de una vez nos contaron que en otras épocas bastaba con la palabra empeñada para cerrar un trato con alguien. El término “empeñar la palabra” no era casual. Quién, por ejemplo, empeñaba un reloj y no realizaba el pago exigido a tiempo, lo perdía. Al que empeñaba su palabra y no la cumplía, le quedaba afectado su honor. 

En el “dar la palabra” se ponía en juego la reputación y la dignidad moral de una persona; por eso, valía más que un contrato escrito.

Es cierto, que la palabra empeñada y el honor, parecen hoy expresiones demodé (valga el término que hace alusión a su significado).

YA NO ALCANZAN 

Volviendo a las “malas palabras”, el gran Julián Marías hace años sostuvo que “La grosería del lenguaje parece en muchos casos requisito indispensable, aunque revele solamente pobreza léxica e imaginativa”.

Las malas palabras tienen una muy justificada utilidad: son el recurso extremo para evitar la agresión física.

Al ser incorporadas al lenguaje cotidiano como si fuera un saludo o para arrancar con un comentario, hace que pierdan su utilidad que es manifestar la ira. Si para muchos deja de ser un insulto, pierde su fuerza expresiva, y el paso que queda es la agresión corporal. 

Entre muchas otras causas, la violencia física tiene que ver con no lograr ponerle palabras al enojo o la indignación. Cuando las palabras no logran expresar la emoción, el sentir se desborda y busca otros caminos más primitivos: síntomas y autolesiones (volcadas hacia adentro) o golpes (maltrato hacia otros).   

En este contexto, no decir “malas palabras” no es simplemente un alarde de pacatería. Muy por el contrario es una medida para revalorizarlas, para usarlas prudentemente, en el contexto adecuado y con sentido.   

 

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