ACUARELAS PORTEÑAS

Mal atendidos

No sé si todo empezó el día en que los gobiernos democráticos quisieron mejorar los salarios, presionando a los empleadores para que los retocaran para arriba sin aumentar los precios. 0 tal vez fue que los vaivenes de la economía nacional les hizo pensar a los comerciantes que las ganancias del balance son siempre una incógnita mística, y que era imprescindible apelar al gran recurso argentino: bajar los costos.

Fue allí cuando comenzó el adelgazamiento progresivo de las cosas.

Si, de pronto los bifes de chorizo se volvieron más angostos, la crema para dolores musculares ya no calmaba en un solo día, y algunos automóviles comenzaron a traer puertas cuya chapa parecía ser de papel de aluminio. Y cuando una lata de tomate se promocionaba en oferta había que verificar si la fecha de vencimiento era posterior a 1928.

El tiempo iba pasando, y no era extraño que te vendieran un boleto de ómnibus de larga distancia con el asiento ocupado por otro pasajero, al que le habían dado el mismo lugar. O que notaras que todas las formaciones del subte que ibas a tomar venían indefectiblemente con menos vagones que antes, y tu destino era viajar asfixiado o no subir.

LA CONJURA DE LOS PIOLAS

Pero como el ahorro es la base de la fortuna, según decían nuestras abuelas, muchos piolas empezaron a pensar que la atención de público es un mal necesario cuya erosión en las utilidades era preciso paliar.

Desde entonces en los bancos y en los supermercados siempre hay menos empleados (cajeros) de los necesarios, se forman filas extensas y hay personal indiferente pululando tras los mostradores como si fueran actores de otra película. Si pedis monedas te miran con asco y hasta el abuelito de Heidi debe arreglárselas para pagar la luz por el autoservicio. Y los clientes, desorientados como sordo en terremoto, terminan siendo asesorados por el policía de guardia del Banco que les dice: ¡Bájese la App!

Querés tomar un café con leche en el bar que abrieron en la facultad, o en el barrio o en el shopping, el cual ocupa un espacio de 70 metros de largo por 30 de ancho, con decenas de mesas y centenares de estudiantes y comensales, y notás que sólo han contratado....un solo mozo o moza adolescente sin experiencia, para semejante cantidad de público. O sea, te tomarán el pedido (luego de que levantes los brazos media hora como bañero ahogándose) y es probable que te traigan una paella fría en vez de medialunas, porque se confundieron. En el complejo de cines del shopping te tenés que acomodar solo después de leer el número de la butaca, que está iluminado en el piso por una lucecita de medio voltio.

La casa de pastas o la panadería tiene una sola empleada que atiende y una sola que cobra, ya sea un lunes o el Día de la Madre o la mañana de Navidad.

Pagás la cuota de una clínica privada pero en las guardias jamás alcanzan los médicos y la gente se duerme horas en las sillas o de pie, honrando en silencio a la palabra paciente. Vas al laverrap y la empleada te recibe la ropa como si tuviera radioactividad, y no sonríe ni con un chiste de Capusotto. El colectivero no abre las puertas si está estacionado a dos metros de la parada, y la recepcionista de la oficina de análisis clínicos te habla peor que el sargento de infantería de una película americana. Y cuando llamás al servicio de telefonía celular o de Internet te dan cincuenta opciones a marcar y si no te corresponde ninguna te cortan y te dejan con el tubo en la mano, esperando la nada, como Penélope.

En síntesis, vivimos en una ciudad donde falta laburo pero sobran vacantes no ofrecidas. Y en el que la cara visible de las instituciones es siempre gente improvisada, no entrenada, malhumorada, que considera insalubre el responder al público. ¿En qué facultad, en qué carrera terciaria existe la materia “atención de público”? En ninguna.

Aquella mítica frase de un cartel: “Atendido por sus dueños”, quedó para el recuerdo. Hoy los hijos y nietos de esos empresarios están convencidos de que la mejor manera de juntar plata es merced al sufrimiento o incomodidad del consumidor, diluyendo así la calidad de vida de todos, y pegándole a cada instante a las manos que les dan de comer.